Una sociedad cómplice ante la pederastia

Antes de comenzar nuestro análisis hemos de señalar que casi todas las reseñas de El consentimiento de Vanessa Springora (Lumen), tanto las aparecidas en Francia como en nuestro país, por encima de su valor literario han resaltado el carácter de necesaria denuncia de la pederastia que sustenta su columna vertebral, pues, como muchos lectores y lectoras ya sabrán, Springora relata en este episodio autobiográfico la relación que mantuvo con Gabriel Matzneff, un afamado escritor francés cuyas novelas exaltan el amor entre adultos con niños y adolescentes. Matzneff conoce a Springora cuando ella tiene catorce años, la corteja y mantiene con ella una relación sexual consentida durante tres años más, con el beneplácito de la madre de la joven, la indiferencia del padre y la complicidad de toda la sociedad culta que rodeaba a ambos (incluido un discutible episodio donde Cioran, a quien la niña acude para que la ayude a separarse de Matzneff al cabo de un tiempo, la insta a mantener ese “amor” necesario para los creadores; un amor como el que al parecer le profesa a él su propia esposa, que asiste silente a la escena). Su título, El consentimiento, pone el dedo en la llaga: ¿puede hablarse de consentimiento cuando se trata de relaciones entre una menor y un hombre adulto, aunque la menor acepte voluntariamente la relación?

No es este el primer libro que denuncia la laxitud moral respecto a la pederastia de la intelligentsia francesa. En 1993, Bianca Lamblin publicó Mémoires d'une jeune fille dérangée, donde confesaba que a los dieciséis años, cuando era estudiante en el Lycée Molière, fue seducida por su profesora Simone de Beauvoir, que entonces tenía unos treinta, pasando posteriormente a ser su amante, y luego también de Sartre. En la correspondencia entre este y Beauvoir, Lettres au Castor y Lettres à Sartre, el desprecio con el que la pareja de filósofos se refiere a la joven, cuya identidad apenas se oculta bajo el seudónimo de Louise Védrine o con su nombre de soltera, impulsó la respuesta y el testimonio de Bianca años después.

No es la primera vez, decía, que una menor seducida responde a los adultos que abusaron de su confianza, pero en esta ocasión la venganza de Springora se produce cuando los dos protagonistas están vivos, por lo que la polémica está servida.

El ruido mediático que el libro ha levantado en Francia, mucho menos en España, ha puesto la atención sobre su contenido, perfecto para interrogar los cambios de la mentalidad social respecto a la pederastia a los que hemos asistido en los últimos cuarenta años. Años en los que la censura contra el turismo sexual, el matrimonio infantil o el abuso y el acoso, se ha hecho cada vez más firme. La denuncia del poder que encubre una relación supuestamente consentida, y de la indiferencia de la sociedad que conoce esta relación es una loable función de la obra que, sin embargo, nada tiene que ver con su valor literario, sino con aspectos sociopolíticos ligados a su temática y a su recepción.

Pero entonces eran otros tiempos. Cuando Springora tenía trece o catorce años, es decir, a mediados de los ochenta, la desfachatez con la que Matzneff confesaba en sus novelas sus gustos pedófilos se acompañaba del beneplácito y la complicidad de los cultos franceses, incluido Bernard Pivot, en cuyo famoso programa, Apostrophes, entrevistó en 1990 al pedófilo entre risas cómplices; solo la escritora canadiense Denisse Bombardier se atrevió a censurarlo abiertamente (un fragmento del programa puede verse en Youtube).

Entonces, la complacencia con la pederastia, amparada bajo el paraguas de una libertad sexual que justificaba cualquier desmesura, era tal que hasta la madre de Springora pasó por alto la enorme asimetría entre su hija púber y el Matzneff cincuentón, seducida ella también por el glamour del famoso escritor. Una posición que la Vanessa muestra en su libro con una neutralidad que deja de lado cualquier análisis, si bien esa misma neutralidad nos ayuda, tal vez, a comprender la indefensión de la joven.

A veces mi madre lo invita a cenar a nuestra pequeña buhardilla. Sentados a la mesa, alrededor de una pierna de cordero con judías verdes, casi parecemos una bonita familia, papá y mamá por fin juntos, conmigo en medio, radiante, la santa trinidad, unidos de nuevo.Por chocante y aberrante que pueda parecer esta idea, quizá G. también sea para mi madre, de forma inconsciente, el sustituto del padre ideal, el padre que no ha podido ofrecerme.Además, esta situación extravagante no le desagrada del todo. Incluso tiene algo de gratificante. En nuestro entorno bohemio de artistas e intelectuales, las discrepancias con la moral se asumen con tolerancia, incluso con cierta admiración. Y G. es un escritor famoso, lo que al fin y al cabo resulta bastante halagador (pag. 58).

