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Margarita Ledo (Castro de Rei, Lugo, 1951) se encontró por primera vez con Nieves P. Lusquiños en un vídeo de una web del Concello de Pontevedra. Mientras liaba cigarrillos y fumaba, rememoraba junto a sus compañeras su historia como trabajadora en la fábrica de loza Alfares de Ponte Sampaio, más conocida como Pontesa, abierta en Vigo en 1958 y cerrada en 2001. En aquel vídeo, Lusquiños decía (en gallego): “No trabajéis nunca gratis, por favor, a la mierda”. Y la cineasta gallega supo que tenía que contar con ella en el proyecto en el que trabajaba. Después de haber hablado de la lucha antifranquista o de las mujeres gallegas que emigraron a latinoamérica, sabía que esta vez tenía que mirar más cerca de casa: “Me faltaba tocar mi generación, las mujeres que empiezan a trabajar en el sector industrial y que con su desmantelamiento se las expulsa del trabajo asalariado”. Mujeres como Nieves P. Lusquiños. Fue a buscarla a su casa y, para convencerla de participar en Nación (en cines el 26 de marzo), acabó invocando un talismán: el Dyane 6 amarillo descapotable que pudo agenciarse con el sueldo de la fábrica y que tantos recuerdos le traía. “Si te apuntas, yo te consigo el Dyane 6”. Y lo hizo.
Nación cuenta la historia de las trabajadoras de Pontesa, que es similar a la de las trabajadoras de la conservera Odosa o la textil Telanosa, todas en el entorno industrial de Vigo. Pero Nación no es un documental al uso. No es una sucesión de bustos parlantes ni se construye con entrevistas comunes al grupo de antiguas empleadas de Pontesa que recluta Ledo. La cineasta dirige las conversaciones de sus protagonistas, las hace reproducir sus propias frases en contextos extraños, las pasea por escenarios dispares... Es como si quisiera recrear la memoria por medio de una cierta poética: la de las voces de las mujeres, la de los versos de la escritora Eva Veiga, que participa en la cinta, la de los lugares. Lleva a las exempleadas de Pontesa a las antiguas naves que abandonaron hace 20 años, a las taquillas que ya no son suyas: allí, “se quedan petrificadas, como estatuas”, dice la cineasta. Cuando las lleva a otra fábrica aún en marcha, las protagonistas reverdecen y hablan animadamente de sus muchos años en Pontesa, que recuerdan como felices. Felices, hasta que el Instituto Nacional de Industria, que había comprado el grupo de empresas al que pertenecía, decide desmantelar las fábricas y acaba malvendiéndolas a la valenciana Estudesa. Cuando la empresa cerró en 2001, dejó a deber a las trabajadoras buena parte de sus salarios y de las indemnizaciones por despido. Todavía no los han recuperado.
Pero la película es sobre todo un ejercicio de memoria feminista y sindical. Entrar a trabajar en una fábrica como Pontesa —a veces contra la voluntad de las familias— suponía para las mujeres salir de la reclusión doméstica y escapar de los trabajos remunerados que les esperaban, muy precarios, mal valorados y sin ninguna cobertura social. Nieves P. Lusquiños entró en Pontesa a los 14 años y recuerda la primera vez que recibió el sobre con la paga semanal: “Pensé que era rica”. Pero no era solo el dinero, que no es poco en un entorno de pobreza. Era la libertad de ir y venir, trabajar amistad con otras mujeres, “hablar de cosas de las que no se podía hablar”, ir de vez en cuando a tomar un gin tonic... Nada de eso parecía posible sin esa parcela de libertad. “Fue estupendo, me encantó esa época”, cuenta la extrabajadora en la película, de nuevo liándose un cigarro. Si esto es así, es porque fue también una época de lucha. Otra trabajadora señala que, al arrancar su trabajo en la fábrica, la jornada era de 51 horas semanales. Fueron las propias mujeres las que, organizadas y mediante la negociación con la empresa, lograron llevarla hasta las 40 horas. Consiguieron implantar la jornada continua, consiguieron que la empresa montara un economato, más barato que las tiendas de los pueblos. Consiguieron una hora para dar el pecho a sus hijos. Construyeron donde no había.
De eso dan cuenta las imágenes de archivo que maneja la cineasta, extraídos de la televisión pública gallega —nunca usados—, de archivos personales y grabaciones caseras, de los publirreportajes de las fábricas o de otros documentales, como Doli, doli, doli. Aquí el foco se abre más allá de Pontesa para reflejar el conflicto sindical de toda la región: unas trabajadoras cortan las vías del tren para protestar contra los despidos, otras se encierran en la fábrica, otras entra en huelga de hambre... “La zona de Vigo es muy reivindicativa, vienen los ecos de Ferrol, la lucha contra la construcción de la autopista... Las mujeres estaban ahí, y van teniendo conciencia. En Arcade, entran inmediatamente en el comité de empresa. Están habituadas a parar ellas la fábrica, articulan un sistema de comunicación interna que les funciona muy bien”.
“Yo digo siempre: este es un filme de mujeres trabajadoras que sueñan con volver a la fábrica”, explica Margarita Ledo. “Porque soñar con volver a la fábrica es soñar con tener derecho a un salario normal, estar dentro de las relaciones de producción como cualquier otro ciudadano. Esa es la nación: ser sujetos de pleno derecho”. La incorporación al mundo laboral era sinónimo de entrar a formar parte de la vida pública y política. Organizadas en sindicatos, dentro de las fábricas y en manifestaciones, pero también yendo a los bares o tomando las primeras vacaciones. “Empiezan a recuperarse como personas con derecho al gozo. Abandonar eso de aguantar todo y, como decía Marguerite Duras, eso de ser instruidas en el dolor”, apunta la cineasta. El cierre de la fábrica, que pilló a muchas después de 40 años de faena y entradas en los 50, supuso una ruptura. Era imposible volver a entrar en el mercado de trabajo. Algunas volvieron al campo, como jornaleras, o se dedicaron a hacer trabajos “casi artesanales”. Otras se encargaron del cuidado de familiares. Unas pocas lograron meter un pie en el sector servicios, con peores condiciones laborales de las que habían luchado por conseguir, sin contratos, sin alta en la Seguridad Social. “El desmantelamiento de las fábricas es el desmantelamiento de toda una vida”, dice Ledo. “La reconversión industrial fue la gran falacia y el gran engaño de la propuesta neoliberal”.
Pero no se perdió todo. “¿Sabes qué queda? En ellas, una comprensión absoluta de todo lo que está pasando, una identificación rápida con todo lo diferente. Son mujeres que están en el 8M, de aquella experiencia queda una porosidad a todo lo que tiene que ver con la independencia de las personas para decidir, para movilizarse por lo que quieren”, cuenta Margarita Ledo. “Les gusta todo aquello que rasgue el sistema”. Y también queda algo de esa lucha en las nuevas generaciones: una de las películas del 2020 ha sido El año del descubrimiento, de Luis López Carrasco, que era un niño cuando se puso en marcha la desindustrialización de Cartagena que ahora estudia. “Hay una frase que me gusta mucho al inicio del Descubrimiento: 'No lo recuerdo, pero lo viví'. Esta generación, que fue criada en esas falsas ideas del desarrollismo y de la globalización, se encuentra que el futuro no era como le habían dicho, y que no tiene ningún referente, que no se puede explicar por qué las cosas pasaron así. Es la revancha contra eso de que estamos en el mejor de los mundos posibles, de ese aparato de propaganda fortísimo”. Queda la memoria, y lo más difícil de lograr de toda la película: el Dyane 6 amarillo descapotable.
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