Ramón Lobo: "Madrid es una ciudad que desde hace años se ha convertido en un negocio"

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Clara Morales

Las ciudades evanescentes, el último libro de Ramón Lobo (Lagunillas, Venezuela, 1955), empezó a fraguarse hace tres años. Al periodista le perseguía la sensación de verse "expulsado" de ciudades que antes habían sido amables con él, y comenzó a escribir. Salió un ensayo sobre la soledad y la destrucción de la comunidad, materializada en la conversión de los centros de las urbes en centros comerciales y en la expulsión de los vecinos. Lo tenía prácticamente terminado en febrero. Y llegó marzo. "Metí entonces dos pinceladas, pero me di cuenta de que no bastaba con dos pinceladas", cuenta por teléfono. "El libro estaba muerto. Y decidí que lo que tenía que hacer era reescribirlo". Las ciudades evanescentes (editado por Península, en librerías desde el 15) sigue siendo un ensayo sobre la soledad y la ciudad, pero atravesado por la pandemia del coronavirus, algo que él insiste en ver no "como tema" sino "como circunstancia" de su texto. 

¿Y el tema? "Las ciudades destruidas por el capitalismo". Un proceso que el covid-19 no ha revertido, pero ha tambaleado. "Ahora casi todas las tiendas que están cerradas todavía son las que se habían prostituido al capitalismo, la mayoría de las que son útiles para los vecinos siguen funcionando", observa el columnista de infoLibre en sus paseos en torno a su piso, a solo unos metros de la Plaza Mayor, epicentro del silencio madrileño. "Pasa con el Mercado de San Miguel [mercado céntrico convertido en atractivo turístico], que estaba cerrado durante el confinamiento y sigue cerrado, porque no hay turistas. Ese mercado, por mí, como si lo vuelan. Ha habido otros mercados, como el de Antón Martín, que sí han estado al pie del cañón con los vecinos". Él sigue mirando la ciudad desde la ventana, esa "habitación defensiva" en la que ha buscado refugiarse desde la infancia. Y escribe. 

Pregunta. ¿Por qué hablar de la ciudad en un momento en que la ciudad parece menos ciudad que nunca y más lejana que nunca?

Respuesta. Me ha fascinado la ciudad vacía. Miraba las cámaras del Ayuntamiento, de la Puerta del Sol, de Cibeles. Me ha fascinado que los animales hayan tomado ciudades, desde ratas hasta ciervos, preguntándose dónde están los humanos. Ha sido un zoo al revés: los que estaban metidos en jaulas éramos nosotros. Otras ciudades han aprovechado muy bien esto, fomentando carriles bicis y la peatonalización, o creando terrazas para los bares. Aquí no. Las autoridades no están a la altura en Madrid. Porque Valencia y otras ciudades españolas sí lo han estado.

P. Madrid ha sufrido especialmente la enfermedad. Muchos no madrileños que se mudaron a la capital para trabajar se plantean abandonarla, y hay cierta concepción de la capital como ciudad fallida. ¿Qué ha pasado?

R. Tengo muchísimos amigos que sueñan no ya con volver, sino con marcharse al campo, irse a un pueblo pequeño, caminable, donde la gente se salude. El problema es que estos pueblos no tienen servicios, no tienen siquiera dónde comprar. Para nosotros, la Arcadia son los pueblos, pero para las personas que viven en esos pueblos, la Arcadia es a menudo la ciudad, porque les ofrece servicios que allí se han perdido. Algo tan básico como la atención médica. La clave va a ser Internet: si puedo hacer la compra por Internet, trabajar a través de Internet, acceder a la cultura a través de Internet, y en Madrid no puedo hacer nada de lo que me ataba a aquí, ¿qué hago yo en Madrid? Hemos ido evolucionando hacia ciudades muy inhumanas, y hay estudios que cito en el libro que aseguran que vamos hacia ciudades de 100 millones de habitantes. ¿Pero quién va a querer vivir en esas ciudades, con dos horas de transporte para ir al trabajo, y viviendo luego en un cuchitril de 20 metros? Madrid es una ciudad que desde hace años se ha convertido en un negocio, sobre todo para la derecha madrileña, que defiende ese negocio, cuando no participa directamente en él. Ha desaparecido la idea del bien común. Yo tengo 65 años, y recuerdo los bulevares, vivíamos en lo que entonces se llamaba General Mola [ahora Príncipe de Vergara], y se destruyeron para facilitar el tráfico. Hemos perdido dos carriles de caminar entre árboles, ¿para qué? Aquí todas las decisiones que se han ido tomando por los sucesivos alcaldes han sido decisiones que han ido en contra de la ciudad.

P. ¿Sigue pensando que un mundo poscovid-19 puede servir para “descubrir nuevas reglas” por las que regirnos, como defiende en el libro, o es más pesimista?

