Una ópera en las alcantarillas del machismo

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El agua estancada no suele ser un buen augurio. Federico García Lorca utilizaba los charcos y los pozos como un símbolo del fatalismo, pero también para aludir a la fertilidad o el deseo sexual. Esos usos, y alguno más, aparecen coincidentemente en la enorme cloaca en la que chapotean sin enterarse los protagonistas de Lady Macbeth de Mtsensk, la segunda y última ópera de Shostakóvich, con la que el Liceu de Barcelona ha decidido estrenar la temporada. 

Hasta 10.000 litros de agua freática, de subsuelo (y esto es literal, pero a la vez una profunda evocación) inundan un escenario lleno de ratas: las reales, mencionadas en la obra, y las figuradas, que son en el fondo todos los personajes, despiadados por separado y escalofriantes como sociedad. Todos salvo Katerina, interpretada por Sara Jakubiak, que es la víctima de un patriarcado feroz. 

Lady Macbeth es la historia de la esposa de un comerciante hastiada, aburrida y maltratada por todos, que para evadirse de su insoportable situación se agarra al falso amor que le propone un empleado (un farsante) recién llegado a la empresa familiar. Su desesperación la lleva a matar a su marido y a su suegro. Además de sufrir fortísimos remordimientos, es descubierta por la policía y finalmente despreciada por el hombre en el que buscó refugio.

Lady Macbeth no es agradable. Sus melodías no se silban alegremente al salir del teatro, entre otras cosas porque aquí, alegría hay poca. Tampoco es un drama de sobremesa que encoge el corazón un ratito antes de que uno pueda apretarse una buena merienda. Es un golpe en el estómago cuyo impacto multiplica una puesta en escena descarnada como el machismo mismo. La representación incluye una angustiosísima violación por parte de decenas de obreros que se comportan como una manada salvaje. 

Censurada por Stalin

El director de escena, Álex Ollé, es ya un prolífico creador de óperas y llevaba tiempo queriendo trabajar en esta. La original se estrenó en 1934 con un gran éxito, al menos al principio. Estaba llamada a ser la primera de tres óperas con las que Shostakóvich quería retratar las penurias de la mujer rusa, pero fue censurada por el propio Stalin cuando la vio. Cuentan que al dictador le faltó muy poco para purgar al compositor, algo que hizo con otros muchos artistas cuya obra seguía y criticaba. 

Sólo dos años después, Lorca escribía en España La casa de Bernarda Alba, que habla sobre la opresión, el deseo prohibido y la tradición machista de todo un país. Las dos obras deparan finales trágicos para sus protagonistas. También la obra de teatro de Lorca fue censurada (y su autor, asesinado) hasta el punto de estrenarse en el Buenos Aires del exilio casi una década después. Vista así, una Lady Macbeth cantada en ruso y desconocida para buena parte del gran público (en el Liceu sólo se había presentado en una ocasión, hace más de dos décadas), no parece tan ajena. Rusia no está tan lejos, en más de un sentido.

En un momento en el que, inexplicablemente, algunos responsables políticos niegan la violencia machista o frivolizan con ella (hasta el punto de considerar, contra toda evidencia, más importante la creación de oficinas para los hombres víctimas de la violencia sexual), no deja de ser sugerente la firme apuesta del teatro barcelonés por esta ópera como puesta de largo de la temporada. La obra tiene casi 100 años, pero el machismo sigue, también el que culpa y no cree a la víctima. Por la alfombra roja desfilaron, en el estreno, un sinfín de responsables políticos y empresarios, probablemente sin saber que la virulencia de la obra podía atragantarles el cava. 

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Hay muchos aciertos en el trabajo de Ollé. Están los reflejos de ese agua turbia (se dejan ver hasta en las pinturas del techo), que pueden actuar como un espejo del propio espectador. También la cama que sirve al principio como refugio y a la vez sede de lo prohibido pero que al final acaba revelándose como una prisión (las celdas de Siberia son un montón de camas idénticas sobre el escenario). La boda de los amantes es totalmente contemporánea y el coro sirve a una descarnada expresión de una sociedad opresiva. Unos enormes paneles funcionan como muros imposibles de derribar y la iluminación de Urs Schönebaum es brillante, reservando su clímax para un final muy evocador.

La orquesta, dirigida por Josep Pons, multiplica la propuesta escénica con una interpretación enormemente nítida, acompañando a los cantantes en su desesperación y violencia y creando un espeso universo cuando suena ella sola, bien en los interludios o a través de los solos de varios de sus instrumentos. Jakubiak es una elección excelente para Katerina, por su dramatismo vocal, que transmite bien la fragilidad y la angustia del personaje. Pavel Cernoch en el papel de Sergei también resulta sólido y creíble.

Sorprende que un proyecto así no haya podido ser coproducido con otros teatros, donde seguramente hubiera sido bien tan recibida como por los espectadores del Liceu. Algunos, eso sí, desertan en el transcurso de las representaciones, que siguen hasta el 7 de octubre y aprovechan el intermedio o alguna escena de alto voltaje sexual para marcharse. Esos son, probablemente, los que van a la ópera pero no están dispuestos… a tirarse a la piscina. 

El agua estancada no suele ser un buen augurio. Federico García Lorca utilizaba los charcos y los pozos como un símbolo del fatalismo, pero también para aludir a la fertilidad o el deseo sexual. Esos usos, y alguno más, aparecen coincidentemente en la enorme cloaca en la que chapotean sin enterarse los protagonistas de Lady Macbeth de Mtsensk, la segunda y última ópera de Shostakóvich, con la que el Liceu de Barcelona ha decidido estrenar la temporada. 

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