Seguro que el lector recordará haber escuchado en alguna ocasión declaraciones agoreras sobre el fin de la novela, contestadas con apasionamiento por quienes defienden su vitalidad y capacidad de adaptación. Una habilidad ésta muchas veces demostrada.
Por ir de lo general a lo particular, quizá el lector tenga también presente cómo al irresistible auge de la novela histórica siguió su irremediable declive. No hablamos, por supuesto que no, de obras maestras como los Episodios Nacionales, de don Benito Pérez Galdós, o las Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, o Sinuhé, el egipcio, de Mika Waltari, sino del trabajo de esos “infinitos pseudoescritores” en cuyos textos “por lo general, y con algunas contadas excepciones, ni hay historia ni hay literatura” y producen a destajo novelas que “estropean el gusto, falsean la visión de la historia, infantilizan la literatura y distraen la atención debida a otros libros, novelescos o no, que no generan tales secuelas”.
Los entrecomillados son de Fernando Sánchez Dragó que, con su vehemencia habitual, no hacía sino seguir el camino marcado mucho tiempo atrás por Alessandro Mazoni, firmante de la que es quizá la novela histórica más celebrada de la literatura italiana, Los novios, quien años después de su éxito escribió Del romanzo storico (e, in genere, de i componimenti misti di storia e di invenzione), publicada en español como Alegato contra la novela histórica (La Uña Rota, 2011) en la que ponía en duda que esa literatura tuviera futuro. Un visionario, vaya.
Zona negra
No se desespere el lector, voy llegando al terreno que el título de este artículo anunciaba. Lo hago de la mano de Eugenio Fuentes. “El público lector que hace una década consumía novelas históricas protagonizadas por reyes o nobles o grandes personajes y ambientadas en épocas pasadas y en escenarios de castillos o palacios que luego visitaba en sus viajes de fin de semana, ahora prefiere novelas negras ambientadas en la actualidad y protagonizadas, en cambio, por personajes anónimos. Entre estos lectores, ciertamente, hay muchos que solo buscan el entretenimiento –lo que es muy legítimo–, pero también los hay que exigen que el libro sea literario de alguna forma, bien por la profundidad de los personajes, bien por la belleza del estilo”.
Evocaba Fuentes a Nabokov, y lo que Nabokov decía sobre Robert Louis Stevenson y El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, “uno de los antepasados de la moderna novela de detectives. Pero la actual novela de detectives es la negación misma del estilo. Todo lo más es literatura convencional. No soy de esos profesores que, con cierto pudor, se jactan de disfrutar con las novelas de detectives; las encuentro muy mal escritas para mi gusto y me aburren soberanamente”.
Y sin embargo, concluía Fuentes constatando la evidencia, “la novela negra ya es algo más que una adicción del aficionado popular poco exigente y más que una debilidad a la que se entregan algunas mentes privilegiadas como si fuera un tanto vergonzante, después de haber trabajado sesudamente en un ensayo. Y a veces tengo la impresión de que este género está consiguiendo un efecto benéfico: saltar el abismo entre dos conceptos literarios antagónicos, romper la vieja incompatibilidad entre una literatura compleja y trascendente, pero que no tiene demasiados lectores, y una literatura popular que tiene lectores pero no tiene trascendencia”.
Quizá es aquí donde debo colocar, a petición de Paco Camarasa (con el que hablaré un poco más abajo), lo dicho por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares: “Cabe sospechar que ciertos críticos niegan al género policial la jerarquía que le corresponde solamente porque le falta el prestigio del tedio. (...) Ello se debe, quizá, a un inconfesado juicio puritano: considerar que un acto puramente agradable no puede ser meritorio”.
El debate, pues, viene de lejos. Pero por una extraña conjunción astral, se ha avivado en las últimas semanas en un artículo y una entrevista.
En el artículo, Alberto Olmos, con las ganas de polémica que le caracterizan, se preguntó: “La novela negra no tiene nada que envidiar a la peste negra, ni siquiera los muertos. Se expande por las librerías, que colocan ya este tipo de libros en un espacio particular y privilegiado; invade las bibliotecas, que absurdamente entienden también necesario pastorear a los lectores hacia los libros más comerciales; clava su estandarte en el catálogo de sellos hasta ahora estrictamente literarios (Anagrama, Random House, Destino...), con colecciones o mini-colecciones llamadas a llevar el peso anual de una cuenta de resultados”.
En la entrevista, Eduardo Lago pareció darle la razón: el género negro “es la gran plaga, el desastre estructural de la literatura de nuestro tiempo”, declaró. “Si bien por lo general me parece que la novela negra es el refugio de los mediocres, autores como Pynchon o Dennis Johnson están haciendo a su manera novela negra; esto demuestra que el problema no es el género en sí, sino la manera en que se hace”.
