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Una novela y muchos gramos de cocaína

Aunque no vaya a pasar como tal al canon literario, se podría hablar de un género toxicómano en el que se incluyesen las drogas como (supuesta) fuente de inspiración y también como contenido. Por ejemplo, hay una leyenda sobre el escritor argentino Fogwill del que se dice que escribió su célebre Los pichiciegos durante un fin de semana con la ayuda de 12 gramos de cocaína; incluso hay otras dedicadas en exclusiva a la drogadicción, como Los paraísos artificiales, el ensayo en el que Charles Baudelaire narra su experiencia con el hachís y el opio. La lista de literatos adictos a diferentes sustancias psicotrópicas es, asimismo, amplisíma: Sherlock Holmes, Arthur Conan Doyle, Thomas De Quincey, Jack Kerouac o Stephen King. Hasta el italiano Roberto Saviano (Cero, Cero, Cero) se ha vuelto un experto en contar cómo funciona el mercado del tráfico de la cocaína. Sin embargo, lo que motivó a Daniel Jiménez (Madrid, 1981) a escribir Cocaína (Galaxia Gutenberg), no fue precisamente la farlopa, sino “la necesidad de salir adelante” en un momento en el que sentía frustración, rabia y el descontento de una generación –como bien decía el lema- sin futuro.

Así, la historia recrea la vida de un personaje llamado Daniel, que comparte mucho más con el autor que el nombre y una vocación, la literaria, frustrada. El Daniel ficticio vive un momento atormentado y asfixiante del que sólo puede escapar de dos maneras: llamando a su camello, Andrés, la única persona que siempre le responde al teléfono; o escribiendo por fin la novela que se le resiste. La literatura aparece, pues, como otro personaje y también como una redención para ambos, el escritor real y el imaginario. Cocaína arranca la noche de fin de año con un Daniel agradecido por no haber sufrido el exilio político o el hambre que asola a millones de personas, pero que no tiene mejor plan para pasar esa noche que pillar varios gramos de cocaína. A partir de entonces se desarrolla una trama armada a modo de diario, pero escrita en segunda persona, en la que Daniel parece adentrarse en el abismo entre gramos y gramos de polvo blanco.

“Lo bueno de la segunda persona es que propone un juego con la realidad y produce el extrañamiento del lector”, explica el recién estrenado escritor, “el lector tiene la sensación de que le están hablando a él y, además, con la primera persona habría caído en el tópico y la novela habría perdido fuerza e identidad”. Incide en que el hecho de compartir buena parte de las experiencias con el protagonista –ambos son amigos del director de cine Rodrigo Sorogoyen y hacen un cameo como “borrachos” en la película Stockholm- “son elementos de la vida real llevados al extremo”.

Cocaína ha recibido el premio Dos Passos a la primera novela, convocado por la agencia literaria Dos Passos, el ámbito Cultural de El Corte Inglés y la editorial Galaxia Gutenberg, y está dotado con 12.000 euros. Un premio que recibió, dice, “con bastante asombro”, ya que llevaba muchos años intentando entrar en el mundillo literario. “Tengo escritas un par de novelas que me parecen interesantes, pero ninguna de ellas recibió ningún feedback positivo de las editoriales a las que se las presente”, señala jocoso Jiménez. Desde la distancia y con su primera novela publicada sobre la mesa, tacha sus anteriores trabajos de “inmaduros” e “imperfectos”, pero un buen material para ponerse a trabajar en ellas en un futuro no muy lejano, pese a su incapacidad manifiesta de seguir una rutina para escribir.

La "mala hostia" de una generación

Cocaína está escrita, dice Jiménez, con “bastante rabia y mala hostia”. De esta manera, el Daniel de la novela vive atado a trabajos precarios, psicólogos expertos en toxicómanos que en lugar de escuchar al paciente le sueltan sus propios dramas, y un suceso horrible que ha marcado su vida familiar: el suicidio de su hermana. Por ello, cuando parece que ha tocado fondo, la idea de la muerte y las ganas de desaparecer del protagonista, inundan la novela, pero siempre aparece al final el ideal romántico de que la literatura podrá salvarle. Jiménez también hace alarde de otro ideal que podría sonar romántico: la intención de presentar su novela como un acto de rebeldía literaria y una manera diferente de contar las cosas. Pero, ¿qué tiene su novela de original? “La rabia es bastante característica y también la manera de contar, con crueldad y realismo”, responde Jiménez, “buscaba una novela con más imperfecciones y más dura”.

En su biografía, donde figuran trabajos como periodista, camarero o dependiente, también subraya que “nunca ha tenido Facebook” ni tampoco está entre sus prioridades crearse una cuenta en esta red social. Preguntándole sobre si esto es algo negativo, Jiménez ríe y resume su postura: “En el libro el personaje desnuda sus miserias completamente, justo lo contrario a lo que se hace en Facebook, donde se exhibe siempre lo positivo y la impostura. Me hacía gracia ese doble juego frente al exhibicionismo constante que se utiliza en las redes sociales”. Sin embargo, contra todo pronóstico, Jiménez sí tiene una cuenta de Twitter; y, por fin, una novela publicada.

Aunque no vaya a pasar como tal al canon literario, se podría hablar de un género toxicómano en el que se incluyesen las drogas como (supuesta) fuente de inspiración y también como contenido. Por ejemplo, hay una leyenda sobre el escritor argentino Fogwill del que se dice que escribió su célebre Los pichiciegos durante un fin de semana con la ayuda de 12 gramos de cocaína; incluso hay otras dedicadas en exclusiva a la drogadicción, como Los paraísos artificiales, el ensayo en el que Charles Baudelaire narra su experiencia con el hachís y el opio. La lista de literatos adictos a diferentes sustancias psicotrópicas es, asimismo, amplisíma: Sherlock Holmes, Arthur Conan Doyle, Thomas De Quincey, Jack Kerouac o Stephen King. Hasta el italiano Roberto Saviano (Cero, Cero, Cero) se ha vuelto un experto en contar cómo funciona el mercado del tráfico de la cocaína. Sin embargo, lo que motivó a Daniel Jiménez (Madrid, 1981) a escribir Cocaína (Galaxia Gutenberg), no fue precisamente la farlopa, sino “la necesidad de salir adelante” en un momento en el que sentía frustración, rabia y el descontento de una generación –como bien decía el lema- sin futuro.

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