Marina Garcés: "Las burbujas inmobiliarias son violencia inmobiliaria"

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La ciudad de Marina Garcés es Barcelona. No solo porque la filósofa naciera allí en 1973 o porque allí viva algo más de la mitad de su tiempo, que comparte con Zaragoza, donde trabaja entre la universidad y los hoteles. No solo porque esa sea la ciudad de sus hijos, la ciudad de sus afectos. Y no solo porque sea el espacio de sus recuerdos, el que ve cuando recuerda su infancia, cuando se avergüenza un poco, como todos, de su adolescencia. Barcelona es la ciudad de Marina Garcés también porque en ella ha luchado. La ciudad en la que nació "por segunda vez", el 28 de octubre de 1996, en el desalojo del Cine Princesa, que llevaba siete meses okupado y en el que ella no había puesto un pie. "Pero esa tarde", escribe, "estuve allí". De esa experiencia de compromiso político que empezó hace 20 años da cuenta ahora en Ciudad Princesa (Galaxia Gutenberg), su nuevo ensayo. 

En los tres últimos años, Garcés ha publicado Filosofía inacabada (2015), Fuera de clase (2016) y Nueva ilustración radical (2017). Mientras, y casi en secreto —"Para ser libre de no tenerlo que terminar, de fracasar con él"—, pensaba sobre esa Ciudad Princesa de su buena memoria. Quiso el azar que el año pasado el Ayuntamiento le propusiera leer el pregón de las fiestas de la Mercè, y aquel texto en el que hablaba de su ciudad soñada y su ciudad real se ha convertido en un perfecto epílogo para el volumen. Pero no era ese el origen. "Tenía un sentimiento fuerte de estar en un momento de impasse políticoimpasse , de movimientos muy rápidos en las coordenadas de lo que reconocíamos como la geografía de la politización y del encuentro", explica por teléfono a punto de salir corriendo hacia una clase. En el escenario post 15-M, con su apuesta última por la política institucional, la filósofa necesitaba "buscar orientación, referentes, saber qué habíamos vivido". No descarta que este echar la vista atrás tenga algo que ver con que "biográficamente" se encuentre "a mitad de la vida". 

El lazo entre ambas facetas, vida y política, que con frecuencia parecen separadas por un abismo, es una de las claves del libro —y de toda su obra, en realidad—. Este resulta ser algo parecido a unas memorias políticas, donde político quiere decir común. "La política no es algo que se hace solo, de puertas afuera, en las instituciones o en determinados ámbitos de la acción", defiende, "sino que atraviesa todas las dimensiones de la vida. Eso que el feminismo ha reivindicado siempre de que lo personal es político y lo político es personal, que no quiere decir privado". Estas memorias quieren ser públicas, pertenecer a la ciudad. Porque para Garcés la ciudad no es un conjunto de calles y monumentos, sino un "conjunto de historias, decisiones, apuestas y retos comunes, un conjunto disonante y un lugar de encuentro". Las tres partes en que se divide el volumen se titulan "Poner el cuerpo", "Tomar la palabra" y "Nacer al mundo". Tras ellas, la idea de que la vida verdadera es la vida en común, la vida en la ciudad. 

 

¿Por qué Barcelona? Primero, por lo obvio: "La vida no es abstracta ni somos ciudadanos sin atributos. Reivindicar la geografía concreta es la mejor manera de tender lazos". Y su geografía es la de una ciudad de calor húmedo y orografía caprichosa, con un pasado particular escrito en sus calles. Uno que la hace, según denuncia el libro, "un caso prototípico" de la evolución de muchas urbes a la "ciudad marca o ciudad empresa". Como punto clave, los Juegos Olímpicos, que llevaron "impulso y movimiento" pero también "consecuencias muy dañinas para el tejido social". "La Barcelona postolímpica juega a la mercantilización de su propia razón de ser", zanja Garcés. Contra eso protestaba el movimiento okupa del que formó parte en los noventa, que tomaba —y toma— espacios públicos abandonados para desarrollar en ellos proyectos sociales. Y contra eso luchan aún los colectivos en los que participa hoy, preocupados por el turismo que devora la ciudad y que expulsa a sus habitantes. Un problema que ya denunciaban entonces muchos grupos "y que parecía una ocurrencia de cuatro antisistema". 

