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Marina Garcés: "La filosofía no es útil o inútil, es necesaria"

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La filósofa Marina Garcés se define a sí misma como "contrabandista". Su actividad consiste, explica, en traficar con ideas, sacarlas de su lugar original. De las clases en la Universidad de Zaragoza al Espai en Blanc, una especie de centro cultural en Barcelona que es, para el colectivo del que forma parte, "una apuesta por el pensamiento crítico, colectivo y experimental". De la academia a sus libros —En las prisiones de lo posible, Un mundo común, Filosofía inacabada— accesibles al lector no iniciado. De los grandes debates filosóficos al pequeño espacio de una columna en el diario Ara que ocupó hasta el pasado mayoAra que ocupó hasta el pasado mayo.

Esos textos escritos con urgencia son los que reúne ahora en Fuera de clase. Textos de filosofía de guerrilla (Galaxia Gutenberg), versión en castellano traducida del catalán original. En ellas caben Merleau-Ponty, el concepto de pueblo, El principito, el amor y las manifestaciones. Sus editores las han ordenado en tres bloques —filosofía, política, vida cotidiana— que se confunden permanentemente entre sí. Son textos "de guerrilla" en tanto que avanzadilla, en tanto que píldoras lanzadas desde el conflicto. Pero, pese a aparecer en papel de periódico, Garcés se ha resistido a convertirlos en artículos de usar y tirar.

PREGUNTA. En las columnas apenas hay referencias a la actualidad, y es muy difícil intuir por su contenido en qué fechas fueron escritas. ¿Por qué tomó esa decisión?

R. Mi compromiso con el diario Ara pasaba porque no fueran columnas de opinión ni una escritura vinculada al comentario de actualidad. Sí sobre lo presente, sobre una realidad común, pero no sobre la actualidad entendida como aquello que se transmite a través de las noticias. Fue una de mis reglas de juego. El reto era engrosar nuestro sentido del presente frente a nuestro consumo de actualidad.

P. Al principio comenta la tensión a la que están sometidas las palabras bajo el efecto de esta actualidad, hasta el punto de que en muchas ocasiones se acaban vaciando. ¿Ha sentido ese peligro? ¿Cómo se ha enfrentado a él?

R. Ese peligro siempre está. Sobre todo si no te impones unas condiciones para escribir. La tentación de responder a la agenda de cuestiones sobre las que, en un determinado momento, parece que hay que hablar, la tentación de agarrarse a las palabras fetiches de cada momento ­ –como el populismo o la posverdad, las dos palabras clave de estos últimos meses—... Intentaba deshacerme de ella. Porque si no, se convierte en una escritura reactiva. Trato de hacer el ejercicio contrario: ¿qué hay en esto que estoy yo ahora pensando, enseñando en clase, discutiendo en mi entorno, viviendo, que puede tener interés compartir bajo una forma reflexiva?

P. Esto se corresponde también con la idea que usted defiende de que nos vemos arrastrados por una idea de relevancia que es falsa. ¿De qué nos aleja la actualidad?

R. Hay una estrategia de la captura de nuestra atención como público hacia aquello que nos tiene que importar mucho. Esta narrativa de lo histórico provoca que sintamos que solo podamos estar atendiendo a la última declaración de un político o, en el sector cultural, la última novedad de no sé quién. Parte del ejercicio del pensamiento crítico es también interrumpir este sentido de lo obvio y poder plantear en cada caso: ¿nos importa? Importar... es una palabra importante. ¿Tiene algo importancia? ¿Para quién, hasta dónde, para qué? Nuestro sentido de la importancia se vuelve acrítico cuando no podemos escoger dentro de esa gran saturación informativa. 

P. Esto es particularmente interesante cuando se plantea en las páginas de un medio, porque el periodismo ocupa bastante de su tiempo en esto.

