Sara Mesa: "Yo de la amabilidad desconfío, me interesa mucho su parte oscura"

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Dice Sara Mesa (Madrid, 1976) que Un amor (Anagrama), su nuevo libro, es una novela "turbia", "ambigua". Es algo que no resultará extraño a quien se hubiera acercado ya a títulos anteriores como Cara de pan (2018) o Cicatriz (2015). Y los lectores de Un amor ya habrán podido comprobarlo: en 185 páginas de una escritura condensada y limpia, la autora sigue a Nat en su huida de la ciudad al campo. Pero el interés de Mesa no está en el mundo rural, ni en la fantasía urbanita de abandonarlo todo para irse al pueblo. Ni está (única o principalmente) en el amor. Está en los acuerdos que tejen una comunidad, en lo que conlleva aceptarlos o rechazarlos, en la violencia soterrada y en el viaje personal que puede hacer una persona cuando está dispuesta a romper con todo. Han comparado Un amor con Dogville, la película de Lars von Trier, o, sin salirnos de lo cinematográfico, con la obra de Haneke. No es una lectura cómoda, y desde luego no quiere serlo. 

Pregunta. ¿Es Un amor un título irónico?Un amor

Respuesta. Es más bien... una especie de desplazamiento. Si se miran las cosas a través de un cristal borroso, quizás alguien puede entender que hay ahí algo de amor. Es una aproximación, un poco como el fenómeno de traducir. O un mecanismo similar al que utilizamos para ponerle nombre a las cosas: no es exactamente amor, pero vamos a llamarlo así. También hay que decir que el título no es El amor, sino Un amor, no está la voluntad de decir que esto es una representación de todos los amores. Porque no lo es. 

P. La novela está situada en un pequeño pueblo, pero ya ha dicho en varias entrevistas que no conoce especialmente el ámbito rural. ¿Cuál era la utilidad narrativa de situarlo en ese contexto?

R. Es la construcción de una comunidad cerrada. En algún sitio se comparaba el escenario con Dogville, donde también hay una referencia concreta a un pueblo de Estados Unidos y a un momento histórico, pero donde se parte de una conceptualización y una abstracción. Aquí pasa lo mismo. Más allá del ámbito rural, lo que importa es lo que une a la comunidad. Siempre he trabajado con comunidades cerradas, y que además te diría que lo son de una manera artificial: un internado, por ejemplo, que son relaciones de comunidad pero no son naturales, o una residencia de ancianos. Me interesan estos escenarios en los que la gente tiene que convivir aunque no lo haya elegido. Y esa comunidad se altera con la llegada de un elemento nuevo, que, yo siempre lo digo, es una premisa narrativa muy frecuente. La llegada de un individuo a una comunidad da mucho juego a la hora de explorar tensiones, reacciones, mecanismos internos.

P. Cuando la protagonista, Nat, llega al pueblo, es recibida por los vecinos con una gran amabilidad, que luego se irá transformando. Pero ¿cuál es la verdadera naturaleza de esa amabilidad?

R. Me interesa mucho, y ya he escrito algún texto sobre ello, sobre la cara perversa de la amabilidad. En una antología editada por Marta Sanz en la que participé, Tsunami [en Sexto Piso], mi relato se llamaba "La amabilidad". ¿Qué pasa con la gente que es amable sin que lo hayas pedido? ¿Qué pacto se está proponiendo ahí? Porque, cuando soy amable contigo sin que haya una circunstancia que lo justifique, estoy presuponiendo que tú y yo estamos en el mismo lado. Pero quizás no lo estamos. Y la amabilidad a veces lo que está haciendo es proponer un acuerdo, que puede ser dar algo a cambio o renunciar a algo, pero no lo hace explícitamente. Esas reacciones acogedoras, que te cuidan, ¿realmente son desinteresadas? Nat es amable, lo es supongo que por la experiencia o por la educación que se nos ha dado tradicionalmente a la mujeres, que tiene que ver con la complacencia o con la sumisión. Pero yo de la amabilidad desconfío, me interesa mucho su parte oscura.

P. En el libro, esta amabilidad no solicitada se da, además, hacia una mujer. ¿Tiene eso ciertas connotaciones?

R. Claro. Es una amabilidad tutelada. Ese paternalismo que realmente te está controlando, pero al que no puedes negarte porque se presenta como amabilidad.

P. En la novela, el casero que le alquila la vivienda a la protagonista es muy invasivo y llega a entrar en la casa sin su permiso. Cuenta que esto nace de la experiencia de una amiga, a la que el casero cobraba en efectivo y aparecía de improviso en su casa. Al lector le indigna, pero no le sorprende demasiado, ¿por qué?

