Con Sergi Bellver por los caminos de Europa

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Fernando Valls

Del silencio

Sergi Bellver

Ediciones del Viento (A Coruña, 2021)

 

Lo que sé de Sergi Bellver es que ha publicado unos pocos libros, aunque solo conozco sus cuentos, de sumo interés, recogidos en Agua dura (2013), que lleva una vida nómada que le ha permitido conocer medio mundo occidental y que cuando los blogs estaban en auge, hace más o menos una década, solía dejar comentarios atinados, con conocimiento de causa, sobre todo a propósito de los nuevos autores del cuento español, algo poco frecuente en ese medio. 

Su nueva obra, Del silencio, me parece una muy buena novela. En ella se ocupa de la historia de Europa durante cuatro décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, entre 1948 y 1969: "Nos ha tocado cruzarnos en este tiempo extraño y en esta Europa rota", le comenta el narrador a Vera haciendo balance de la relación que han mantenido (página 327). Gran parte de la acción transcurre en Budapest y París, pero también nos lleva a Praga, Viena, Berlín, Barcelona, Roma y a un lugar recóndito de Checoslovaquia.

Los dos lemas iniciales marcan la pauta de la narración. Así pues, Kundera piensa que el novelista es "un explorador de la existencia", y nosotros podríamos añadir que también de la Historia, sin ser por ello un historiador; mientras que Mercè Rodoreda dice en La muerte y la primavera que era "como si todas las cosas que no tienen voz quisieran hablarme". Ambos comentarios pueden aplicarse a la novela de Bellver.

Del silencio podría definirse como una novela histórica, política y culturalista, en la que los libros, el arte, el cine y la música adquieren protagonismo, pues forman parte de los intereses del narrador. En ella se ocupa de un pasado cercano, aunque el lector puede tener la impresión —yo, al menos, la he tenido— de que en cierta forma está hablando también del presente. Así, las tropas del Pacto de Varsovia invadiendo otros países; la crítica a la falta de libertad y a la desastrosa economía socialista; el "`socialismo con rostro humano´ que nunca interesó a Occidente y que los soviéticos no estaban dispuestos a tolerar", o los avatares del mayo de 1968. Podría decirse que dichos sucesos se proyectan sobre nuestro conflictivo presente. Pues, tras las protestas del mayo francés, contrapone a los obreros con los intelectuales que "piden asaltar los cielos, pero hacen la revolución desde su asiento" (página 322). En suma, comenta Vera, la amada de Jani, el mundo libre está lleno de mierda e infectado de mentiras (páginas 155, 164, 194, 215, 239, 296, 299 y 322). Pero, además, Bellver se detiene en el drama del exilio, no solo en el que sufre el protagonista u otros húngaros, sus compatriotas, sino también el de un español republicano o el de un amigo argelino (páginas 19, 101 y 144). Y ligado a todo ello, tenía que cobrar protagonismo la memoria (página 179).

El título de la novela quizá sorprenda en una primera impresión, pues podría haber sido el de un ensayo de Pablo D´Ors, pero en el transcurso de la narración adquiere pleno significado, pues debe leerse también como un conjunto de variaciones sobre el omnipresente silencio (páginas 74, 76, 87, 90, 99, 111, 133, 137, 143, 146, 150, 158, 170—174, 177, 179, 183, 207, 209, 228, 264, 316, 323, 329, 334—337 y 343). Diversas reflexiones, pues el relato a veces adopta ese tono, nos sirven de ejemplo. Así, comenta el narrador: "siempre me han interesado más los artistas que saben mirar, reír y escuchar que los que hablan, sentencian y vuelven a hablar sin decir demasiado" (página 135); "si nunca me ha gustado hablar, menos aún hacerlo con frases prestadas" (página 227); "siempre me parecerá mejor no hablar de más, no rellenar el silencio con palabras vanas" (página 227); o, por último: "mi querencia por el silencio es un modo de apartarme del mundo" (página 228).

