Cuando le preguntaron a Nazario por la muerte de su gran amigo Ocaña, artista y provocador, con ocasión de un homenaje en el Museo de Arte Moderno de Madrid, al dibujante no se le ocurrió entristecerse ni soltar una lágrima: "¡Lo que sentí cuando me enteré de su muerte fue una gran decepción y un enorme cabreo por haberse marchado, ¡la muy tonta! (...) ¡Cuando estábamos en lo mejor de la fiesta va ella y se muere, dejándonos a todos colgados!".
Es un buen ejemplo de la manera en que el autor de cómic, icono del activismo gay y hedonista practicante gestiona su propia historia. Nazario Luque Vera (Castilleja del Campo, Sevilla, 1944) sabe de su capacidad para hacer de su recuerdo un relato sorprendente (a veces, sonrojante), ágil y nada nostálgico, ha decidido ejercitarla. En junio se publicó La vida cotidiana del dibujante underground (Anagrama), primer tomo de las memorias que escribe desde hace cuatro años. Pero su labor no se queda ahí.
El ordenador en el que guarda las "mil y pico páginas" que contienen su vida aguarda a que se atreva a contar los últimos años, los de la enfermedad y la muerte, hace dos años, de Alejandro, su pareja desde hacía 35. Sus escritos —hay que advertirlo: sin un solo dibujo— están, como era esperable, llenos de sexo, drogas y anécdotas hilarantes sobre las penurias del underground barcelonés. Pero son también un duelo con la memoria, una mirada franca y nada autocompasiva al propio pasado, a una edad en la que este ocupa bastante más espacio que el futuro.
Pregunta. ¿Por qué esa necesidad de recordar?
Respuesta. Siempre me gustó escribir mis diarios y contar lo que pasa. Lo sigo haciendo ahora, y quizás sea objeto de otro libro en un futuro. Además, tengo mala memoria, y si lo tengo apuntado, cuando quiero saber algo recurro a las anotaciones.
P. ¿Desde cuándo le viene esa voluntad de documentar su vida?
R. Yo escribo diarios desde los 14 años. Recuerdo que mis padres me lo vieron. Yo tenía unas líneas sobre la muerte de mi abuelo y a mi padre no le hicieron mucha gracia aquellas reflexiones que yo hacía sobre que no hay cielo ni hay infierno. Desaparecieron, y temí que los hubieran roto, pero los encontré años más tarde debajo del somier de su cama de matrimonio.
P. ¿Se ha reconocido en sus diarios al volver a ellos?
R. Claro que me acordaba de Ocaña, de Camilo… Pero sí existe una distancia. No es lo mismo la inmediatez con la que uno está viviendo algo, o los diarios que he estado llevando durante la enfermedad y la muerte de mi amigo Alejandro. No lo he releído aún, pero releerlo y verlo de nuevo será como removerlo, y me resultará doloroso. Ttendré que hacerlo cuando quiera ponerme con ese tomo que iría sobre la crisis, desde el 92 a la muerte de Alejandro.
P. El resto, ¿está ya escrito?
R. Está todo escrito, todo, excepto los tres últimos años. El volumen siguiente sería desde que voy de maestro de alfabetización a Morón de la Frontera y conozco a Diego del Gastor y los últimos grandes flamencos, que apenas sí tenían discos grabados, mi vida en Sevilla, mis primeras aventuras homosexuales... Hasta que empiezo a dibujar tebeos y me vengo aquí a Barcelona.
Tentación, martirio y triunfo de San Reprimonio, virgen y mártir, obra de Nazario en el Reina Sofía. / MNCARS
P. Sus memorias están escritas también como la crónica de un momento histórico-social determinado.
R. Es que mi vida es una historial coral entre la mía y la de mis amigos. Esta, en Barcelona, es también la de Ocaña, de Camilo, de Mariscal... Aquella sería también la vida de los homosexuales de una ciudad de provincias en la que hay una determinada represión (ten en cuenta que aquello era en los sesenta), y cómo nos reuníamos en ciertas casas de artistas para manifestarnos libremente, y los miedos en la calle para no llamar la atención y no descubrirnos.
P. ¿Era distinto que en Barcelona?
R. La vida semiclandestina de los cines y los ligues por los jardines… Barcelona era una ciudad, sí, más moderna y cosmopolita, pero era una época en la que también aquí, con la Ley de Peligrosidad Social, había que ir con cuidado.
