El contexto, los hechos objetivos, las emociones y el significado. Esos son, explica el psiquiatra infantil Miguel Hurtado (Barcelona, 1982) los pilares de la terapia narrativa, una rama de la psicoterapia que, cuenta en un hotel de Madrid, nació de la necesidad de dar respuesta a la violencia sufrida por las víctimas de las dictaduras latinoamericanas. Son también los pilares sobre los que él mismo ha construido su historia, la manera de dar sentido y relevancia política a los abusos que sufrió de niño por parte del germà Andreu Solergermà , monje de la abadía de Montserrat. Hurtado fue la primera víctima que denunció el comportamiento del religioso y las malas prácticas de la jerarquía católica, que ocultó el caso durante décadas. Ahora narra en un libro, El manual del silencio (Planeta) esa experiencia, las consecuencias emocionales que ha tenido en su vida, y su dimensión colectiva, conectándola con otros casos de abusos dentro de la Iglesia.
Hurtado decidió contar públicamente su caso en enero de 2019, 20 años después de que denunciara por primera vez lo sucedido ante el antiguo abad, Sebastià Bardolet. Había comenzado a sufrir las agresiones del monje a los dieciséis años, cuando se apuntó al grupo scout de la abadía; Andreu Soler, ya fallecido, aprovechaba las convivencias de fines de semana para abusar del entonces menor. El calvario duró un año, hasta que Miguel Hurtado reunió fuerzas para alejarse del grupo y de los monjes, con discreción, por miedo a que sus amigos y su familia descubrieran lo que ocurría. El relato que hace ahora en El manual del silencio es también el de un largo proceso de sanación que le ha llevado a desprenderse de la culpa, formarse él mismo como psiquiatra infantil especializado en el trauma, y emprender una carrera como activista contra el abuso infantil y, particularmente, contra las agresiones sexuales en la Iglesia católica.
"Con eso", dice, regresando a la terapia narrativa, "se daba una dimensión política a la violencia: no son casos aislados fruto de la mala suerte, sino que hay un problema político que solucionar. Ese relato lo utilizaban luego como método de denuncia en organismos internacionales, para denunciar la violación de Derechos Humanos y para exigir una serie de medidas de resarcimiento de las víctimas". Eso trata de hacer él con este libro, con su participación en el documental de Netflix Examen de conciencia, con la fundación junto a otros activistas de la organización Infancia Robada o de la asociación internacional Ending Clergy Abuse, que reúne a las víctimas de distintos países. "La Iglesia es una institución política. En España, no ha habido una separación entre Iglesia y Estado en más de 40 años. Ha habido una dictadura nacionalcatólica. ¿Por qué no hacer un relato en el que hable del contexto?", se pregunta.
Por eso él habla de una España que, pese a estar ya bien entrada en los años noventa, pese a haber cumplido veinte años de democracia, seguía teniendo "una cultura católica muy fuerte". Una España que le empujaba a vivir su homosexualidad con ansiedad y miedo al rechazo. Una España en la que la denuncia de un abuso infantil no aseguraba ni el apoyo institucional ni el apoyo familiar. Una España, en fin, no tan distinta de la de hoy. "Quería describir los hechos", cuenta, "no solo el abuso, sino también el encubrimiento. Quería hablar de las emociones y hablar del significado, de cómo tú eres católico, hijo de una familia católica, y cómo cuando la Iglesia en la que crees protege a delincuentes tu sistema de creencias se desmorona". Él necesitó, narra, dos décadas para construir otro. Dos décadas para dejar de verse paralizado por las consecuencias psicológicas de los abusos, que extienden sus raíces por todos los ámbitos de su vida, desde las relaciones familiares a las laborales. Pero Hurtado huye de la historia del superviviente heroico, y trufa su relato de otros casos de abusos en la Iglesia que va conociendo a lo largo de su propio proceso de reconstrucción personal.
El libro recoge cómo denunció su caso en cuatro ocasiones distintas, con dos abades distintos en Montserrat, a lo largo de dos décadas. Primero, en una confesión, cuando aún era abad Sebastià Bardolet. Luego, a través de una asociación de atención a las víctimas, la Fundación Vicki Bernadet. Después, a través de la intermediación de su madre, que en el año 2000 escribió al abad Josep Maria Soler, recién nombrado, que respondió a la misiva. Por último, con una carta, ya en 2003, al propio abad. A lo largo de esas comunicaciones, la abadía accedió a pagarle 7.200 euros como compensación por la asistencia terapéutica y trasladó al germà Andreu a otro centro de la orden, pero en ningún momento comunicó lo sucedido a las autoridades ni emprendió ningún tipo de investigación interna. La abadía sí reaccionó cuando Hurtado decidió contar en los medios los abusos sufridos: "En ningún caso se ha querido ocultar ni esconder nada", dijeron. "Montserrat solo reaccionó cuando tres activistas nos plantamos con una pancarta el día de la misa exigiendo transparencia. ¿En 20 años no han tenido tiempo?", lanza el activista.
