Novelarás el sudor de mi frente

En 1985, el profesor Robert S. Mcelvaine constató que, si bien los trabajadores del metal, los camioneros o las mujeres en las cadenas de montaje no habían desaparecido completamente de la narrativa estadounidense, ya no son los héroes que fueron en épocas anteriores. "Desde la Segunda Guerra Mundial, pocas novelas sobre la clase trabajadora se han ambientado en el presente".

En 2009, se creó en Francia el Prix du roman d’entreprise et du travail, que distingue una novela por sus cualidades literarias y la lucidez de su mirada sobre el mundo laboral. "Se discute mucho sobre el empleo, las cifras, el desempleo, pero muy poco sobre el trabajo" explicó uno de sus promotores, Jean-Claude Delgenes. En su opinión, la literatura de los siglos XVIII y XIX se ocupaba del trabajo "mucho más que hoy". Y citaba, claro, a Zola, Balzac, Hugo…

La gran fuerza

Y a cada nuevo viaje, Esteban volvía a encontrar el calor sofocante del fondo de la cantera, la cadencia sorda de las herramientas y los suspiros dolorosos de los cortadores de arcilla, trabajando contra la hulla con verdadero encarnizamiento. Los cuatro se habían puesto desnudos completamente, confundidos entre los montones de carbón y llenos de barro negro hasta la cabeza. (…) Zacarías y Levaque se irritaban contra la veta, que cada vez iba siendo más dura, según decían, lo cual haría insoportables las condiciones del destajo que habían negociado con Maheu.

Germinal (1885. Ciclo Rougon-Macquart) está consagrada al proletariado de la mina; en 1901, un año antes de su muerte, Zola dio a imprenta el que algunos consideran su testamento literario y político, Trabajo.

Decidnos: ¿es que el trabajo asalariado, el trabajo del propietario, le rinde propiedad? No, ni mucho menos. Lo que rinde es capital, esa forma de propiedad que se nutre de la explotación del trabajo asalariado, que solo puede crecer y multiplicarse a condición de engendrar nuevo trabajo asalariado para hacerlo también objeto de su explotación. La propiedad, en la forma que hoy presenta, no admite salida a este antagonismo del capital y el trabajo asalariado.

Un tono que nada tiene que ver con el que, ese mismo año, emplea Irina, una de las Tres hermanas de Chejov.

¡El hombre, sea quien sea, tiene que trabajar con el sudor de su frente! ¡En esto solo está el sentido y el fin de su vida, de su felicidad, de sus entusiasmos! ¡Qué hermoso ser el picapedrero que, apenas amanece, se levanta para picar piedras en la calle..., o el pastor, o el maestro que instruye niños..., o el maquinista del ferrocarril!... ¡Dios mío!... ¡No digo ya ser hombre!... ¡Preferible es ser un buey o un simple caballo y trabajar..., que ser la mujer joven que se levanta a las doce, toma su café en la cama e invierte dos horas vistiéndose!... ¡Oh, qué terrible!... ¡Esa sed de beber que se siente en día de calor, tengo yo de trabajar!

Y como el entusiasmo es contagioso, el Barón Tusenbach, que admite no haber trabajado en su vida, anuncia:

¡Yo trabajaré, y dentro de veinticinco o treinta años trabajarán todos los hombres! ¡Todos!

Un ardoroso vaticinio que, desde luego, no se cumplió.

Todas las crisis, grandes y pequeñas

Suponte que tú ofreces un empleo y solo hay un tío que quiera trabajar. Tienes que pagarle lo que pida. (…) Supón que haya cien hombres interesados en el empleo; que tengan hijos y estén hambrientos. Que por diez miserables centavos se pueda comprar una caja de gachas para los niños. Imagínate que con cinco centavos, al menos, se pueda comprar algo para los críos. Y tienes cien hombres. Ofréceles cinco centavos y se matarán unos a otros por el trabajo.

John Steinbeck contó, en Las uvas de la ira (1939) la historia de una familia desahuciada por el banco que viaja en busca de una vida mejor en los EEUU de la Gran Depresión.

Y llegó el día en que los propietarios dejaron de trabajar sus fincas; cultivaron sobre el papel, olvidaron la tierra, su olor y su tacto, y solo recordaron que era de su propiedad, solo recordaron lo que les suponía en ganancias y pérdidas. (…) Un hombre podía trabajar y alimentarse; y se daba el caso de que, al acabar el trabajo, este hombre debía dinero a la compañía. Y los propietarios no solo no trabajaban las fincas, sino que muchos de ellos ni siquiera las habían visto.

Dos décadas después, aquí, algunos escritores hacían de sus novelas el espejo en el que no se quería mirar la España oficial. Dos ejemplos entre otros posibles: en 1959, Armando López Salinas se quedó a las puertas del Premio Nadal con La mina, la historia de un campesino andaluz obligado a emigrar a una ciudad minera en busca de trabajo; y el recientemente fallecido Antonio Ferres escribió La piqueta, protagonizada por una familia del barrio madrileño de Orcasitas cuya casa va a ser derribada. En crisis más recientes, el relevo lo han tomado autores como Marta Sanz (Animales domésticos: la clase media en decadencia), Belén Gopegui (El padre de Blancanieves: la precariedad laboral, la inmigración) o Isaac Rosa (La mano invisible: el deterioro de las condiciones laborales).

