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Una mirada a la intimidad de un Juan Marsé "desleído, desencuadernado y descatalogado"

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Un “Año Maldito”. Así describía Juan Marsé el 2004, que se le hace especialmente cuesta arriba. Así se lee en Notas para unas memorias que nunca escribiré, que reúne el diario mantenido por el escritor durante ese año, más otras tres libretas con anotaciones fechadas entre 2006 y 2019, una revelación de la intimidad del escritor publicada después de su muerte, el pasado 18 de julio, pero aprobada y revisada en vida por el propio Marsé. Una vez leídas sus anotaciones, honestas en la tristeza y en la mala uva, el proyecto parece temerario de tan valiente: los cuadernos guardan sus obsesiones, sus achaques, sus lamentos y sus destellos de felicidad, pero también sus manías, sus opiniones descarnadas sobre periodistas, compañeros de profesión y políticos, muchas de las cuales le hubieran supuesto grandes broncas de haberlas pronunciado en presencia de los aludidos. Del prólogo de Ignacio Echevarría, a cargo de las notas y de la edición junto a María Fasce, directora literaria de Lumen, se desprende que Marsé no se sentía especialmente inquieto por las consecuencias que podrían traerle sus opiniones: cuando la editora le señaló varias decenas de párrafos “sensibles”, el autor solo quiso suprimir dos. Y, pese a su mala salud, no es que Marsé se estuviera refugiando en la perspectiva de una obra póstuma: hasta el final, el escritor creyó que se publicaría en vida.

Señala Echevarría que las libretas de Marsé —una pequeñísima parte de las que rellenó caóticamente y conservó a lo largo de su vida— son, ante todo, un retrato de su autor. Hay un puñado de cosas que le producen felicidad. “Natación y escritura, el dúo perfecto”, escribe el 24 de junio, una idea que se repite en varias anotaciones. En ese momento de tranquilidad, ejercita el cuerpo y piensa en el trabajo: “Adónde he llegado y qué me falta, qué se puede mejorar del trabajo de esta mañana, qué me espera esta tarde”. También están los paseos con Simón, su perro. Los encuentros con la familia o con algunos amigos —otros, vistos como meras obligaciones sociales, los vive con enorme hastío—. Una película de Manoel de Oliveira. La visita de Elena Ramírez, directora editorial de Seix Barral. Los libros de Guillermo Martínez. La ayuda de Pere Gimferrer. Las columnas de Haro Tecglen en El País. Y, sobre todo, el tiempo pasado con su nieto Guille, del que habla a menudo con un aire embobado, casi admirativo.

Pero es cierto que ni estos momentos descritos con alegría, ni los chascarrillos humorísticos que dibuja en las libretas como el niño que las dibujara en un pupitre, bastan para contrarrestar el regusto amargo de los diarios. En primer lugar, en 2004 Marsé se impone la idea de recoger sus impresiones del día en una agenda, que le ofrece un espacio reducido. Y es claramente una imposición, que el describe como “penitencia”, porque el novelista se pregunta una y otra vez por qué lo hace, reitera lo poco que se interesa a sí mismo y que a él lo que le mueve es la ficción. No considera verdadera escritura estas anotaciones diarias, que además le acaban aburriendo. En enero de 2005, completado el autoencargo, escribe: “Termino este sonso diario convencido más que nunca de la persistencia de mi desidia, mi absoluta desgana en bucear dentro de mí mismo. Queda bien demostrado que no hay asunto que me aburra tanto como hablar de mí mismo”. No hay aquí el gusto por la introspección, ese viaje al fondo de uno mismo que se suele encontrar en la escritura diarística, pero tampoco contemplación, y ni siquiera una narración continuada. Son ejercicios para mantener la forma. Pero lo que Marsé escribe con desinterés, el lector lo recibe con curiosidad, como si aquí estuviera la clave a la personalidad reservada del autor. Y a lo mejor estará en lo cierto.