A través del estudio de otros casos de pederastia en la Iglesia y del contacto con víctimas de otros países, Hurtado se dio cuenta de que no estaba solo. "Es una cosa que nos llamaba mucho la atención", recuerda, "ibas a renuiones de víctimas, iban víctimas de todos los países, con diferencias de idiomas, hombres o mujeres… Todos contábamos la misma historia. Decíamos: 'Parece que todos los obispos hubieran leído el mismo manual". Lo había: el Código de Derecho Canónico, el conjunto de normas que rige el ordenamiento interno de la Iglesia católica, que Hurtado define como un "manual del silencio diseñado y perpetuado por el Vaticano durante 100 años, con siete papas". La orden Crimen sollicitationis establecía, en 1962, que los delitos de pederastia —junto con la homosexualidad o la zoofilia— tenían que resolverse por el derecho canónico, no el civil, y que no conllevaban la expulsión del criminal. Las sucesivas modificaciones de la norma no han eliminado el secreto pontificio sobre estos hechos, ni obliga a los obispos a trasladar los casos a la justicia. "No es casualidad que en Chile se encubra de la misma manera que en España", indica Hurtado. "Todos los caminos, en el problema de la pederastia clerical, llevan a Roma. Es Roma quien puede solucionar el problema".
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Roma, eliminando el secreto y obligando a sus obispos a investigar, perseguir y llevar ante los jueces los casos de abuso. Pero el activista señala, sobre todo, al Estado: "Es el que tiene la responsabilidad y las herramientas para luchar de forma efectiva". Envidia, por ello, el sistema francés, que a través del delito de encubrimiento ha procesado a tres religiosos y condenado a dos, por ocultar los crímenes de quienes estaban a sus órdenes. "El acceso a la justicia de las víctimas muchas veces depende del código postal", critica, "porque Iglesias de diferentes países hacen cosas distintas. En Alemania han hecho un programa de reparación para las víctimas; la Conferencia Episcopal ha dicho que no tiene un duro para las víctimas". En los tres grandes casos de abusos en Cataluña, recuerda, el de los Maristas, el de los Benedictinos y el de los Jesuitas, solo los primeros han establecido un programa de indemnización de las víctimas. "Montserrat sabe", denuncia, "que si hiciera un sistema de reparación, a lo mejor en vez de 12 o 14 víctimas [las que reconoció de manera oficial en un informe] salen 50 o 60. La Iglesia española no quiere poner en marcha un sistema de reparación porque sabe que va a aflorar a la luz un iceberg importante".
Por eso, porque Hurtado está convencido de que a la Iglesia "no le interesa el cambio", y porque confía en la actuación del Gobierno, está especialmente disgustado con la ley contra los abusos sexuales en la infancia que preparan PSOE y Podemos, y a la que han bautizado como Ley Rhodes por el músico británico, víctima de abusos en la infancia: el activista critica especialmente que el plazo de prescripción de estos delitos comience a contarse desde que la víctima cumple 30 años, en lugar de los 18 actuales, algo que considera insuficiente. Esgrime, entre otras cosas, el estudio llevado a cabo en Australia que concluyó que la edad media de denuncia de estos delitos está en los 44 años de la víctima, y la recomendación de Naciones Unidas, que ya indicó a países como Chile o México que los crímenes de pederastia deberían considerarse imprescriptibles.
"Están poniendo un parche", se queja Hurtado con firmeza. "Van a seguir prescribiendo los casos. Y si los casos prescriben, a estos señores no se les juzga, no se les condena, no entran en el registro de delincuentes sexuales y pueden trabajar con niños. Le hemos explicado al Gobierno por activa y por pasiva que nosotros no queremos castigar los delitos del pasado, queremos prevenir los delitos del futuro. A pesar de ello, están más preocupados en el marketing que en plantear soluciones reales. Lo están haciendo muy mal, estamos muy desconformes y muy insatisfechos". La prescipción a partir de los 30 apenas le habría servido a él, que fue inusualmente precoz en denunciar públicamente los abusos que sufrió, y se pregunta cómo podría servirle a otros. "Se puede condenar a la Casa Real, a los sindicatos, a la patronal, a los principales bancos del país, a partidos de izquierda, de derechas, independentistas…", repasa. "¿Y no se puede condenar a los obispos por encubrimiento? ¿Son el único estamento intocable?".
El contexto, los hechos objetivos, las emociones y el significado. Esos son, explica el psiquiatra infantil Miguel Hurtado (Barcelona, 1982) los pilares de la terapia narrativa, una rama de la psicoterapia que, cuenta en un hotel de Madrid, nació de la necesidad de dar respuesta a la violencia sufrida por las víctimas de las dictaduras latinoamericanas. Son también los pilares sobre los que él mismo ha construido su historia, la manera de dar sentido y relevancia política a los abusos que sufrió de niño por parte del germà Andreu Solergermà , monje de la abadía de Montserrat. Hurtado fue la primera víctima que denunció el comportamiento del religioso y las malas prácticas de la jerarquía católica, que ocultó el caso durante décadas. Ahora narra en un libro, El manual del silencio (Planeta) esa experiencia, las consecuencias emocionales que ha tenido en su vida, y su dimensión colectiva, conectándola con otros casos de abusos dentro de la Iglesia.