R. Es que simplemente lo asumes. Los abusos que estamos viendo ahora mismo en el ámbito de la vivienda, a la hora de alquilar o incluso a la hora de comprarla, las estafas por parte de los bancos y las presiones de los propietarios. Son tantas, y las aceptamos porque no nos queda otra. Mi amiga tenía esta sensación de que por qué estaba aceptando ella eso, sin saber tampoco exactamente qué es lo que estaba pasando. Y es que si tú estas situaciones las describieras a una tercera persona, si se las describieras al Alemán [un personaje del libro], por ejemplo, diría que no ha pasado nada. Pero tú sabes que están pasando cosas, sabes que hay una violencia. ¿Por qué aceptas eso al final? Porque no te puedes permitir no aceptarlo.

P. La actitud permisiva y sumisa de Nat es muy incómoda para al lector, ¿es porque es un reflejo de nuestra propia sumisión?

R. Transigimos con tantas cosas diariamente... pero no queremos que los personajes de los libros que leemos lo hagan. Con el personaje de Cicatriz también pasaba, la gente me preguntaba una y otra vez por qué aceptaba todo lo que le pasaba. Mi intención es explicar muy bien el proceso por el que un personaje acaba transigiendo con algo con lo que pensó que no transigiría, y eso que se entiende viendo todo el contexto, viendo quién es ella, de dónde viene, viendo sus necesidades. Para que el lector no juzgue si eso está mal o bien, sin dudar. Cuando cedemos y colaboramos con cosas malas, con cosas que nosotros consideramos malas, es porque estamos en una situación que nos empuja a ello, hasta que de pronto tiene sentido. Pero no queremos leerlo, porque queremos que el personaje haga lo que nosotros no haríamos.

P. En sus obras hay siempre una cierta ambigüedad moral que impide precisamente que el lector juzgue duramente a los personajes. Pero, en este caso, ¿hay también una ruptura moral en la protagonista?

R. Ya he dicho en alguna ocasión que es una especie de viaje interior. Realmente ella pierde pie, pierde pie con esa obsesión [amorosa], con ese episodio celoso final que tiene mucho de inseguridad. A mí me parece importante el momento en que ella se presenta en casa de él, y le espera en la puerta, y ya no le importa que la vean, dice que ya no le importa haber pedido la dignidad. Porque ella ha llegado a un punto en el que ha roto con esas normas, ha roto con esa mirada de los demás. Por eso no creo que sea una novela pesimista. El final puede ser desconcertante, pero no es una novela pesimista.

P. El personaje protagonista parece resistirse a las interpretaciones psicologizantes, es difícil entender sus intenciones.

R. A mí me interesa mucho la psicología de los personajes y es algo que trabajo mucho, pero me apena que el análisis de la obra literaria se reduzca a un análisis psicológico, o a su análisis sociológico o a su análisis cultural. Yo creo que todos esos análisis son válidos, pero también creo que, una vez que haces todos esos análisis... lo que queda ahí de alguna manera es la obra. No se puede reducir una obra literaria a un análisis psicológico, ni económico, como el que acabo de hacer yo misma incluso hablando del problema de la vivienda, aunque me parezcan interesantes. Una novela es todo eso, pero hay algo en la propia literatura, una textura, que es el motivo por el que yo escribo novela, y no artículos de prensa.

P. Dice que que esta novela "es demasiado oscura" incluso para usted. ¿Qué tenía claro antes de empezar la escritura y qué le ha sorprendido? "es demasiado oscura" incluso para usted

R. No recuerdo haber dicho eso, no sé si es especialmente oscura esta novela. Quizás el adjetivo sea mejor "turbia", suelen usarlo para hablar de mis libros. Sabía que me interesaba una caída de la protagonista en un proceso de obsesión. Y el asunto de la expiación y la culpa, que cuando pasa algo, sea grave o no, dé igual porque hay que restablecer un orden que se ha roto en la comunidad. Esas eran unas coordenadas muy abstractas. Pero luego se me va apareciendo lo demás: la casa que se cae, el casero, el truque... Eso es lo que me ha parecido más difícil, y lo que ha hecho que tardara tanto tiempo en terminarlo. En este libro no pasa nada en la superficie, pero pasan muchas cosas debajo. No creo que sea mi novela más oscura, y es bastante realista: lo que está ocurriendo es la perversidad y la naturaleza humana normal, junto con el desconcierto y la necesidad de comprender. Pasa todo al filo.

P. Las distintas formas de violencia que se ven en el libro no son poco frecuentes, ni serían consideradas necesariamente graves. Sin embargo, la atmósfera de la novela es muy violenta. ¿Por qué cree que sucede?

R. Es la mirada, la mirada de la protagonista, que ve las cosas así en el momento en que las vive. Ella, por ejemplo, va a cortarse el pelo y el episodio no es nada fuera de lo normal. Realmente, desde un ojo exterior, se ha cortado el pelo y punto, lo único que ha pasado es que no la han dejado como quería. Que es algo que nos ha pasado a todas. Pero ella mira con sospecha. Y llega a cuestionarse incluso si es su mirada la que está estropeada. Yo le respondo: no, no es su mirada la que está estropeada, lo que pasa es que ese tipo de mirada no queremos tenerla activada todo el tiempo. En las relaciones del día a día, en las relaciones comerciales, hay este tipo de toma y daca, estas negociaciones de poder, y por supuesto esta violencia.

