Gaby tiene diez años y no entiende la diferencia entre los hutus y los tutsis, eso de lo que todo el mundo a su alrededor ha empezado a hablar. Su padre trata de quitar importancia al tema, pero Gaby insiste. "¿Es porque son de distintos territorios?". "No", le responde su padre. "¿Porque hablan lenguas distintas?". "No". "¿Porque tienen una religión distinta?". "Tampoco". El padre intenta que el niño duerma tranquilo una noche más. "¡Es porque tienen distinta nariz!", le contesta, al fin, entre risas mientras acuesta a la hermana pequeña de Gaby. Y les explica que los hutus la tienen más chata y los tutsis, más afilada. El padre se ríe pero el espectador sabe ―o intuye― que aquel tema de la nariz, en realidad, no tiene ninguna gracia. Lo mismo le pasa a Gaby.
Gaby es un niño que crece en los años noventa en Burundi, el pequeño país de África central, limítrofe con Ruanda, que da título a la película. Es un niño mestizo, hijo de un padre francés y una madre ruandesa refugiada, tutsi. En cualquier otra historia, tal vez no harían falta tantas etiquetas para hacer las presentaciones, pero es que la de Pequeño país habla precisamente de eso, de la importancia que empiezan a cobrar todas esas etiquetas en la identidad de un chaval que, hasta ese momento, solo aspiraba a birlar con sus amigos unos cuantos mangos al vecino para sacarse un dinerillo extra.
La película, del director francés Eric Barbier (Promesa al amanecer, Le brasier), es la adaptación de una novela del mismo nombre escrita por el rapero de origen burundés Gaël Faye, que fue todo un fenómeno editorial en Francia en 2016. Como el protagonista, el escritor creció en Burundi y convivió, con la ingenuidad de un niño, con los horrores de la guerra. Y desde esa mirada se cuenta la historia de Gaby, que contempla los acontecimientos siempre a medio camino entre la incomprensión y el asombro. La cinta aprovecha esto en su beneficio para ofrecer la información en pequeñas dosis, aumentando así la implicación emocional del espectador, que asiste, atónito como un niño de diez años, a la gestación del genocidio que asoló Ruanda en 1994. Uno de los episodios más oscuros de la historia reciente, que acabó en tres meses con cerca de un millón de personas, casi el 11% de la población del país.
Siguiendo esa mirada inocente, la película se adentra también en una reflexión sobre el tipo de heridas que pueden llevar a un ser humano a deshumanizar al otro y sobre la cantidad de dolor que es posible soportar sin acabar transformándolo en odio. Y la obra termina lanzando un interrogante incómodo, ¿puede alguien, incluso el ser más inocente, quedar a salvo de la barbarie cuando ésta rodea por completo su vida?
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La naturalidad lograda por los jóvenes actores Djibril Vancoppenolle y Dayla De Medina, que dan vida a estos dos hermanos que viven en un barrio acomodado de Burundi, era indispensable para el relato. Ambos interpretan a unos niños más preocupados por la crisis sentimental que atraviesan sus padres que por los terribles acontecimientos que se oyen en las noticias. Porque, para un niño, que su madre regrese a casa puede ser el momento más feliz del año, aunque la causa de su regreso sea que, tanto ella como toda su familia, estén en peligro de muerte.
El paraíso perdido, el fin de la infancia. Todo ello cabe en esta película que tiene tanto de drama bélico como de coming-of-agecoming-of-age y en la que el horror empieza con una pelea entre compañeros de clase y va aumentando hasta límites insoportables. Con un uso casi anecdótico de secuencias puramente bélicas, lejos en ese aspecto de la aproximación cinematográfica más conocida de este conflicto, la británica Hotel Rwanda, el miedo y el trauma se cuentan aquí desde el interior del hogar, desde lo que se ve por las puertas entreabiertas de las habitaciones de los adultos o por las rendijas de un muro que da al mundo exterior, tomado por la violencia.
Rodada en los lugares donde sucedieron los hechos, con una fotografía que huye del exotismo para centrarse en los pequeños detalles de una infancia que podría haber sido similar a cualquier otra y con muchos actores secundarios no profesionales Pequeño país consigue sintetizar el sinsentido de la guerra y las devastación de los supervivientes en el entorno de una sola familia. Una pequeña historia, desde un pequeño país que debería resonar en toda la humanidad.
Gaby tiene diez años y no entiende la diferencia entre los hutus y los tutsis, eso de lo que todo el mundo a su alrededor ha empezado a hablar. Su padre trata de quitar importancia al tema, pero Gaby insiste. "¿Es porque son de distintos territorios?". "No", le responde su padre. "¿Porque hablan lenguas distintas?". "No". "¿Porque tienen una religión distinta?". "Tampoco". El padre intenta que el niño duerma tranquilo una noche más. "¡Es porque tienen distinta nariz!", le contesta, al fin, entre risas mientras acuesta a la hermana pequeña de Gaby. Y les explica que los hutus la tienen más chata y los tutsis, más afilada. El padre se ríe pero el espectador sabe ―o intuye― que aquel tema de la nariz, en realidad, no tiene ninguna gracia. Lo mismo le pasa a Gaby.