Por debajo del gris del franquismo, detrás de las ventanas se podían escuchar, poniendo un poco de atención, unas notas de jazz, los primeros acordes del rock, un pop combativo, el underground andaluz. Con frecuencia la música funciona como refugio, pero ¿hasta qué punto la contracultura se enfrentó a la dictadura desde la posguerra hasta su caída? ¿Cómo se relacionó con el régimen? ¿Hasta qué punto la música puede resultar amenazante para el sistema político? La exposición El pintor de canciones, hasta el 11 de noviembre en el Teatro Fernán Gómez de Madrid —dependiente del Ayuntamiento—, se plantea estas preguntas mientras recorre tres décadas de la escena española, hasta la llegada de la democracia en 1978.
Es cierto que las artes visuales y la escritura figuran también en la muestra comisariada por Javier Panera, pero es la música la protagonista indiscutible. "La cultura popular —particularmente la asociada a la música— se convirtió en una herramienta de oposición pacífica al régimen franquista nada despreciable, pues respondía al deseo de construcción de una identidad cultural diferenciada de aquello que se promovía institucionalmente", explica. Quizás el ejemplo más obvio sean los cantautores y la nova cançónova cançó catalana, con Paco Ibáñez, Chicho Cánchez Ferlosio, Lluís Llach, Raimon... Pero, precisamente por lo que señala el comisario, la muestra no se detiene ahí, sino que explora también los matices de este movimiento, así como otras oposiciones musicales menos obvias, y no evita las relaciones complejas entre arte y poder a través de los géneros promocionados por el propio franquismo.
Curiosamente, el primer enemigo de la moral que encontraron los sublevados había sido considerado también una amenaza para parte de los republicanos. Si los milicianos clausuraban el Hot Club en Barcelona por las "tendencias capitalistas" del jazz, la dictadura prohíbe que el género suene en las radios en 1943. Una circular de la Delegación Nacional de Propaganda explicaba las razones tras la animadversión contra la "música negra" —además, claro, de que fuera negra—, que consideraban "antimusical" y "antihumana": "Nada más lejos de nuestra moral que esas danzas dislocadas, en las que (...) la corrección del gesto desciende a un ridículo y grotesco contorsionismo". Claro, que todo tiene arreglo: con acuerdos militares y comerciales firmados con Estados Unidos en 1953, la lucha contra el jazz se suaviza. Ese mismo año —cuando se estrena Bienvenido Mr. Marshall— se celebran las primeras actuaciones en España de figuras como Dizzy Gillespie y Big Bill Broonzy, y Louis Armstrong acabaría tocando en Barcelona en 1955.
El régimen se las arregló para encontrar un enemigo en una música que ahora se consideraría despolitizada. En 1962 se inician las Matinales del Price, galas creadas por el periodista Miguel Ángel Nieto que reunían en cartel a nombres como los de un jovencísimo Mike Ríos, Los Pekenikes u otros menos conocidos hoy, como Los Relámpagos o Micky y Los Tonys. "Estamos ante una nueva e insospechada faceta de nuestro Madrid. Jamás habíamos contemplado un espectáculo como este sucedido en plena calle, a cien metros escasos de la Cibeles", alarmaba el diario Pueblo. Junto al texto, la imagen de unos jóvenes entregados al twist a quienes el actor Adolfo Marsillach tacharía de "rebeldes sin causa". Con un derecho de reunión suspendido, la ruidosa marabunta del Price resultaba demasiado, y en 1964 las Matinales fueron prohibidos por la Dirección General de Seguridad. "Aquella ingenua muestra de 'rebeldía' juvenil", apunta Panea, "resultaba, si no revolucionaria en un sentido político, sí un atentado a las buenas costumbres que algunos no estaban dispuestos a tolerar".
La censura a priori estaba, claro, igualmente activa. La Dirección General de Radiodifusión y Televisión establecía dos calificaciones: primero, si la grabación se autorizaba; segundo, si era radiable o no. Durante la cacareada apertura del régimen con la Ley Fraga de 1966, se era más flexible durante la primera criba —y así no podían acusarles de censura— pero se endurecía la segunda. Sin la posibilidad de la emisión radiofónica, el camino de los singles problemáticos se acortaba enormemente. Entre 1960 y 1976, apunta la exposición, se censuraron más de 4.000 canciones, 700 de ellas solo en 1971, el año más conflictivo. Las canciones o secciones de las mismas prohibidas en la grabación quedaban igualmente prohibidas en los conciertos: Lluís Llach o Raimon, sometidos a estas restricciones con frecuencia, dejaban que fuera el público quien coreara las estrofas que ellos no podían cantar.
