Cuando siempre era veranoMiguel Pasquau LiañoEdiciones Miguel Sánchez Granada2015
No estamos muertos, pero casi… Como hormigas o abejas, ajetreadas y empeñadas en las tareas diversas para la mera supervivencia de la colmena, ahí andamos, aunque ni siquiera hemos conseguido defendernos eficazmente de plagas y depredadores. Pero como seres humanos, y ya nos vale que haya que recordar que lo somos, resultamos un auténtico desastre. Constantemente, y casi diría que con denuedo digno de mejor causa, frustramos, malgastamos y arruinamos una tras otra las oportunidades de superar el estadio meramente vegetativo por el que habitualmente deambulamos, para poder alcanzar el de persona, primera persona, que estamos llamados a ser… Sabemos a ciencia cierta que venimos al mundo equipados de serie con capacidades, competencias, facultades, talentos y cualidades a las que raramente concedemos una oportunidad. Algo realmente absurdo, y paradójico, y contradictorio; porque cuando lo hacemos, alcanzamos emociones y sentimientos, y hasta una cierta clase de felicidad, en fin, en la que nos gustaría permanecer.
Algunas películas, algunas músicas, algunos cuadros, algunas novelas, tienen la virtud de ser algo más que eso, que películas, o músicas, o cuadros, o novelas, y hacen las veces de brisa que reanima o aviva cenizas todavía humeantes de aquel fuego original. Me ocurrió, por ejemplo, mientras veía la película El Sur, y en particular durante la secuencia en la que el padre y la niña vestida de primera comunión bailan una emocionante versión del pasodoble En el mundo interpretada con un acordeón. No sé si podría darles razones claras del por qué después de años y años no amaina mi interés por desentrañar hasta la última pincelada del retrato que Jan Van Eyck pintó de Giovanni de Arrigo Arnolfini y de su esposa, Jeanne o Giovanna Cenami, Los Arnolfini, que le dicen. Y aquellos de ustedes que adoren la música entenderán cómo escuchando según qué temas, melodías, orquestaciones y silencios haya llegado a la certeza de que, simplemente, no tienen origen humano.
El caso es que, salvo la condición de profesores en la Universidad, nada en la peripecia vital o sentimental de Juan Zaldaña, el protagonista de Cuando siempre era verano, me resulta próximo o familiar. Ni siquiera su fascinación por la actriz Irene Jacob, fascinación que, por cierto, el personaje comparte con el autor. A mí, más de un decenio mayor que ambos, Irene Jacob me recuerda, bien que vagamente, a Ingrid Bergman y, más aún, a la hija de ésta, Isabella Rossellini.
Y sin embargo, en cuestión de páginas, lector y lectura nos fusionamos casi mágicamente, diría yo, y así me vi convertido en acompañante, testigo, y confidente, si cabe, de ese Juan que se deja alcanzar por su pasado y desgrana los recuerdos de cuando siempre era verano, del tiempo en que al rompecabezas de la felicidad no le faltaba aún ninguna pieza. He ido más lejos aún: durante la lectura he llegado a suplantar a Juan, a desplazarlo con delicadeza a un lado para así ser yo el que viviera, allí, realmente presente, las emociones que él decía sentir. Me ha ocurrido, por ejemplo y con toda certeza, en un capítulo que Miguel titula “La eternidad a mediodía” y que comienza así.
“Si la eternidad fuerse algo más que una ficción o un anhelo, si fuese algo más que una hipótesis, entonces habría de parecerse a la plaza central de Pinos de Duero a la hora de comer, un día de primeros de agosto y de finales de los sesenta en que tía María Jacinta me mandó ir a comprar un litro de aceite que le hacía falta para aliñar la ensalada y, de camino, una docena de huevos y un kilo de azúcar”.
En ese preciso instante, ya era yo el que salía por la puerta noble de la casona, la que daba directamente a la plaza desolada, sin árboles, ni estatuas, ni jardines, bañada por un sol que caía vertical y a plomo, y que no permitía la tregua de una mínima sombra. Y ya era yo el que compraba en la tienda de Encarnación, y el que, a la vuelta, se detenía una eternidad, unos pocos segundos, frente a la casa y dejaba que los recuerdos del futuro le conmovieran hasta la ternura, la nostalgia o la pena. ¿El motivo, la causa, el móvil del referido encantamiento y de otros muchos? Indudablemente, la mirada y el lenguaje de Miguel.
La mirada de Miguel es un don. Se tiene o no se tiene: no se adquiere, ni se aprende. No es fácil de explicar, pero digamos que la mirada de Miguel trasciende siempre la apariencia con la que las cosas se presentan y nos engañan. Es, también, una mirada tierna, comprensiva y, a veces un tanto inocente; bien que yo creo que premeditadamente inocente. En cuanto al lenguaje, y con ello me refiero también al estilo, el del Miguel escritor es rico, bello, sereno, pausado –que no lento–, y musical. Es un lenguaje muy influido –qué cosas se me ocurren–, muy influido, digo, por su Úbeda natal. Sí, a mí me parece que si Úbeda deja huella en el visitante ocasional, que la deja, qué no hará con quienes la habitan.
En fin, casi que mejor lo dejo. Más que por el tiempo consumido, porque no me está gustando un pelo lo que empiezan a pensar de mí, de estos mis extravíos... A veces pasan cosas leyendo una novela. Y por cierto, que a estas alturas creo que todavía no he dicho que Cuando siempre era verano es, me parece, una magnífica novela, primorosamente editada.
*Andrés Sopeña Monsalve es profesor de Derecho y escritor. Andrés Sopeña Monsalve
Cuando siempre era veranoMiguel Pasquau LiañoEdiciones Miguel Sánchez Granada2015