Y el asesino es…
El declive de la novela negra es casi un lugar común, y José Mª Guelbenzu ya indicó dónde está el origen del desastre: "La realmente culpable es la novela nórdica".
Sus razones eran básicamente las mismas que luego expuso Maj Sjöwall, creadora junto a Peer Wahlöö de la saga protagonizada por Martin Beck, quien confesó no entender el éxito de la novela negra nórdica “ya que no encuentro calidad literaria en la novela negra que se hace en la actualidad en Suecia”, y ha repetido Jo Nesbo: “Muchos se suben a la ola del éxito de la novela negra con libros malos. Hay muchos autores malos y muchos libros malos”.
Al cabo, todos parecen coincidir en que el problema no es el género, sino lo que autores y editores han hecho con ella. “Lo que ahora se llama novela negra no es más que otra de las muchas estafas con las que el mundillo literario pretende disfrazar su medianía”, decretó Juan Torres.
“Estoy de acuerdo en que el problema no es el género y de hecho ocurre con todos, al ponerse de moda un género se satura de mediocridades”, me dice Juan Molina Foix, que el año pasado reunió para Siruela la antología de relatos policiacos clásicos El cuerpo de delito.
En lo relativo a las opiniones de Lago y Olmo, pido el comodín del profesor de criminalística y aficionado al género Marc Balcells, criminólogo y escritor, para quien sus comentarios tienen que ver, salvando las distancias, con “lo que se llama en sociología 'gestor moral', los de la persona que te dice cómo tienes que vivir tu vida”. En definitiva, “un debate estéril. Siempre hay gente que cree que puede escribir cualquier cosa en cualquier género y habrá bueno y malo en todos ellos”.
Llego por fin a Paco Camarasa, el hombre que sostuvo Negra y criminal, el comisario de BCNegra, el que me pidió que citara a Borges y Bioy Casares.
“El problema es el género considerado como una moda, como cuestiones de marketing. Y eso se une a la desaparición de un cierto nivel de crítica literaria, junto a un cierto nivel de editores, no hay editores y por lo tanto se editan cualquier cosa con tal de que se venda. Yo creo que es falso, se vende menos de lo que parece. Unos se venden mucho pero la media se vende poco. Pero sí, eres mejor recibido si vas a una editorial con una novela negra, o con tintes negros…”.
Cree también que “parte del problema es que hay muchos autores a los que no les gusta tanto escribir, como ser escritores. Y ahora hay muchas facilidades para publicar en Amazon o para creer que porque tienes dos libros publicados de cualquier manera eres novelista”.
El paralelismo con lo sucedido con la novela histórica no le parece desatinado, incluso apunta otros posibles: lo sucedido tras la publicación de la saga Crepúsculo, o a razón del éxito planetario de 50 sombras de Grey. Porque, sí, la industria editorial va por modas “y como (lo leí hace poco en algún sitio) el editor ya no está con un lápiz rojo intentando mejorar la novela sino que está procurando no caer en números rojos de esa novela.
Cada vez le exigen ser más ejecutivo, eso tiene consecuencias”.
Eso explica la avalancha, que Camarasa lamenta, aunque no por ello deja de percibir sus bondades. Por ejemplo, permite que se publiquen y se recupere a autores que, en otras circunstancias, no serían ni editados ni recuperados. “¿En qué te quedas? ¿En las mediocridades, o en que a moda de la novela negra permite que se hayan publicado textos de Carlos Zanón? ¿Olmos y Lago han leído a Carlos Zanón?”
Por no hablar de que ante la abdicación de algunos editores, hay que reivindicar la labor de críticos y libreros. “Si compras un libro en la estación, nadie puede decirte qué diferencia hay entre La chica del tren, de Paula Hawkins, y Extraños en un tren de Patricia Highsmith. Me gustaría saber dónde compran los libros Eduardo Lago y Alberto Olmos…”.
Ante la contundencia del ataque, pido a Camarasa que defienda el tipo de novela que nos ha traído hasta aquí. Se excusa de cualquier tentación teorizante, “yo no soy un intelectual ni crítico literario ni soy especialista. No hablo de literatura, hablo de lectura. Yo soy librero. Contacto con lectores”, y acaba con algo que suena como una confesión: “Hace tiempo que decidí que defiendo el género negro porque soy adicto”. Lo cual no quiere decir, y ése es el meollo de la cosa, que no sepa distinguir el grano de la paja.
Para terminar, pido a Molina Foix tres razones para seguir publicando, escribiendo y leyendo (buena) novela negra: “Hay escritores, hay público y es posible que todavía quede espacio”.
Seguro que el lector recordará haber escuchado en alguna ocasión declaraciones agoreras sobre el fin de la novela, contestadas con apasionamiento por quienes defienden su vitalidad y capacidad de adaptación. Una habilidad ésta muchas veces demostrada.