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Wolfe, de la vasta América a la enferma Europa

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Ya está. Por fin. Tras las vicisitudes de la pandemia, que ha retrasado su publicación, aparece en la editorial Páginas de Espuma un tomo con la narrativa breve del escritor norteamericano Thomas Wolfe. Cincuenta y ocho textos, sin atreverme a definir si algunos de ellos son novelas cortas o cuentos largos, ordenados cronológicamente, y que recoge historias ya conocidas del autor, como Tan lejos, tan cerca, o Chickamauga, y otros cuentos desconocidos en nuestro panorama. Un libro que nos acerca a la América del primer tercio del siglo XX de alguien que nació justo con el siglo, en 1900, y murió en 1938. Representa y ofrece la creación del mito de América, tal y como nos ha llegado. En él están casi todos los elementos. Wolfe procedía de un pueblo pequeño que abandonó para ir a la ciudad y ampliar horizontes. Su padre era marmolista y su madre se dedicaba a alquilar habitaciones. A los 16 años abandonó el hogar materno para estudiar y en 1920 entró en Harvard para formarse como autor teatral, aunque se convenció de que su estilo iba más con la narrativa. Viajará a Europa, llegando a vivir en nuestro continente hasta ocho años seguidos, contrastará las dos realidades y culturas y lo plasmará en su narrativa. En 1936, visitando Alemania y viendo el auge del nazismo, decide volver a su país y los dos últimos años los dedicará a viajar por el Oeste visitando sus 11 parques nacionales. Murió de tuberculosis poco antes de cumplir 38 años. William Faulkner afirmaba: "De mis contemporáneos pondría a Wolfe como el primero, a mí el segundo, después Dos Passos, Caldwell y Hemingway".

Los cuentos están traducidos por Amelia Pérez Villar. Ella misma explica, en la introducción del libro, cómo abordó este trabajo:

Cuando se traduce la obra de un autor de culto, un clásico que ya se ha convertido en patrimonio de la humanidad lectora, la presión es grande y todas las herramientas son pocas. Uno se pone a ello con todas las estrategias que conoce, a sabiendas de que muchas no le servirán y tendrá que desarrollar otras. Tras pasar esa primera fase introductoria de catas, lectura de algún relato suelto escogido al azar, búsqueda de información sobre el autor, su vida y obra, influencias y estilo, decidí regresar al principio y hacer caso a Dickey y a esa frase de su prólogo; dejar de lado lo poco que había aprendido y traducir a Wolfe como si no hubiera leído nada de él, ligera de equipaje e inasequible a toda influencia, sesgo o prejuicio.

 

También explicó, en la rueda de prensa virtual que se realizó con la salida del libro, que son cuentos bastante autobiográficos, cuyo autor es capaz de realizar con ello, ya en aquel momento, lo que ahora llamamos autoficción, donde ofrece un punto de vista como espectador, pero también como juez.

Son unos cuentos llenos de olores, ruidos y descripciones, con unos personajes a los que sitúa en ambientes, casas, cortando leña, jugando al fútbol, negros tan negros "como el as de picas" (El niño y el tigre); lugares por donde pasa el ferrocarril (Tan lejos, tan cerca) o que nos dejan entrever la crueldad que puede suponer el descubrimiento de la naturaleza humana; la fascinación y decepción que producen las grandes ciudades, o el ascenso del fascismo en la Alemania de los años treinta. Todo un compendio de cómo, a través de una experiencia vital y particular, se puede plasmar el mundo.

Todos los días, durante más de veinte años, cuando el tren ya había llegado a la altura de la casa y el maquinista ya había hecho sonar el silbato, en el porche trasero de la casa aparecía una mujer al oír la señal y le saludaba. Al principio llevaba a una niña pequeña agarrada a sus faldas, pero a lo largo de los años la niña fue creciendo y se convirtió en toda una mujer que seguía saliendo, todos los días, al porche a saludar junto a su madre. [Tan lejos, tan cerca].

 

Y así nos cuenta tres vidas monótonas, la del maquinista y las dos mujeres, de su encuentro fallido y de la importancia de esos raíles metálicos que surcan la tierra y acercan ciudades o pueblos, pero solo en apariencia, porque en la cercanía se alejan.

En el cuento El niño y el tigre, uno con todos los elementos de la América de entonces —también de ahora— aunados para contar una historia, nos deja ver la iniciación a la vida adulta de unos críos en solo una noche, a la caza de un hombre negro, observando las reacciones de la turbamulta:

Mientras íbamos tras él seguíamos oyendo, cada vez más cerca, cada vez más fuerte, creciendo más cada vez, uno de los gritos más salvajes y aterradores que conoce la noche. Era el aullido de los perros cuando suben de Negrotown atados con la correa. Un aullido profundo, a garganta llena, que contiene toda la crueldad de la sangre, toda la crueldad de la maldición culposa de un hombre.