R. Esa fue una de las razones por las que acepté algo tan antinatural en mí como escribir un texto cada semana, que no es mi ritmo ni mi manera de trabajar. Los medios generalistas que todos acabamos consumiendo tienen un abanico determinado de cuestiones a tratar cada día, y todo lo demás cae en medios especializados y determinados contextos culturales, ya sean académicos, activistas... Esto es un problema. Hoy, para cualquier tipo de intereses que uno pueda tener, encontrará muchos recursos, espacios y gente, pero están segregados. Los únicos lugares donde nos cruzamos con aquellos que no son de nuestra cuerda o grupo de interés específico son los medios generalistas, y estos están ocupados por una agenda muy cerrada de cuestiones. La pregunta es: ¿se pueden abrir brechas, ensanchar los márgenes, sin caer tampoco en la trampa de la divulgación? 

P. Hablemos de divulgación. Estos artículos la obligaban a enfrentarse a un público que no era el de sus clases, y tampoco el de sus libros. ¿Cómo se ha relacionado con él?

R. Los redactores del periódico –que también tendrán sus malas experiencias con los académicos que solo pueden escribir académicamente y que no se degradan con el lenguaje común— siempre te alertan: “Piensa que lo tiene que leer todo el mundo”. Yo asumí ese reto desde la premisa que para mí da sentido a mi relación con la filosofía: no hay nada de lo que yo trato que no pueda compartir con cualquiera. Más allá de que tengamos formaciones distintas, lo que hace que tenga sentido leer a Deleuze, o a Heidegger, o a Judith Butler es que su núcleo lo puede entender cualquiera. La filosofía es igualitaria: todos podemos pensar los problemas fundamentales que verdaderamente nos importan. Lo que hay que encontrar son estrategias de entrada y de salida para cada caso. No es lo mismo un libro largo que 2.500 caracteres en el margen de un periódico. Estas no son diferencias de grado. Mi ejercicio siempre con la escritura es cómo abrir puertas sin rebajar.

P. Dice: "No debemos confundir la dificultad con la complicación ni admitir el chantaje de la facilidad como único lugar en el que encontrarnos". ¿Cómo hablar para todos sin tomar a los lectores por tontos?

R. La condición siempre debe ser: “No tomes al otro por tonto”. Si en clase me pusiera en la posición del que sabe frente al que no sabe, sería una condición muy pobre. La situación es otra: porque esto me importa y lo he trabajado, creo que también es importante para ti y para nosotros. Escribir y enseñar desde ahí es muy distinto a aquello de que “la gente necesita un poquito de filosofía”. Para mí es un trabajo más de demoler barreras. La filosofía se ha amurallado, se ha convertido en eso entre sagrado y críptico a lo que solo algunos pueden acceder. La filosofía es todo lo contrario. Es divertida, porque consiste en desencajar las interpretaciones que ya tenemos hechas sobre la realidad, sobre la política, sobre lo que es legítimo y lo que no lo es, sobre mí, sobre el otro… 

P. Normalmente se achaca a la academia este problema, el de que la filosofía exista solo en la universidad y en una carrera minoritaria. ¿Estamos enfocando la cuestión de manera correcta? ¿Qué otros factores intervienen?

R. Hay que mirar, en su conjunto, la evolución del sistema educativo, que va hacia priorizar un tipo de capacidades vacías de contenido, muy ejecutivas, procedimentales. Se trata de saber desarrollar proyectos desde el principio al final sin que importe si el proyecto en sí es interesante o no. Y sin una mirada acrítica. Todo esto, que se desarrolla desde los primeros años de educación y que tiene su paroxismo en la universidad actual, deja a la filosofía en un lugar residual. Pero no porque sea una vieja disciplina humanística, sino porque la actitud filosófica fundamental, que es relacionarse de manera crítica con todos nuestros saberes, queda neutralizada desde el principio. La filosofía se convierte entonces en un listado de autores y un corpus literario de nuestra cultura occidental que la convierten en un residuo arqueológico, y no en  una actitud viva. Por eso siempre digo que si quieren sacar la filosofía [de los planes de estudio], que la saquen, pero que pongan Actitud Filosófica desde P3 [preescolar tres años].