P. ¿Esta historia habría sido la misma de haber estado protagonizada por un hombre, en vez de por una mujer?

R. Evidentemente, no. No he escrito un libro con una orientación de género explícito... aunque creo que no se puede escribir un libro sin una orientación de género hoy. No se pueden intercambiar los géneros, no te puedes imaginar que los roles masculinos sean femeninos y viceversa. Si la casera fuera mujer y el protagonista fuera hombre, ¿tendrían la misma relación? No. Por supuesto que el machismo está ahí, desde el primer momento. Y no hay que forzar la narrativa para que eso salga, eso sale porque está ahí. Hay algo en Nat... Nosotras hemos sido educadas en agradar. Sonreír con esa sonrisa falsa del payaso. Eso es algo muy femenino. Y si un hombre saca los pies del tiesto y se muestra tajante y defiende lo que quiere, está bien, pero si lo hace una mujer, está mal. El personaje de Nat está modelado por ahí: ella siente insatisfacción. En el fondo, no se adapta, cumple el imperativo y es amable y un montón de cosas más, pero no se adapta, no lo acepta. Por eso tiene esa mirada.

P. En un momento dado se produce un intercambio sexual, un personaje acepta tener sexo con otro a cambio de un favor. Es un momento de una cierta ruptura de este personaje, pero también acaba siendo una forma de liberación. ¿Cómo abordar un tema tan complejo y con tanta carga moral?

El desasosiego

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R. Fue lo que más trabajo me costó. Ella reflexiona sobre la naturaleza de lo que hace, y había incluso más partes en las que ella reflexionaba en voz alta que quité. Ella reflexiona por ejemplo sobre lo que dirían los demás si la vieran desde fuera. Porque todos sabemos, y ella también, que ella no acepta el trato porque quiera que le arreglen las tejas, sino que hay un impulso de ruptura de la convención que viene de ella misma. Es una ruptura que ella asume y que se le va de las manos. Entiendo que es un planteamiento complicado. Y digo que a mí me cuesta. Es el remolino que agita la vida de ella. En ese poco tiempo, que ella mide en que no ha gastado siquiera un tubo de pasta de dientes, ha hecho cosas que ella misma creía que jamás haría. Es una especie de... Sí, la novela tiene un componente metafísico, de autoconocimiento de nuestra personalidad. ¿Por qué estamos insatisfechos? Ella huye porque ha cometido un robo de algo que no necesitaba ni quería, y cuando es perdonada no acepta el perdón. No se me ocurre mejor manera de evidenciar un desajuste con el mundo: romper la regla contra la posesión, contra el deseo y contra el perdón. Ella no sabe bien qué ha ido a hacer a ese pueblo, pero está claro que parte de una inadaptación.

P. Nat es traductora y, en el pueblo, está trabajando en una obra. Pero no es capaz de avanzar porque no entiende el libro que tiene que traducir. La incomunicación es quizás el tema más evidente de la novela.

R. La verdad, yo sé que el asunto de la traducción ha acabado tomando peso, porque lo veo en las reseñas que van saliendo, pero para mí en un principio era solo una herramienta. Ella tenía que trabajar, porque si la gente quiere mantenerse normalmente tiene que trabajar, pero tenía que hacerlo en algo que pudiera hacer desde el pueblo. En aquel momento se me ocurrió el asunto de la traducción. Y sí, ella se siente incapaz de traducir el mundo. De alguna manera eso siempre ha estado en mis libros. En Cara de pan, la voz narradora se pregunta por las palabras, por qué me llaman cara de pan, se pregunta. Aquí también: Nat le pone Sieso al perro y luego se pregunta por qué y qué implicaciones tiene eso. Hablando con una traductora, le decía el otro día que mis libros tienen que ser fáciles de traducir, porque tengo una escritura muy... depurada. Y ella me dijo: sí, hasta que te pones a analizar palabras. Supongo que el asunto me interesa más de lo que yo misma creo.

Dice Sara Mesa (Madrid, 1976) que Un amor (Anagrama), su nuevo libro, es una novela "turbia", "ambigua". Es algo que no resultará extraño a quien se hubiera acercado ya a títulos anteriores como Cara de pan (2018) o Cicatriz (2015). Y los lectores de Un amor ya habrán podido comprobarlo: en 185 páginas de una escritura condensada y limpia, la autora sigue a Nat en su huida de la ciudad al campo. Pero el interés de Mesa no está en el mundo rural, ni en la fantasía urbanita de abandonarlo todo para irse al pueblo. Ni está (única o principalmente) en el amor. Está en los acuerdos que tejen una comunidad, en lo que conlleva aceptarlos o rechazarlos, en la violencia soterrada y en el viaje personal que puede hacer una persona cuando está dispuesta a romper con todo. Han comparado Un amor con Dogville, la película de Lars von Trier, o, sin salirnos de lo cinematográfico, con la obra de Haneke. No es una lectura cómoda, y desde luego no quiere serlo. 

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