Hace un año, las obras de autores como Federico García Lorca o Miguel de Unamuno pasaban a ser de dominio público. Era un día feliz para el mundo editorial, pero también uno triste: siguiendo la Ley de Propiedad Intelectual, los derechos de sus obras se liberaban a los 80 años y un día de su muerte (70 años para los fallecimientos posteriores al 7 de diciembre de 1987, cuando se modificó la normativa). Ocho décadas del golpe de Estado fascista que le arrancó la vida del primero y acabó con las energías del segundo, que murió bajo arresto domiciliario. En 2018, crece la nómina de autores fallecidos durante la Guerra Civil cuyas obras se liberan. Y el mosaico que componen da una idea de los horrores del frente y de su retaguardia.
La Biblioteca Nacional de España ha seleccionado e indexado, como hizo a comienzos de 2017, a los 111 autores con títulos en sus fondos y desaparecidos en 1937. No hay entre ellos nombres tan luminosos como el de Lorca, símbolo de toda la represión franquista. Pero hay tres que dan ejemplo no solo de la crueldad de la guerra, sino también de las oscuridades que sucedían lejos del frente. Está Andreu Nin, máximo dirigente del POUM (además de traductor del ruso y autor de varios textos políticos) asesinado por orden de Stalin tras las Jornadas de Mayo. Está Ángel Pestaña, secretario general de la CNT (y autor de varios estudios sobre sindicalismo y revolución, además de una crónica desde Rusia), fallecido en Barcelona tras un profundo debilitamiento causado por la contienda. Y está Emilio Mola, el general fascista y cabecilla del alzamiento que perdió la vida en un accidente aéreo tras el que se llegó a sospechar que se encontraba Francisco Franco.
Desde el 1 de enero, y en España, cualquiera puede publicar libremente sus textos, siempre que se respeten los derechos morales del autor, que no se extinguen (esencialmente, que se reconozca su paternidad). En el caso de Mola, su última publicación, la de sus Memorias, data de 1977 (Planeta), y no es descabellado pensar que sus escritos sobre vida militar publicados en los años veinte y treinta o sus panfletos editados durante la Guerra Civil no tendrán mucho interés editorial. De Pestaña se editó en 2016, sin embargo, el Informe de mi estancia en la URSS (por el Movimiento Cultural Cristiano, editorial heredera de la antifranquista ZYX). Andreu Nin es sin duda el más presente en el catálogo, sobre todo por sus traducciones al catalán de Tolstoi o Dostoievski (Anna Karènina y Crim y càstig en Labutxaca), pero también por sus Textos de pedagogia i literatura, sus artículos periodísticos (ambos en Llibres de Matrícula) o sus reflexiones sobre La revolución española (Diario Público).
Pero con ellos hay otros muchos nombres, en su mayoría desconocidos, que dan una idea de lo que se perdió en el 37, de lo que se perdería aún durante más de un año de guerra aún, y lo que seguiría perdiéndose en las cárceles franquistas. El de Mario D'Ancona, que escribió varios novelas de folletín —la editorial Guerri, dedicada a la literatura popular, utilizaría luego su nombre como seudónimo de otros autores— antes de ser comandante del bando republicano y de morir finalmente en el frente de Ronda. O el de Francisco Aranda y Millán, médico y zoólogo. No fue su conocimiento en silúridos lo que le llevó a ser fusilado por el bando fascista en Pedrola (Zaragoza). Era también masón y republicano, nombrado gobernador civil de Badajoz en 1931. Podría haberse salvado: la sublevación le pilló en Noruega, y regresó para encontrarse que el rector de su universidad, en Zaragoza, se había unido al golpe.
La lista no es corta. Está el piloto Marià Foyè, que a sus 24 años dejó una sola obra: Resum d'aviaciò, el primer texto de aeronáutica en catalán. Fue abatido en la batalla de Tardienta cuando combatía, como voluntario republicano, de ametrallador en un Dragon Rapide y murió cinco meses después en Barcelona. Está Leopoldo García-Alas, hijo de Clarín y rector de la Universidad de Oviedo durante la II República, detenido a los pocos días del golpe y fusilado en la cárcel modelo de la ciudad. Está Alexandre Jaume, periodista y compromisario en Baleares nombrado por Manuel Azaña, detenido en Pollensa en 1936 y ejecutado junto a Emili Darder, último alcalde republicano de Palma, en el cementerio de la capital.
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Pero la retaguardia republicana podía ser también un lugar terrorífico. Lo fue para Joaquín Adán Satué, dramaturgo y empresario, además de candidato monárquico independiente por Bizkaia en 1936. Tras el golpe, que apoyaba, fue encarcelado en la cárcel de los Ángeles Custodios de Bilbao, y sería asesinado más tarde junto a otros cientos de presos en los asaltos a las prisiones por parte de milicianos, en represalia por los bombardeos fascistas. O para Luis Carpio Moraga, poeta jienense y político local de derechas, cuyo cuerpo está probablemente en las trincheras del Río Salado, cerca de Martos, su pueblo. O para José Alguer, catedrático de Derecho Civil en Barcelona, fallecido de insuficiencia renal tras pasar por la checa de San Elías. Allí se le detuvo para tratar de averiguar el paradero del falangista Blas Pérez González, que sería ministro de Gobernación franquista entre 1942 y 1957.
Hay otros finales. Menos violentos, menos heroicos, igual de atravesados por la guerra. La que iba dejando a una población hambrienta y enferma. La que estaba detrás de muertes no tan naturales como la de Josep Comas i Solà, astrónomo, divulgador científico y anarquista, muerto de una bronconeumonía en 1937 cuyo entierro estuvo presidido por Lluís Companys y Federica Montseny. Como la de Carles Capdevila, periodista y escritor fallecido en Barcelona tras un debilitamiento progresivo. O la de Juan Carandell y Pericay, republicano, geólogo y catedrático de Historia Natural al que la tuberculosis le encontró en esa misma ciudad. Y la mala suerte: la de Nicolás de Lekuona, fotógrafo de vanguardia movilizado a la fuerza como camillero por los golpistas tras la caída de Gipuzkoa y muerto en un bombardeo de su propio bando.
Entre todos ellos produjeron unos 640 títulos de los que la BNE ha digitalizado ya 270. La mayoría murió antes de tiempo, con otros muchos que escribir.
Hace un año, las obras de autores como Federico García Lorca o Miguel de Unamuno pasaban a ser de dominio público. Era un día feliz para el mundo editorial, pero también uno triste: siguiendo la Ley de Propiedad Intelectual, los derechos de sus obras se liberaban a los 80 años y un día de su muerte (70 años para los fallecimientos posteriores al 7 de diciembre de 1987, cuando se modificó la normativa). Ocho décadas del golpe de Estado fascista que le arrancó la vida del primero y acabó con las energías del segundo, que murió bajo arresto domiciliario. En 2018, crece la nómina de autores fallecidos durante la Guerra Civil cuyas obras se liberan. Y el mosaico que componen da una idea de los horrores del frente y de su retaguardia.