P. Las movilizaciones contra el plan Bolonia sacaron, literalmente, las clases a la calle. El desencuentro con los paseantes que se acercaban a ellas y se iban extrañados o espantados era, sin embargo, frecuente. ¿En qué consiste esto de sacar la academia a la calle?

R. Lo que sería artificioso es pensar que por estar en la calle o en la plaza, en el sentido literal de la palabra, el encuentro se va a producir. En la filosofía, aunque está pasando también en la literatura, son precisamente lugares de la calle —clubes de lectura, ateneos, espacios culturales…— los que se convierten en lugares de formación, a medida que la universidad va cerrando sus puertas, ya sea por las tasas o por pedagogías modelo Bolonia. Cada vez menos gente va a allí a estudiar por gusto, mientras que la ciudad en sentido amplio va formando otros espacios. Mi pregunta es: ¿en qué medida afectarán estos nuevos espacios a una universidad que se ha parapetado en el mercado del conocimiento, muy restringido a determinados cánones e validación? Si no los acepta, se irán polarizando los lugares de nuestros aprendizajes.

P. Pero, ¿hay capacidad de rebatir desde fuera el funcionamiento actual de la academia?

R. No lo sabemos. Si no hay tensión entre estos dos polos, habrá cada vez más incomunicación. Lo que ocurre en la academia no llega. Esas estrategias de contagio entre unos espacios y otros, de interacción, son imprescindibles. Cuestan mucho en términos personales, porque quiere decir sostener dobles vidas, doble dedicación…

P. Su caso.

R. Mi caso. Es más fácil decir: si la universidad no quiere saber nada del mundo, yo me quedo aquí dentro haciendo mi trabajo, o aquí fuera, en otros mundos. En este momento, hacer el esfuerzo de no romper los hilos entre el dentro y el afuera de la clase, que sigue siendo aún la academia y el sistema educativo formal, es importante.

P. El Reina Sofía organizó la exposición Un saber realmente útil, sobre pedagogía, en la que usted participaba. El título hacía referencia a la educación que organizaban los obreros frente a la idea de utilidad de la formación que les daba el patrón. ¿Sigue estando abierta esta batalla?Un saber realmente útil

R. La palabra “útil” está capturada por el sistema mercantil. Útil es aquello que te permite trabajar y sacar un rendimiento monetario a tu saber, o aquello que es validable en términos de currículum. Frente a ello, hay una tradición humanista que es defender lo inútil, el don, aquello que no entra en el mercado de valores. Yo siempre digo que esa para mí no es la cuestión: quien impone el código útil o inútil ya está imponiendo una violencia monetaria sobre el saber. Y tampoco quiero defender la visión purista del saber por el saber. Lo que hay que valorar en cada caso es en qué medida es necesario un determinado saber, de nuevo aquel “¿qué nos importa?”. La filosofía no es útil o inútil: es necesaria. Defender la necesidad del saber no es defender la utilidad en su sentido mercantil. Ahí sí hay campo de batalla. Y esto está en consonancia con cómo las clases trabajadoras no solo aceptaban la escolaridad que les hacía útilmente trabajadores para las nuevas fábricas, sino que también buscaban las que les emancipaban como sujetos sociales y políticos. Como personas, finalmente.  Eso vuelve a ser hoy una cuestión clave.

P. En un momento en que los llamados expertos –hoy politólogos, ayer economistas— tienen tanta presencia en los medios, ¿están los filósofos obligados también a convertirse en expertos?

R. Aquí, cualquiera que intente ocupar el lugar del experto defraudará, porque si algo tiene la filosofía es su carácter de no-experta, que no quiere decir de amateur, sino una mirada sobre el saber que no pretende tenerlo ni comunicarlo, sino que interroga sobre sus condiciones. ¿Desde dónde sabemos lo que creemos que sabemos en economía? ¿Cuáles son las premisas según las cuales determinadas teorías políticas se consideran más legítimas? Ese desacato a la autoridad que siempre se expresa desde la filosofía impide que esta sustituya la labor del experto, porque la pone en cuestión. Otra cosa es que la esfera mediática cree simulacros filosóficos de expertos. Sabemos que la tentación de la visibilidad y el reconocimiento puede producir todo tipo de monstruos.