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Quizás tenga que ver con todo esto que el novelista, autor de Últimas tardes con Teresa o Si te dicen que caí, se encuentra al inicio del diario en pleno barbecho. Ha publicado en el 2000 Rabos de lagartija, Premio de la Crítica y Premio Nacional de Narrativa, y se encuentra trabajando en Canciones de amor en Lolita's Club (saldría en 2005), la adaptación novelística de un guion que sería finalmente considerada una obra menor dentro de su gran carrera. Pese a esto, lo que no se entiende del todo es que Juan Marsé se queje una y otra vez del ninguneo al que, según es, es sometido. “Me encuentro en la antesala del olvido, respirando un venenoso silencio y un doloroso ninguneo”, escribe en 2007. Poco después se queja de que, en un artículo en El País —Marsé era un voraz lector de prensa y comenta a menudo la labor de los redactores y críticos—, Antonio Muñoz Molina asegure que hasta poco antes no se había empezado a escribir sobre la Guerra Civil y la posguerra. “Desde Encerrados con un solo juguete (1961)”, escribe Marsé para sí, “no he hecho otra cosa que escribir ficciones sobre los vencidos en la posguerra”. “Supongo que me merezco el ninguneo”, continúa, “y lo estoy asumiendo desde hace algún tiempo como algo necesario”. En ese mismo año 2008 recibiría el Premio Cervantes. Pese al reconocimiento generalizado con respecto a su obra, Marsé dice sentirse “desleído, desencuadernado y descatalogado”.

El contenido de las libretas revela también una progresiva distancia con el mundillo literario, y sobre todo con lo que percibe como modas: la autoficción y la novela negra, a las que detesta. “Lo de la autoficción me tiene más que harto”, dice en 2017. “¿Hasta cuándo habrá que repetir que en literatura lo verosímil es más valioso que lo real?”. “¡Hay que ver con qué peregrinos y estúpidos argumentos defienden la novela negra los acomplejados autores de este género literario!”, escribe en 2019. No reserva píldoras menos ácidas para algunos compañeros de profesión, de las que reproducimos solo algunas: “Ha muerto Baltasar Porcel. Lo lamento. (…) Tenía un ego tan desmesurado, estaba tan convencido de su catalana gloria literaria, que últimamente casi me caía simpático” (2009); “[Las novelas de Juan Goytisolo] tienen, pongamos por caso, menos interés que las presuntas novelas de Nuria Amat, Pilar Rahola y Carme Riera, las tres juntas, ¡que ya es decir”; “Javier Cercas es una especie de predicador. Su incontinencia verbal no tiene que ver con la literatura, sino con la chatarra herrumbrosa de la Guerra Civil” (2017); “Julia Navarro: grado cero de la escritura. Cinco esquinas de Porcelallosa: grado menos cero”, dice en 2016. Sin duda, la displicencia de estos comentarios tienen mucho que ver con su carácter privado. Pero Ignacio Echevarría apunta otros motivos, que explican también su publicación: “La tendencia cada vez más acusada de Marsé a dar rienda suelta a sus opiniones y dejar dichas ciertas cosas”. Por ejemplo, su crítica sobre la adaptación de Fernando Trueba de El embrujo de Shanghai o su experiencia como jurado del Planeta, franquezas que le traerían algún dolor de cabeza.

Pero donde Marsé se muestra especialmente desatado es en sus opiniones políticas sobre la independencia de Cataluña. Su sentir está claro en los diarios, pero también en su discurso público: “La patria, para mí, es un artefacto sentimental y peligroso que me tiene ya muy harto”, escribe en 2012; “No soy nacionalista, no soy patriota, no soy catalanista ni españolista, no soy nada de eso”, escribe en 2014. Desprecia la idea de patria catalana que defiende, para él, el independentismo, una Cataluña “excluyente, patriotera, beatorra”. “¿Quién es ese que el Govern separatista de Puigdemont y Junqueras llama poble?”, se pregunta en unas páginas cargadas de críticas mordaces —y a menudo poco respetuosas— hacia Puigdemont, Ferran Mascarell, Carod-Rovira, pero también hacia Pedro Sánchez, Zapatero, Rajoy o Cospedal. (Una de las pocas políticas que no sale mal paradas es, por cierto, Irene Montero, a quien elogia en su primera intervención en el Congreso). “Así que, de momento, ni patria ni nación. Que me preparen otra Catalunya, que me la expliquen, que me argumenten las razones la secesión, que me aclaren las causas que la impulsan, y entonces veremos”. Nadie lo hizo satisfactoriamente.

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