 

La larga cita merece la pena, pues resume la totalidad de la historia. La vida de Springora, al menos lo aquí narrado, parece sacada de un libro de psicología del abuso sexual: un padre ausente, una madre que recibe a los amantes en la casa que comparte con su hija, tras la separación, estimulando precozmente la curiosidad sexual y el pasaje al acto de una niña ansiosa de reconocimiento, que busca una mirada que la singularice; una niña que confunde al depredador sexual con el enamorado que él pretende ser, ya que, durante el breve periodo de seducción que precede a la conquista definitiva el escritor se presenta ante ella ahíto de amor. Matzneff aprovecha su experiencia sexual para verterla en sus novelas, lo mismo que ya ha hecho con sus conquistas anteriores; y es cuando Springora las lee cuando cae en la cuenta de que no es la única, sino una más entre la serie de amantes-niñas del escritor, e inicia su separación. La convicción que ejercía este seductor, cuyas tendencias sexuales eran sobradamente conocidas por el mundo cultural francés, debió de ser mucha, insistimos, pues, cuando Springora le comunica a su madre que lo ha dejado, ella le contesta,

… con expresión triste: “Pobrecillo. ¿Estás segura? ¡Te adora!” (pag. 140).

 

Patinando sobre hielo fino

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Hasta aquí la historia. La autora narra los hechos sin apenas profundizar en ellos, podríamos decir que sin perfilar los personajes, que se convierten así en esbozos. Sus propias emociones quedan ocultas, como si ni siquiera la mujer adulta que hoy escribe pudiera dar cuenta de ellas, de la compleja mezcla de sentimientos que animaron su consentimiento, subrayando repetidamente el otro, el consentimiento social, con elocuentes ejemplos como la denuncia anónima contra Matzneff y la aquiescencia de la policía; el encuentro con su padre, que se enfurece primero ante la noticia de la relación de su hija, para olvidarla inmediatamente después; o la frustrada demanda de ayuda que Springora dirige a Cioran. El resultado de estos episodios interesa al lector por tratarse de un libro autobiográfico y por el carácter de personajes públicos de sus protagonistas, es decir, en tanto testimonio. En cuanto a su valor literario, por supuesto a juicio de quien escribe esta reseña, ni el estilo, sencillo y ameno, casi didáctico a veces, más periodístico y propio de una crónica que animado por alguna ambición estética; ni la agudeza de las observaciones que se vierten, justifican el éxito de la novela, que se nutre de la indudable curiosidad que nos motiva la vida sexual de los otros; curiosidad que anima al lector a llegar hasta el final para complacer al perverso e inofensivo voyeur que todos llevamos dentro, que agradece, además, que el texto no llegue a las doscientas páginas, distribuidas en capítulos cortos y en letra de generoso tamaño.

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Lola López Mondéjar es psicoanalista y escritora. Su último libro es Qué mundo tan maravilloso (Páginas de Espuma, 2018).

Antes de comenzar nuestro análisis hemos de señalar que casi todas las reseñas de El consentimiento de Vanessa Springora (Lumen), tanto las aparecidas en Francia como en nuestro país, por encima de su valor literario han resaltado el carácter de necesaria denuncia de la pederastia que sustenta su columna vertebral, pues, como muchos lectores y lectoras ya sabrán, Springora relata en este episodio autobiográfico la relación que mantuvo con Gabriel Matzneff, un afamado escritor francés cuyas novelas exaltan el amor entre adultos con niños y adolescentes. Matzneff conoce a Springora cuando ella tiene catorce años, la corteja y mantiene con ella una relación sexual consentida durante tres años más, con el beneplácito de la madre de la joven, la indiferencia del padre y la complicidad de toda la sociedad culta que rodeaba a ambos (incluido un discutible episodio donde Cioran, a quien la niña acude para que la ayude a separarse de Matzneff al cabo de un tiempo, la insta a mantener ese “amor” necesario para los creadores; un amor como el que al parecer le profesa a él su propia esposa, que asiste silente a la escena). Su título, El consentimiento, pone el dedo en la llaga: ¿puede hablarse de consentimiento cuando se trata de relaciones entre una menor y un hombre adulto, aunque la menor acepte voluntariamente la relación?

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