Entre aquel mundo y el de hoy hay, claro, diferencias. Los nuevos sindicatos de inquilinos no trabajan por el derecho a espacios públicos, sino el acceso a "la vivienda particular habitual, con unas condiciones mínimas y básicas". "Aquella especulación que denunciábamos casi da risa comparándola con los niveles a los que hemos llegado, con las burbujas inmobiliarias que son directamente violencia inmobiliaria", lanza. Esta disparidad revela, sin embargo, algo común: "La ciudad, en su dimensión más física, es un campo de batalla por ocupar los lugares de centralidad, esa jerarquía tan salvaje de centro y periferia, de pisos cada vez más lujosos y viviendas cada vez más indignas. Las relaciones de dominación de nuestro tiempo se miden en metros cuadrados. Va cambiando quizás el tipo de expresión de estas violencias urbanas, pero lo que no cambia es la lucha". La lucha "del cuerpo y el hábitat", la que reivindica "la posibilidad de vivir juntos en un lugar común". 

Los aguafiestas tenían razón. ¿Por qué supieron verlo? ¿Por qué algunos de los debates e intentos de aquellos jóvenes que hoy son políticos de primera fila, profesores de universidad, ciudadanos anónimos, suenan tan cercanos? La respuesta de Garcés es esperanzadora, y también tiene mucho que ver con su participación en colectivos como Espai en Blanc: "Cuando la vida se pone en común, en los barrios, en los centros okupados, las amenazas se ven mucho mejor o se perciben un poco antes que cuando acaban siendo dramáticamente visibles para todos". No es un "ya te lo dije", o al menos Garcés trata de evitarlo, evitando también "ese ejercicio de la crítica del intelectual separado de todo que solo va avisando a los demás de lo que hacen mal sin hacerse cargo". Su reivindicación es la de una "manera de estar" que no solo denuncia sino que se ocupa del mundo, una que no separa al pensador del activista. 

Y porque se trataba de "poner el cuerpo", la autora no podía sustraerse a dos sucesos que cambiaron por completo el plano de Barcelona mientras ella escribía Ciudad Princesa. Primero, los atentados en La Rambla y en Cambrils, "una cicatriz en el territorio". Luego, el otoño. Su libro se queda, cronológicamente, en el referéndum del 1 de octubre (aunque en realidad se alarga un poco más, hasta el 27 de octubre y la declaración simbólica de la república). Y no ha sido una decisión sencilla. "No es que aparezca un tema nuevo entre otros", cuenta, "sino que el espacio político, simbólico, emocional, y la posibilidad misma de prestar atención a otra cosa se capturan por una realidad que tiñe y altera el sentido de todo". ¿Sería correcto escribir en caliente? ¿Sería mejor que hacerse trampas eludiendo un tema ineludible? Ahí está el 1-O, que ya forma parte de su memoria. Una que es capaz de escribir: "Yo, como muchos compañeros, siento que ya no puedo llevar banderas, que son un símbolo caído, un código hackeado, un imaginario ajeno". Pero también: "Más que un acto de desobediencia, el 1 de octubre fue un acto de autodeterminación colectiva". 

Una vez más, Garcés habla desde el margen, que no desde terreno neutral. "Sé que las ideas y las formas de vida en las que creo no triunfan, pero que tampoco están perdidas", escribe en el prólogo. ¿Significa que escribe para una minoría? No. La filósofa habla ahora de "las grietas, lo desencajado, lo que no hemos llegado a conquistar, que es lo que hace que haya futuro". "Mis interlocutores no son los mundos alternativos, son los mundos anónimos, invisibles, a la vez muy vivos y presentes. Ese saber que esto no tiene por qué ser así, ese saber que custodiamos: que la normalidad no es tan normal, que la realidad no es tan obvia, que ese poder ser de otra manera está siempre insistentemente ahí", explica. Y añade: "Yo me dirijo a esa posibilidad". Una que no concierne solo al intelectual o al activista, sino a la ciudad entera. 

 

La ciudad de Marina Garcés es Barcelona. No solo porque la filósofa naciera allí en 1973 o porque allí viva algo más de la mitad de su tiempo, que comparte con Zaragoza, donde trabaja entre la universidad y los hoteles. No solo porque esa sea la ciudad de sus hijos, la ciudad de sus afectos. Y no solo porque sea el espacio de sus recuerdos, el que ve cuando recuerda su infancia, cuando se avergüenza un poco, como todos, de su adolescencia. Barcelona es la ciudad de Marina Garcés también porque en ella ha luchado. La ciudad en la que nació "por segunda vez", el 28 de octubre de 1996, en el desalojo del Cine Princesa, que llevaba siete meses okupado y en el que ella no había puesto un pie. "Pero esa tarde", escribe, "estuve allí". De esa experiencia de compromiso político que empezó hace 20 años da cuenta ahora en Ciudad Princesa (Galaxia Gutenberg), su nuevo ensayo. 

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