P. ¿Por qué empezar a contar su vida por los ochenta?
R. Nunca me hubiera empezado a publicar por mi infancia, a caballo entre Huelva y Sevilla. Igual que para una exposición no me gusta el orden cronológico, porque es más interesante otro tipo de asociaciones. En el tomo de la infancia, de todas formas, no empiezo por cuando soy muy pequeño, sino con una anécdota muy divertida del colegio salesiano en el que estuve un par de años. Ya mayor, me encuentro con un amigo que de pequeño era ya muy afeminado. Yo lo era también, seguramente, pero no tanto como él. Mientras los demás jugaban al fútbol, nosotros hacíamos acuarelas y jugábamos a envenenarnos con el agua de lavar los pinceles. Le comenté que me gustaba mucho el cura tal y el profesor cual, y él se reía y me decía: “Aquel que a ti te gustaba tanto, yo me hinchaba a follar con él”. Me enteré de que hacían hasta orgías. Él había vivido un colegio totalmente distinto del que había vivido yo.
P. Todo en las memorias, incluso su relación con el alcohol o la epidemia de sida, está contado con esa misma socarronería.
R. Yo vengo del cómic, y a mí no me gusta que un cómic sea trágico; puedes contar algo dramático pero con distancia. Y con el libro pasa igual. Cuento cosas tristes o alegres con el mismo distanciamiento y humor, procurando no convertirlo en una tragedia. Yo llevo casi dos años de luto, desde que murió Alejandro, y espero que a la hora de poner en pie la historia de su enfermedad y su muerte pueda hacerlo con un cierto distanciamiento que no me suponga dolor ni agonía. Que sea una cosa trágica para mí no significa que tenga que serlo para la persona que lo lee.
P. ¿Ha habido algo especialmente difícil de recordar?
R. Soy realista. Las cosas que han sucedido, han sucedido, y las tengo que asimilar. Si estuvo bien hecho, hecho estuvo; y si cometí algún error, fue necesario. Nunca he pensado que una cosa tendría que haberla hecho de otra manera.
P. Parte de sus memorias están dedicadas a homenajear a los amigos que ya no están. ¿Se siente un superviviente?
R. Hay ahora un anuncio en el metro de una señora mayor que dice que nunca había pensado que la soledad fuera esto. Y sí, la soledad es que te vayas quedando sin gente por el camino. Quedan una serie de conocidos, que ni siquiera son amigos íntimos, porque han ido cayendo todos. Te enfrentas a ti mismo, tienes que terminar valiéndote solo. Cuando Alejandro se murió, no en mis brazos pero sí a mi lado en la cama, pensé que el único futuro era estar en una cama de hospital asistido por una serie de enfermeras, y solo.
De joven, hay uno que se muere de sida, otro por la heroína, otro accidentalmente, algunos se suicidaron... Pero es que ahora es uno que tiene cáncer, el otro que tiene una leucemia, el otro que no sé qué… Y vas viendo que, bueno, tú vas saliendo un poco indemne y, por supuesto, sobreviviendo.
P. En el espacio de unas páginas habla también de aquella detención por “andar mariconeando” en 1978, del sida, de las sobredosis. ¿Tenía la sensación de ir caminando siempre cerca del peligro?
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R. No teníamos ninguna conciencia. Del sida, hasta que empiezan a morirse, nadie tiene la menor idea sobre aquello. Alberto Cardín, que enfermó y escribió sobre el sida, decía al principio que lo había cogido porque le picó un mosquito en Egipto. Adelgazaban y no se sabía por qué… Pero también estaba la heroína, con la que la gente fue cayendo. Lo mismo que no teníamos conciencia de ser underground, tampoco teníamos conciencia de correr peligro. La vida era difícil, no tenías para comer, necesitabas pasta para beber... Con Alejandro, cambiábamos 10 o 15 cascos, que te daban un duro por casco, y con eso comprabas tres litronas y las traías a casa. Uno era joven y subsistía.
P. Usted se las ha visto con la censura durante gran parte de su carrera. ¿Y ahora? En el último Salón del Cómic se retiraron dibujos por contener desnudos.
R. La censura sigue siendo censura, con el underground o sin el underground. A mí me han cerrado cinco veces la página de Facebook. Es lo que hay. Pero es verdad que he expuesto una muestra en Córdoba, en la que he metido todas las historietas por las que se armó un jaleo tremendo en los noventa, y no ha habido ninguna reacción en contra. No sé si es que la gente es más tolerante... o es que no han ido a verla.
Cuando le preguntaron a Nazario por la muerte de su gran amigo Ocaña, artista y provocador, con ocasión de un homenaje en el Museo de Arte Moderno de Madrid, al dibujante no se le ocurrió entristecerse ni soltar una lágrima: "¡Lo que sentí cuando me enteré de su muerte fue una gran decepción y un enorme cabreo por haberse marchado, ¡la muy tonta! (...) ¡Cuando estábamos en lo mejor de la fiesta va ella y se muere, dejándonos a todos colgados!".