En cambio, los títulos de los 5 capítulos en que se acomodan las 21 partes que componen el conjunto (el primero, el segundo y el cuarto tienen 5 partes y el resto 3); y todos ellos, capítulos y partes, se refieren a diversos espacios, ciudades, barrios (Óbuda, su barrio en Budapest; Montparnasse; o Malá Strana, el antiguo barrio judío de Praga), una granja en Šumava ("el país del agua", página 263), jardines (el de Luxemburgo, en París), ríos (la novela empieza y acaba en el Sena, con la misma frase: "Nunca me ha gustado hablar", convertida en leit motiv a lo largo de la novela, como hemos visto, páginas 15, 63, 124, 131, 194, 227 y 329), cafés (el Europa, de Viena), plazas (de la Paz, en Praga ) o bosques (Vincennes), en los que transcurre la acción, proporcionándole título a los diferentes apartados.

Esta es una narración en la que los personajes adquieren relevancia, aunque todos giran alrededor de János Baros, Jani o Jószi, el narrador protagonista. Cerrajero como su padre, su complicada existencia va dejándole cicatrices, mutilaciones, no en vano un tanque ruso le tritura la mano derecha, que acaba convertida en un muñón, como Vera acabará con una cojera (páginas 234, 259 y 262). Ya adulto, Jani —cuando en 1948 empieza la acción cuenta 15 ó 16 años— se define como "un dragón herido", "una especie de Quasimodo" (páginas 258 y 259). Por ello, las manos se convierten en otro leit motiv del relato (páginas 252 y 261). Además, adquieren protagonismo en la historia su hermana Agi, su tío Gábor, la señorita Germain, profesora de piano y mentora del narrador, la tía Flóra, Omar, Hamid y el español Barea, estos tres últimos exiliados en París; su amigo Sanyi, médico en la capital húngara, y Ferkó, el amigo estalinista (página 102). Pero quizá la más importante sea Vera, a la que Jani retrata cuando se ha convertido en una mujer madura (página 257), quien "no cree en Marx, ni tampoco en Dios" (página 243). De todos ellos, decía, se cuentan diversos avatares de su vida, la relación que mantuvieron con el protagonista, el peso de las circunstancias de la Historia que tanto les afectan. Cuando la novela concluye, se nos ha contado la muerte de varios de ellos. Así, el tiempo pesa, se indican los años que va cumpliendo Jani, y los acontecimientos históricos o literarios aludidos nos permiten saber en qué momento de la historia nos encontramos, pero también cuáles son los intereses del narrador, que me parece que, en cierta forma, comparte el autor.

Siendo una novela sobre la Historia, la pública y la privada, no escasean tampoco las alusiones a escritores, como Marco Aurelio, Gide, Marai, Henry Miller, M. Yourcenar, Flaubert, Malraux, Céline, Steinbeck, Camus, Pasternak, Hrabal, Buzzati, Kafka, Kundera, Stendhal y Roth, y no los cito a todos. Su tío Gábor le enseñó a Jani que "`los buenos libros son como la buena tierra´ porque `la vida crece en ellos´" (página 73). Tampoco faltan alusiones a las artes, a la música, sea clásica, jazz, rumba o rock, al cine de Bergman, Resnais, Orson Welles, Godard, Buñuel, Dreyer, Truffau, Tarkovski, Fellini y Kubrick, bien sea para alabarlos o denostarlos. Sin embargo, no todo es cultura, pues deportes como el atletismo, el waterpolo y el fútbol, con sus correspondientes ídolos, sean húngaros o argelinos, también ocupan un lugar. En suma, Bellver nos habla del legado de la tradición, de la transmisión de padres a hijos, de maestros a discípulos (página 255). Y al respecto, nos deja esta reflexión que podría entenderse como la actitud del autor ante la literatura: "a menudo un artista se complace de sí mismo tras el éxito, se amanera y pierde su verdad o (...) acaba demasiado pendiente de su vanidad y de la opinión de los demás" (página 282). 