 

Thomas Wolfe vivió también el cambio que se fue produciendo en Alemania en diez años, a lo largo de sucesivas visitas. En Oktoberfest, basado en una experiencia personal de uno de sus viajes, hace la siguiente descripción:

Al contemplarlos sentía que no había nada sobre la faz de la tierra que pudiera hacerlos frente, aunque eran capaces de aplastar cualquier cosa que se opusiera a ellos. Entendí entonces por qué otras naciones los temían y fui, yo también, presa de un temor súbito y espantoso que me heló el corazón. Me sentía como si hubiera soñado y me hubiera despertado en el seno de un bosque bárbaro, y al hacerlo me hubiese encontrado con un círculo de rostros bárbaros y salvajes que se cernía sobre mí: todos rubios, con trenzas y bigotes rubios, inclinados sobre mí... Y pensé, casi con cálido afecto, en las caras extrañas de los franceses, su cinismo y falta de honestidad, sus voces rápidas y excitadas, sus costumbres insignificantes, su vida a pequeña escala. Incluso sus adulterios ligeros y triviales me parecían amigables y conocidos, encantadores, llenos de gracia, como un juego. O en los obstinados ingleses con sus pipas, sus pubs, su cerveza amarga, su niebla, su llovizna, sus mujeres con voces de relincho y largos dientes de caballo. Y todas aquellas cosas me resultaron increíblemente cálidas, cercanas y familiares. Y deseé estar entre ellos.

 

Permítanme que me acerque al último texto del libro, más bien una narración, La carta española. Pese al título, nunca estuvo en España, habla más de Alemania, de su última visita al país en la que describe lo que se encuentra:

Aquel era el retrato de un gran pueblo que tenía enfermo el espíritu y herido el cuerpo, un pueblo envenenado por un mal omnipresente, presionado por una obsesión constante e infame, que había sido silenciado y vivía sumido en un secretismo asfixiante y malicioso hasta que su espíritu quedó literalmente ahogado en sus propios silencios y comenzó a morir al extenderse su propio veneno, para el que no había cura ni antídoto.

 

Su asombro mayor por lo que está sucediendo lo contrasta con la visión que él tenía de una Alemania anterior:

Si me atengo a lo cultural, creo poder afirmar que los alemanes han sido, desde el siglo XVIII en adelante, los primeros ciudadanos de Europa. Ya en Goethe se hizo articulada, y ello en modo sublime, la expresión de un mundo espiritual que no conocía razas ni fronteras, color ni religión, que se regocijaba con la herencia de toda la humanidad y no buscaba ni el dominio ni la conquista de ese patrimonio... un examen atento del contenido de cualquier librería alemana o del escaparate de un librero en 1926 revelaba una amplitud de miras y un interés en la producción cultural del mundo entero que habrían hecho palidecer a los contenidos de cualquier librería francesa...

 

Al escribir esto tengo la duda de que sea una reseña sesgada, porque lo que mejor refleja Wolfe es la América que él conoció, pero me ha llamado la atención esa visión de Alemania y Europa, por las veces que nos hemos preguntado cómo pudo surgir el nazismo en un país tan culto, sin encontrar respuesta a ello.

Viajar a través de las páginas de este libro supone acompañar al autor y lo que vivió hasta identificarte con él, envidiar su forma de escribir y de contar magníficas historias, como las ya mencionadas, o como No hay puerta, o El invierno de nuestro descontento.

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Perdonen que no me extienda más, sigo leyendo, aún no he terminado las casi mil páginas de este volumen. Y ya saben, se puede encontrar en las librerías. Todo un clásico que merece la pena comprar para volver una y otra vez a él, ahora que viene este verano tan especial que nos espera.

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Carmen Peire es escritora. Su último libro es Cuestión de tiempo (Menoscuarto, 2017).

Ya está. Por fin. Tras las vicisitudes de la pandemia, que ha retrasado su publicación, aparece en la editorial Páginas de Espuma un tomo con la narrativa breve del escritor norteamericano Thomas Wolfe. Cincuenta y ocho textos, sin atreverme a definir si algunos de ellos son novelas cortas o cuentos largos, ordenados cronológicamente, y que recoge historias ya conocidas del autor, como Tan lejos, tan cerca, o Chickamauga, y otros cuentos desconocidos en nuestro panorama. Un libro que nos acerca a la América del primer tercio del siglo XX de alguien que nació justo con el siglo, en 1900, y murió en 1938. Representa y ofrece la creación del mito de América, tal y como nos ha llegado. En él están casi todos los elementos. Wolfe procedía de un pueblo pequeño que abandonó para ir a la ciudad y ampliar horizontes. Su padre era marmolista y su madre se dedicaba a alquilar habitaciones. A los 16 años abandonó el hogar materno para estudiar y en 1920 entró en Harvard para formarse como autor teatral, aunque se convenció de que su estilo iba más con la narrativa. Viajará a Europa, llegando a vivir en nuestro continente hasta ocho años seguidos, contrastará las dos realidades y culturas y lo plasmará en su narrativa. En 1936, visitando Alemania y viendo el auge del nazismo, decide volver a su país y los dos últimos años los dedicará a viajar por el Oeste visitando sus 11 parques nacionales. Murió de tuberculosis poco antes de cumplir 38 años. William Faulkner afirmaba: "De mis contemporáneos pondría a Wolfe como el primero, a mí el segundo, después Dos Passos, Caldwell y Hemingway".

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