Nos deja uno de los escritores más brillantes de la literatura española. Era brillante al vivir y al escribir, siempre lúcido, dueño de una mirada profunda a la hora de comprender y criticar la realidad que le tocó habitar. Sobre todo, fue un extraordinario narrador de historias. A eso dedicó su vida, a transformar en literatura la experiencia histórica de la que fue testigo y participante desde niño. Sus novelas, muchas de ellas magistrales, son auténticos testimonios de la miseria moral de la posguerra, un tiempo que padeció con sus mezquindades y miserias. El propio Juan se autorretrató con la ironía humana de siempre, preparado para acudir al infierno cuando fuese necesario, con el rostro magullado y los ojos vivísimos. No dejó de acusar las sorpresas que le deparaba el día a día de la Gran Historia y no soportó el estrépito de himnos idiotas y banderas depravadas. Emociona hoy recordar la humanidad de su autorretrato: "Ceñudo, maldiciente, tiene la pupila desarmada y descreída, escépticos los hombros, la nariz garbancera, un relámpago negro en el corazón de la memoria".
Cuando en el año 1966 publicó Últimas tardes con Teresa, la novela española se puso de fiesta. Estaba dando vida a uno de los personajes más peculiares, significativos y paradigmáticos de la sociedad catalana y española contemporánea, y un modelo literario: el Pijoaparte, un delincuente habitual, antisocial, huraño, especialista en robar motocicletas, que envidiaba tanto como despreciaba a las clases más privilegiadas. Mario Vargas Llosa, uno de los jurados que concedió a esta novela el Premio Biblioteca Breve, ya advirtió en su día que iba a irritar a todo el mundo. Así nació y así creció una de las más grandes novelas españolas.
Esa novela de Juan significó un cambio de tercio, porque dejó ver que el realismo literario debería de tomar otras direcciones menos dirigidas y con matices más libres. Marcaba nuevos caminos un muchacho de poco más de 30 años, autodidacta, aprendiz de diversos oficios, con escaso éxito en todos ellos. Su orgullo callejero le impidió caer en las vanidades literarias, nunca olvidó el arte de la amistad verdadera, y tampoco quiso renunciar a ese ejercicio de prudencia que supone el buen humor incluso en el autoconocimiento. "No ha tenido mucho gusto en haberse conocido —confiesa—, pero acepta resignado el saludo hipócrita del espejo y la broma pesada de la vida: al nacer se equivocó de país, de continente, de época, de oficio y probablemente de sexo".
Y si Últimas tardes con Teresa fue un aviso y una demostración de que Juan Marsé tenía unas dotes narrativas extraordinarias, donde la ironía y la comprensión abierta de la realidad son esenciales, la publicación en México, en 1973, de Si te dicen que caí, supuso la confirmación de todas las esperanzas literariasSi te dicen que caí. El foco de atención no fue aquí la burguesía catalana, sino el régimen político imperante, contra el que abrió un ajuste de cuentas capaz de trazar los ejes de toda una época. Se consideró que había escrito una novela políticamente revolucionaria contra el franquismo, pero el autor se negó con rotundidad a este tipo de lectura. Mejor huir de las disciplinas y entender Si te dicen que caí como una novela de amor y de humor satírico: "Las novelas no disparan balas, y, además, yo escribo lo que me sale de los huevos".
Continúa Marsé en su autorretrato: "El tipo es bajo, desmarañado, poco hablador, taciturno y burlón. No se considera un intelectual y soporta mal que le traten como si lo fuera. Ama las tabernas y las papelerías de barrio, y los flancos luminosos de los quioscos que exhiben tebeos y novelas baratas de aventuras. Las banderas le producen auténtico terror. Y en un país en el que nadie dimite jamás, ni aún después de haber probado algunos políticos su ineptitud o su cinismo ante el pueblo, él solo piensa en dimitir de todo, incluso de esta página".
Cuando en 1982 publicó la novela corta Ronda del Guinardó, y poco después los cuentos de Teniente Bravo, otras dos obras maestras, Juan Marsé volvió a convencer a los críticos y a los lectores de que su escritura asumía una importancia singular. Era uno de los grandes.
Fue un lujo su amistad. Ya no estará esperándome en su piscina de Calafell, ni podrá sorprenderme su amistad inagotable con los animales, ni tantas otras cosas que hemos compartido durante años. Tampoco podré olvidar fácilmente los comentarios siempre chispeantes y jocosos cuando recordaba los tiempos pasados con Juan García Hortelano, trabajando en aquellos guiones cinematográficos que se hacían eternos y disparatados. Tampoco podré olvidar su amistad con los poetas, sus guiños cómplices, llenos de nostalgia y de cariño, a Caballero Bonald, Ángel González o a Jaime Gil de Biedma. Meditabundo, melancólico, irónico. Sin querer llamar ninguna atención.
Ver másAmigos y familiares de Juan Marsé dan un último adiós al escritor en un funeral íntimo en Barcelona
Él mismo terminó así su autorretrato: "Pero no hay nada que le aburra tanto como hablar de sí mismo, así que basta. Vestido de diablo y ligero de equipaje —algunos discos, algunos libros (ninguno de Baltasar Porcel, por supuesto), algunas fotos— se va por fin al infierno. Abur".
_________________
Jesús García Sánchez,editor de Visor y amigo personal de Juan Marsé. Su último libro es la antología La cerveza, los bares, la poesía.
Nos deja uno de los escritores más brillantes de la literatura española. Era brillante al vivir y al escribir, siempre lúcido, dueño de una mirada profunda a la hora de comprender y criticar la realidad que le tocó habitar. Sobre todo, fue un extraordinario narrador de historias. A eso dedicó su vida, a transformar en literatura la experiencia histórica de la que fue testigo y participante desde niño. Sus novelas, muchas de ellas magistrales, son auténticos testimonios de la miseria moral de la posguerra, un tiempo que padeció con sus mezquindades y miserias. El propio Juan se autorretrató con la ironía humana de siempre, preparado para acudir al infierno cuando fuese necesario, con el rostro magullado y los ojos vivísimos. No dejó de acusar las sorpresas que le deparaba el día a día de la Gran Historia y no soportó el estrépito de himnos idiotas y banderas depravadas. Emociona hoy recordar la humanidad de su autorretrato: "Ceñudo, maldiciente, tiene la pupila desarmada y descreída, escépticos los hombros, la nariz garbancera, un relámpago negro en el corazón de la memoria".