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'Que viene el lobo', de Itziar Mínguez Arnáiz

Juan Carlos Sierra

Que viene el loboItziar Mínguez ArnáizQue viene el lobo

La Isla de SiltoláSevilla2016

Para la mayoría, los cuarenta es un momento de la vida propicio a la reflexión existencial. Si además uno es poeta, se espera que refleje esta inquietud en un libro generacional, un poema que ajuste algunas cuentas —incluso consigo mismo— o un poemario definitivamente maduro. En cuanto al título, el juego de significados que contiene la palabra cuarentena es suficiente para muchos escritores. Así, y tirando de memoria a bote pronto, el magnífico poema de Luis García Montero que encabeza su libro de 2003 La intimidad de la serpiente, el último poemario de Braulio Ortiz Poole publicado por La Bella Varsovia el año pasado, también enorme, y una variante con preposición –En cuarentena de Siracusa Bravo Guerrero (Maclein y Parker, 2016). Sin embargo, Itziar Mínguez Arnáiz (Baracaldo, 1972) ha elegido para su cuarentena una advertencia, Que viene el loboQue viene el lobo, un título diferente para acercar al lector a este umbral de la existencia que, con un poco de suerte, marca el ecuador de una vida, un momento propicio para sentarse a mirar el camino recorrido y el que queda por hacer.

El último poemario de la autora vasca, que mereció el I Premio de Poesía Nicanor Parra, contempla el estado de la vida a los cuarenta desde una pretendida indiferencia, anunciada en la cita de Anna Karénina que abre el libro. Si digo pretendida es porque entiendo que el mero hecho de llevar a término un proyecto poético como este ya demuestra la imposibilidad de dicha postura. No obstante, sí se aprecia un esfuerzo saludable por no caer en el patetismo, en los excesos de la elegía o en el pesimismo radical e irreductible. Más que de indiferencia, quizá habría que hablar de equilibrio, de sentido mesurado de la realidad, de desmitificación del pasado, del presente y del futuro. Se trata de una actitud coherente con la perspectiva desde la que se escribe, esos cuarenta años desde los que quizá resulte más fácil poner cada cosa en su sitio, desde donde se valora ajustadamente, al menos en el caso de Itziar Mínguez Arnáiz, la vida vivida y la que queda por vivir. Es como si la sombra del poema de Jaime Gil de Biedma "No volveré a ser joven", su toma de conciencia, su aterrizaje desde las ingenuidades juveniles –"Ley de la gravedad" (pág. 30)—, se alargara y se ampliara en los versos de Que viene el lobo.

Sin embargo, esa proyección va más allá del “envejecer, morir,/ son los únicos argumentos de la obra” con que cerraba Gil de Biedma su poema. Sí se encuentra esta conciencia de finitud desde el primer poema hasta el último, el que le da título al libro; es más, de alguna manera la constatación de la muerte, representada en la figura de la abuela que contaba cuentos en los que el lobo se comía a las caperucitas, a los cerditos y que finalmente acabará con la narradora, funciona como marco del libro, como gran descubrimiento de los cuarenta, como caída del caballo en el camino a Damasco. Mientras se es niño, a pesar de las advertencias que guardaban los cuentos, uno no acaba de creer del todo en los lobos; cuando se llega a los cuarenta, parece decirnos Itziar Mínguez, no solo sientes acechándote su aliento, sino que a veces compruebas demasiado cerca la crueldad de sus dentelladas.

No obstante, el poemario proyecta luz sobre el presente y el pasado; una luz clara, pero no deslumbrante, porque en la paleta de Itziar Mínguez predominan los claroscuros, los contrastes, como en la vida misma. Los momentos de dicha a partir de las menudencias cotidianas, probablemente aprendidos con la edad, como puede comprobarse, por ejemplo, en el poema "Resurrección" (pág. 37), se mezclan con los miedos, las inseguridades, los desengaños o el vacío propios de quien contempla serenamente y con cierta distancia, a veces irónica, la vida en la cuarentena. Todo este entramado temático se articula en Que viene el lobo a partir del diálogo entre el pasado y el presente, a través de la conversación entre la niñez y la edad adulta, entre las pasadas certidumbres y las perplejidades de un tiempo al que se le suponían más verdades y menos zozobra –"Tiza" (pág. 51), por ejemplo—. Porque crecer significa fundamentalmente cuestionar, dudar, pisar suelo movedizo.

Este movimiento pendular de contrarios que busca un equilibrio se aprecia, asimismo, en la estrategia de composición de muchos de los poemas del poemario que reseñamos —y de paso cohesiona a la perfección contenido y continente, fondo y forma—. Un análisis algo pormenorizado de muchas de las composiciones de Que viene el lobo constata una táctica binaria, un diálogo entre elementos contrapuestos que actúan conflictivamente para desembocar mayoritariamente en una conclusión sorprendente, inesperada, paradójica… Para explicar todo esto, Itziar Mínguez se sirve de lo que podríamos llamar una poética de descarga: poemas breves en su mayoría, directos, cortantes como hojas de afeitar, sin concesiones, sin florituras líricas —en el peor sentido de la expresión—, con finales cerrados, redondos y definitivos que dejan sin aliento al lector o sin alternativa, pero nunca indiferente. Una suerte de realismo seco, que no sucio. Unas maneras poéticas que recuerdan a Karmelo C. Iribarren, al que, por cierto, está dedicado el poema "Radiografía del miedo" (pág. 45).

Este linaje poético no desmerece, sin embargo, la labor de la autora, que imprime en sus versos una voz propia y reconocible. No se trata, pues, de un simple epígono, sino de una poeta que ha sabido trazar su camino hasta llegar a los cuarenta con un aviso a caminantes –cuarentones o no—, con un libro personal, generacional y maduro.

*Juan Carlos Sierra es profesor de Literatura. Juan Carlos Sierra

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