Pero quizá resulta aún más interesante el uso que hace de la écfrasis. Así, se vale del cuadro de Gustave Caillebotte (Los cepilladores de parquet, 1875, Museo D´Orsay), utilizado ya por Rafael Chirbes (en la cubierta de Por cuenta propia. Leer y escribir, Anagrama, 2010), en el que tres hombres acuchillan el parqué del piso de una casa pudiente (se trata de la casa del pintor, quien no pretendía hacer una denuncia social), para llamarnos la atención sobre el obrero con bigote que aparece a la izquierda, pues al narrador le recuerda a su tío Gábor, otro héroe, a quien incluso compara con Hércules, mientras trabajaba con las manos, concentrado, en silencio. Y puesto a ser hiperbólico, comenta que Pau Casals hacía con las suites de Bach lo que esos acuchilladores con el parqué (páginas 28, 29, 37, 54, 87, 125, 144 y 323). Se refiere también una y otra vez a una escultura del Louvre, la diosa sin brazos de la que desconocemos su nombre y autor, pero que compara con otras mujeres con las que se cruza. Y dado que la diosa no lleva prótesis en las manos, Jani, tras una visita al museo, acaba tirando la suya al Sena (páginas 26, 27, 37, 54, 86, 125, 133, 303 y 331).

Del silencio podría leerse como una novela de viajes, de idas y venidas, pues los personajes aspiran, por encima de todo, a vivir en libertad, a alejarse de la opresión de las dictaduras, traspasando fronteras para poder llevar una existencia en paz, sin censuras. Novela, por tanto, en la que no falta ni el antibelicismo, ni tampoco la sensibilidad feminista y ecológica, o el temor ante la amenaza nuclear, hoy renovada (páginas 264—268, 324 y 325). Podría decirse que es una novela con alma, escrita con una sinceridad y verdad que resultan convincentes, y con una contención y pasión como hemos visto en pocas ocasiones en estos últimos años. 

Destacaría asimismo la prosa narrativa, muy cuidada, con el tono más adecuado para lo que quiere contarnos, llena de afortunadas metáforas, y el hecho de que, cuando resulta necesario, se valga de un registro sentencioso. Es una novela, además, sobre la identidad ("ya no sé muy bien a qué lugar pertenezco", ni siquiera "si pertenece a algún lugar") y el destino (página 253); o se muestra consciente de "ese tercer país de soledad y de silencio que he ido armando en torno a mí" (página 51, 59 y 65).

No hace mucho, en un artículo panorámico sobre la novela española actual, me preguntaba qué novelas destacaría, de los nuevos nombres, entre las surgidas en el presente siglo, y citaba las de Eduardo Lago (Llámame Brookling, 2006), Andrés Neuman (El viajero del siglo, 2009), Clara Usón (La hija del este, 2012) y Andrés Ibáñez (Brilla, mar del Edén, 2014). Pues, unos pocos años después, tengo que añadir tres novelas más, recientes: Lectura fácil (2018), de Cristina Morales, Infierno. Purgatorio. Paraíso (2021), de Jordi Ibáñez Fanés, y esta tragicomedia de Sergi Bellver que me ocupa.

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Las siguientes reflexiones, escogidas entre otras muchas, creo que sintetizan, en última instancia, el sentido último de la novela. Así, el narrador comenta que "el hombre es el peor de las bestias cuando huele a sangre o el hueso de un semejante vulnerable" (página 296); o cuando el protagonista se pregunta "cuántos miles de años harán falta para que se agote de una vez la voracidad del ser humano, capaz de hacer pasar todos los bosques del mundo por una zanja o a un camello por el ojo de cualquier aguja con tal de hacerse rico" (página 264), pues lo que en esencia parece querer contarnos es que "los tiempos no están cambiando", con perdón de Bob Dylan, ni entonces, ni ahora, cuando acaba el 2022, "porque vamos todos en el mismo barco de siempre, sólo que más rápido, más aturdidos por el ruido de máquinas y con la bodega aún más llena de mentiras" (página 147).

Pero la novela de Sergi Bellver puede y debe leerse —sigamos con las invitaciones— como una fábula sobre los exiliados, los refugiados del mundo, según se dice en un momento de la narración (página 273), sin perder de vista tampoco el poder que puede tener el arte, desde el momento que logra encender los corazones de los hombres (página 310), y cómo "la belleza todavía es capaz de sanar casi cualquier herida" (página 145). Sin duda necesitaría más espacio, un par de relecturas y una mayor meditación para poder dar cuenta de todo lo esencial que atesora esta gran novela. No dejen de leerla.

Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona y crítico literario.

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