"En esta novela los protagonistas trabajan", decía el paratexto editorial de esta última; un trabajo que a los lectores se nos antoja absurdo. Como lo es, aunque el sinsentido es diferente, el que una joven belga nacida en Japón, Amélie (Nothomb), acepta en la empresa Yumimoto, un año de humillaciones, desprecios y desencuentros consecuencia del choque entre las costumbres de oriente y occidente y la jerarquización de las relaciones sociales, un año de Estupor y temblores.

—Mientras su contrato todavía esté en vigor, ¡tiene la obligación de obedecerme! (…) ¡Insolente! ¡Usted no tiene ningún derecho a hacerme preguntas! Usted debe limitarse a cumplir mis órdenes.

—¿Qué tengo que perder, si no obedezco? ¿Que me pongan de patitas en la calle? Eso me vendría bien.

La pata quebrada, y tal 

Al acabar el trabajo, a Matilde le duelen los hombros. Después hay que desempolvar los frascos de los caramelos y los escaparates, y, por último, colocar los pasteles en las bandejas, retirando antes los averiados del día anterior, y establecer pequeñas pirámides de bollos sobre anchas bandejas de madera, cuidando mucho de poner sobre los frescos los "viejos", para venderlos primero, y llenar los vanos en las bandejitas de los bombones. (…) El ojo de la encargada —vigía y capitán al propio tiempo— no deja de atisbar desde el mostrador de enfrente cada acto, cada gesto de las empleadas. aun cuando la limpieza ordinaria se haya efectuado, la "buena dependienta" nunca debe permanecer ociosa. "Aunque parezca que todo está hecho, siempre queda algo por hacer".

Al cabo, "Diez horas de trabajo, cansancio, tres pesetas", leemos en Tea Room, mujeres obreras, de Luisa Carnés. Trabajar por necesidad, en la esperanza de dejar de hacerlo; trabajar porque una es pobre, pero honrada, como esas muchachas a las que Pepe Rey, hombre de ideas liberales, ve en Doña Perfecta, de Pérez Galdós.

Podrá el vicio reinar aquí dijo para sí; pero las fisonomías, los muebles, todo me indica que estos son los infelices restos de una familia honrada. Si estas pobres muchachas fueran tan malas como dicen, no vivirían tan pobremente ni trabajarían. En Orbajosa hay hombres ricos.

Las cosas, desde luego, han cambiado, aunque incluso hoy, si eres mujer y trabajas, nunca puedes librarte de un cierto sentimiento de culpa. Leila Slimani cuenta, en Canción dulce, la historia de Myriam, abogada, casada y madre de dos hijos, que decide contratar a una niñera para poder volver a ejercer. La autora explicó el dilema que se le plantea: "Myriam está dividida: se siente culpable de no estar con sus hijos, de cuestionarse como madre, pero también tiene la impresión de no ser una buena abogada, o de ser una buena esposa. Tiene la impresión de hacer las cosas a medias. Hay muchas mujeres que se encuentran en esa situación".

Un humilde propósitos

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En este repaso, necesariamente somero, faltan obras y situaciones. Añadimos uno: George Pérec imaginó, en El arte de abordar a su jefe de servicio para pedirle un aumento (me dicen que, en varias bibliotecas, está etiquetado dentro de la sección "Empleo": la ficción se instala en la realidad), qué ocurre cuando, "tras haber reflexionado seriamente tras haber sacado fuerzas de flaqueza usted se decide a ir al encuentro de su jefe de servicio para pedirle un aumento".

Nada nos permite pensar que la próxima vez que usted esté sentado enfrente del sr x explicándole detalla­damente con una voz que la edad habrá empezado a volver ligeramente temblorosa las dificultades de su existencia él no lo escuche con una atención simpática y casi emocionada y no le deje a usted entrever la esperanza de un próximo aumen­to usted no tendría que tener nada contra él si ese aumento no tiene lugar en los días que siguen ya le hemos explicado que se trataba de un problema complejo espere seis meses después cuando al cabo de seis meses sus esperanzas hayan sido abso­lutamente frustradas vaya de nuevo a ver al sr x y si él está si levanta la cabeza cuando usted llama si le hace pasar de inme­diato si le ofrece a usted un asiento y si accede a escucharlo vuelva usted a esforzarse en convencerlo.

Lo dicho. Son apenas unos apuntes, fruto de una elección caprichosa y personal cuya única vocación es despertar el apetito de la lectura en estas vísperas del 1 de mayo.

En 1985, el profesor Robert S. Mcelvaine constató que, si bien los trabajadores del metal, los camioneros o las mujeres en las cadenas de montaje no habían desaparecido completamente de la narrativa estadounidense, ya no son los héroes que fueron en épocas anteriores. "Desde la Segunda Guerra Mundial, pocas novelas sobre la clase trabajadora se han ambientado en el presente".

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