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'Últimos testigos', de Alexiévich

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Últimos testigos

Svetlana Alexiévich

Traducción de Yulia Dobrovolskaia y Zahara García González

Debate

Barcelona

2016

Durante la Segunda Guerra Mundial murieron casi 13 millones de niños: en bombardeos, de hambre, asesinados, quemados, de frío o miedo. Muchos otros se quedaron solos: sin padres, parientes, hermanos ni siquiera una casa en la que refugiarse, ya que los nazis reducían a ceniza todos las poblaciones por las que pasaban. Se enfrentaron a la dura posguerra con una madurez sobrevenida cuando todavía no les habían caído los dientes de leche. Sólo en Bielorrusia unos 26.900 niños fueron repartidos en numerosos orfanatos. “¿Un niño que haya sufrido los horrores de la guerra sigue siendo un niño? ¿Quién les devuelve su infancia?”, se preguntaba la Premio Nobel de Literatura de 2015 en el prólogo de la edición en inglés de Últimos testigos. La versión en castellano de este libro que publicaba hace unos meses la editorial Debate no incluye este prólogo, pero sí una idea de Dostoievski que resume la intención de Svetlana Alexiévich: ninguna revolución justifica las lágrimas de un niño inocente. La otra moraleja del relato tiene que ver con la no repetición: no hay mejor alegato pacifista que los espeluznantes recuerdos de aquellos niños sin infancia. “Ya he cumplido 51 años, tengo mis propios hijos, y, sin embargo, todavía sigo queriendo que venga mamá”, clama una de las entrevistadas.

Como es habitual en su literatura, Alexiévich utiliza las voces de sus decenas de entrevistados para componer un relato coral. Hurga en las heridas enquistadas de la antigua Unión Soviética sin pretensión historiográfica, pero con el deseo de que las emociones traspasen la época y el lugar en la que ocurrieron. En La guerra no tiene rostro de mujer (Debate) recopiló la biografía de las mujeres combatientes en el Ejército soviético durante la Segunda Guerra Mundial; en Los muchachos de zinc (también Debate) abordó la guerra de Afganistán a partir de los soldados que volvían muertos en ataúdes de elaborados con este material; en El fin del Homo Sovieticus (Acantilado) le tocó el turno a las ilusiones rotas tras el desplome de la Rusia socialista; y en Voces de Chernóbil (Debolsillo) entrevistó a 500 testigos de aquella catástrofe nuclear. Últimos testigos era el último libro publicado por la periodista bielorrusa que quedaba por traducir al castellano. Cada uno de sus proyectos requiere entre cinco y 10 años de trabajo: son horas, o incluso días, de conversación con los entrevistados hasta dar con el recuerdo más elocuente. Hace preguntas a las que muchas personas se enfrentan por primera vez.

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Este volumen podría entenderse como el complementario a La guerra no tiene rostro de mujer. Por la época que aborda, ya que en él recoge el testimonio de un centenar de hombres y mujeres que no superaban los 11 años cuando las tropas de Hitler pisaron suelo soviético. Y por la coincidencia de anécdotas espantosas. “En esos dos días todo el pelo se le volvió blanco. (…) Yo acariciaba el pelo de mamá. Tenía miedo. Temía que mamá también se volviera toda blanca”. Algunos de los entrevistados en Últimos testigos son también los hijos de las guerrilleras, que se quedaron en la retaguardia, donde las mujeres también se encargaron de que la economía soviética siguiera funcionando. No obstante, ambos libros difieren en determinados aspectos formales. En el caso de La guerra no tiene rostro de mujer, los relatos se articulaban en orden cronológico. No así en Últimos testigos, quizás porque muchos de los niños, sobre todo los más pequeños, apenas tienen un recuerdo aislado. Y en este último, se echa en falta un prólogo en el que se contextualice la obra.

Tampoco hay referencias geográficas, más allá de las que incluyen los testimonios, lo que refuerza la vocación universal del libro. Son recuerdos de la Segunda Guerra Mundial, un mural sentimental y colectivo de un determinado trauma, pero en todas las contiendas siempre hay niños que padecen los mismos sufrimientos: la desorientación, el miedo, la espantosa soledad de un huérfano en medio del horror. Es el gran valor del trabajo de Alexiévich: nos habla de emociones. “En vez de infancia, tengo la guerra”, cuenta Vasia Jarevski. Tenía cuatro años cuando los nazis llegaron a su pueblo.

*Saila Marcos es periodista de Saila Marcos infoLibre y tintaLibre.

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