Fue lo que ocurrió en el célebre concierto de este último, el 18 de mayo de 1968, en la Universidad Complutense de Madrid. Unos 6.000 estudiantes abarrotaron la Facultad de Ciencias Económicas, donde se habían colgado carteles con lemas como "Democracia popular" o "Los pueblos ibéricos por el socialismo". Después de la última canción, "¡Diguem no!", cantada a coro, el concierto se transformó en manifestación, reprimida de inmediato por la policía, que esperaba alrededor del edificio —la muestra reúne fotografías del acto, utilizadas luego para identificar a los participantes, así como listados de detenidos—. Si Javier Panera se pregunta "¿Puede una canción pop incitar a la movilización ciudadana?", el propio Raimon respondía en su tema "18 de maig a la villa", compuesto poco después de aquel día: "Per unes quantes hores/ ens vàrem sentir lliures,/ i qui ha sentit la llibertat/ té més forces per viure".
Otras obras, sin embargo, estaban muy lejos de poder ser producidas en España. Canciones de la resistencia española, de Chicho Sánchez Ferlosio, se graba y edita en Suecia en 1963; Volver no es volver atrás, de Pedro Faura —seudónimo de Bernardo Fuster, parte de de Suburbano— nace en Alemania; Paco Ibáñez graba sus musicalizaciones de Lorca y Góngora en Francia... El pintor de canciones recoge también una curiosa anécdota: Julio Matito, miembro del grupo de rock progresivo sevillano Smash, desarrolla un proyecto a partir de los escritos de José Miranda de Sardí, alcalde de Barbate asesinado en 1936. Será el mismo Felipe González quien consiga que el PSOE produzca el disco en 1976, grabado en Sevilla, editado en Alemania y distribuido clandestinamente a través de las Casas del Pueblo de UGT en Andalucía. ¿El título del trabajo? Salud, PSOE.
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Otros géneros resultaron mucho más interesantes para el régimen. No solo la copla, considerada por los jóvenes de los sesenta y setenta como la música oficial del régimen —erróneamente, en parte, como demostró Basilio Martín Patino en su documental Canciones para después de una guerra—, sino también el pop. A mediados de los sesenta, el franquismo se empeñaba en mostrarse como una nación europea más, mientras conservaba su naturaleza de régimen autoritario. La exposición defiende que lo ye-yé compondría el envoltorio estético del "milagro español" y la apuesta por la costa como destino turístico de los países del centro y norte del continente. "En este contexto", explica Panera, "estaría el origen del rechazo de cierta intelectualidad de izquierdas al ye-yé español y a la cultura pop, a los que despreciaba como manifestaciones esencialmente frívolas, comerciales y 'carentes de compromiso ideológico". Ahí estaba, claro, Conchita Velasco con su "Chica ye-yé"... pero en ese grupo se metería también a cantantes como Massiel, que sin embargo grabaría en 1972 un poquísimo florido disco con composiciones de Bertolt Brecht.
Pero el compromiso político de ciertos géneros musicales no era siempre fácil de medir. En el sur de la Península y a finales de los sesenta, el rock progresivo se unía al flamenco para dar lo que aquí se llamó simplemente underground, con grupos como Smash, Triana o Lole y Manuel. Estaba claro que el Manifiesto de lo borde—donde se establecían cuatro tipos de personas, desde los "hombres de las praderas" como Dylan a los "hombres de las cuevas suntuosas", los "presidentes de consejos de administración"— no se enmarcaba en la línea estética ni moral del régimen. Pero ¿formaba parte de la cosmogonía de la izquierda combativa, con declaraciones de principios tipo "Solo se puede vivir tortilleando" o "Solo puede uno corromperse por el palo de la belleza"? La gran ventaja era que lo que Panera llama "solipsismo experimental" no era detectado por la censura como un peligro. Pero en este género se ejemplifica una disputa aún vigente en la izquierda: ¿puede ser un desafío al poder el arte que invita a cierta evasión, o es siempre contrarrevolucionario? La exposición zanja: en festivales a lo Woodstock, una estética arriesgada o incluso el consumo de drogas, y apartando la "mordaza asfixiante de la dictadura", muchos jóvenes aprendieron "a vivir como si la libertad ya existiera".
Por debajo del gris del franquismo, detrás de las ventanas se podían escuchar, poniendo un poco de atención, unas notas de jazz, los primeros acordes del rock, un pop combativo, el underground andaluz. Con frecuencia la música funciona como refugio, pero ¿hasta qué punto la contracultura se enfrentó a la dictadura desde la posguerra hasta su caída? ¿Cómo se relacionó con el régimen? ¿Hasta qué punto la música puede resultar amenazante para el sistema político? La exposición El pintor de canciones, hasta el 11 de noviembre en el Teatro Fernán Gómez de Madrid —dependiente del Ayuntamiento—, se plantea estas preguntas mientras recorre tres décadas de la escena española, hasta la llegada de la democracia en 1978.