P. Dado esto, ¿cómo se puede situar a la filosofía en el debate público, que se produce inevitablemente en los medios, entre otros espacios?

R. El experto tiene espacios en los que te dice qué está pasando respecto a qué. La presencia de la filosofía crea otra situación, que es la de interpelar a quien participe de esa palabra: ¿cómo podemos pensar esto mejor? La cuestión es si los medios que tenemos hoy están disponibles para que esto exista. Las tertulias no son espacios de interpelación, sino combates de opiniones formadas que representan sus diferencias y sus correlaciones de fuerzas. La interpelación filosófica es otra: es aquella que es capaz de exponer un problema y la posibilidad de reflexionar juntos, con nuestras diferencias. 

P. Yendo a lo práctico: ¿dónde se producen con más facilidad o con más éxito este tipo de situaciones?

R. En todo ese espacio de magma del que hablábamos, desde las trastiendas de las librerías a ateneos, centros cívicos, teatros… Esto está siendo el humus de otro modo de hacer cultura, no como industria sino como cultivo. De pensamiento, de producción, de organización material.

P. Son espacios públicos, pero mínimos, casi marginales. ¿Quiere decir esto que los nuevos espacios de debate, como son las redes sociales, se han construido con una idea equivocada de lo que es la conversación pública?

R. La esfera pública, siempre nombrada en singular, es un concepto que forma parte de una sociedad en la que el acceso a la cultura era muy restringido tanto en términos de clase como en términos numéricos. Actualmente, el acceso y la relación con el conocimiento se ha dispersado, distribuido, incluso desparramado en relaciones muy diversas, muy desiguales, pero nunca duales. Esto tiene dos consecuencias: una buena, para mí, que es esta dispersión de mundos que hace que se generen modos de hacer y aprender no controlados desde un solo sistema; y una mala, que es que eso crea mundos autorreferentes, no solo pequeños, sino cerrados, que no generan interlocución sino autorreconocimiento. El reto de este nueva esfera pública es que no se convierta en un micromundo. Por eso tengo yo este espíritu contrabandista.

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P. Hace poco escuchaba decir a una escritora que el feminismo había sido para ella, primero, una manera de no volverse loca. ¿Podría decirse lo mismo de la filosofía?a una escritora

R. [Ríe.] Empiezo el libro contando cómo la filosofía me salvó de la muerte en vida. No es que tuviera ninguna depresión adolescente, sino que me veía abocada a un mundo en el que ya incluso mis deseos y mis vocaciones se convertirían en currículum, en consumo. En el extraño camino de la filosofía, que parece sacarte del mundo para dejarte entrar por otra puerta, encontré una manera de soportar mi vida en este contexto sin tener que buscarme un refugio. Encontré una manera de implicarme, de hacer de este desencaje algo activo y no algo pasivo, una condición para hacer en vez de una herida o una imposibilidad. La filosofía permite hacer de tu locura algo que no te destruya en privado, sino que, si nos tiene que destruir, que nos destruya juntos.

 

La filósofa Marina Garcés se define a sí misma como "contrabandista". Su actividad consiste, explica, en traficar con ideas, sacarlas de su lugar original. De las clases en la Universidad de Zaragoza al Espai en Blanc, una especie de centro cultural en Barcelona que es, para el colectivo del que forma parte, "una apuesta por el pensamiento crítico, colectivo y experimental". De la academia a sus libros —En las prisiones de lo posible, Un mundo común, Filosofía inacabada— accesibles al lector no iniciado. De los grandes debates filosóficos al pequeño espacio de una columna en el diario Ara que ocupó hasta el pasado mayoAra que ocupó hasta el pasado mayo.

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