R. Soy pesimista si pensamos en la clase política. Y no distingo ahí izquierda de derechas: yo vivo en la calle Fuentes, pegado a plaza de Herradores, y con el Ayuntamiento de Manuela Carmena se cargaron varios árboles preciosos en una remodelación que no hacía falta. Fue un atropello. Estuve dando el coñazo a Inés Sabanés y todo: ¿cómo es el proceso de esto?, ¿nadie nos pregunta a los vecinos?, ¿nos roban los árboles y no pasa nada? Soy muy pesimista en cuanto a la clase política, pero sí espero que todo esto despierte el sentido de la ciudadanía. En la Transición, nada más morir Franco, existían unas asociaciones de vecinos muy potentes. Eso desapareció porque fueron cooptadas por el PSOE y el PCE, que las utilizaron para nutrirse de cargos, y para que no hubiera nada que funcionara fuera de ellos, sin su control. Ahora se ha despertado de nuevo el movimiento ciudadano. Yo espero que nos demos cuenta de que la democracia no es votar cada cuatro años, sino pelear por las cosas cada día. En eso soy optimista.

P. En el libro habla de procesos que ya estaban en marcha desde mucho antes de la pandemia, como lo que se ha llamado la “epidemia de soledad”. ¿Por qué cree que la sociedad es más solitaria hoy que hace 40 años?

R. Por el sistema económico. Vivimos es un sistema individualista que potencia el triunfo del individuo. Hemos perdido el sentido de la comunidad, que sí se mantiene en los pueblos y en otras partes del mundo. Y eso hace que sea una sociedad dura. Nueva York es la capital de esto: está llena de gente que no sonríe, gente a la que cedes el paso y ni te mira. Eso me hace sentirme invisible. Esa es una sociedad que me parece asquerosa. Y en cambio cuando visité Nueva York el año pasado, cuando me dejé una barba enorme, como parecía Papá Noel todo el mundo me veía. Me encontré con un Batman, que además era argentino, y me dijo: “Estás perdiendo dinero con esa pinta”. Me encontré con un niño que le estaba dando el día a la madre, y me metí en el papel. La madre me siguió el juego y le dijo: “Qué mala suerte que nos hayamos encontrado a Santa cuando te estás portando tan mal”. Todo esto, esa forma de estar cerca... lo necesitamos. Ahora no es posible, claro, por la distancia física. Yo digo que es distancia física, no social, porque la distancia social no la vamos a superar nunca: los ricos van a seguir ricos y los pobres, pobres.

P. ¿Cuál es su relación personal con la soledad? ¿Cree que ha cambiado en estos meses?

R. Hay tres soledades, está la soledad elegida, la solitude, que es la que mantengo perfectamente y agradezco. Está la loneliness, que es la no elegida; esa la mantengo peor. A veces siento que fuera no hay nadie. Porque, como estás aislado, como no te cuesta estar encerrado, ahí fuera nadie se acuerda de ti. Incluso me parece, cuando salgo, que la gente piensa que no estoy atento a la conversación. En parte es porque estoy sordo de un oído, pero también pasa que me cuesta conectar. Entonces, sí: a veces, cuando quieres salir, te das cuenta de que no puedes. En Nueva York sentí esa loneliness. Pero me pasó una cosa muy bonita. Tuve la suerte de ir al debut de una cantante y yo pensaba que eso estaba siendo magnífico, tanto que a la vez me sentía solo, porque solo yo podía estar sintiendo aquello que sentía. Pero cuando acabó, todo el teatro se puso de pie como un resorte. Ahí me sentí maravillosamente, me sentí parte de algo. En cambio, se acaba la representación y todo el mundo sale por la puerta. ¿No vamos a abrazarnos, no vamos a compartir nada más? La tercera soledad sería la emptiness, que es el vacío existencial. Ahí ya estás jodido. Porque de ahí no se vuelve, o se vuelve muy tocado.

P. También está presente en estas crónicas confinadas una reflexión sobre la vejez, no sé si motivada por su 65 cumpleaños. ¿Se siente escuchado y apreciado, a su edad, o se siente ciego e invisible, como decía la actriz María Hervás que se sentía, una cita que recoge en el libro?

R. Lo llevo bien. He estado con este libro, y ahora estoy con otro. Y me siento... Cómo te diría. El otro día estaba en una terraza, y pensé: a esta gente le falta una información fundamental. Me daban ganas de levantarme y decir: todos nosotros nos vamos a morir, todos. Porque es verdad, y a veces parece como si no lo supiéramos. Yo me he ido creando un mundo interior, como una ciudad, que en los momentos de emergencia lo activo. Si te sientes invisible y te da igual, perfecto. Cuando esa invisibilidad te afecta, yo activo ese mundo interior.

P. El miedo a la muerte planea por distintos capítulos del libro. ¿Cómo cree que le ha afectado personalmente la omnipresencia de la muerte y la enfermedad en estos meses?

R. Yo me he llevado también muy bien con la muerte. Desde los 14 o 16 años, en mi habitación, aprendí a vivir solo y a estar solo. Y desde pequeño, también desde esa edad o quizás antes, tenía muy presente la muerte. Mi padre me decía: claro, es que lees a Kafka y así estás. No, es que yo no la he vivido como una tragedia, sino como algo inevitable. Lo que me gustaría saber es si llegado el momento me acojonaré, o haré como la madre de Javier y Jorge Reverte, que en el último momento pidió un gin-tonic. O la mujer de un gran cocinero francés, que era una gran pastelera, muy gorda y comía mucho, y que un día dijo: por favor, que me traigan el postre que me voy a morir. Se lo tomaron a broma, pero se lo llevaron. Y se murió.

P. ¿Y cómo cree que nos ha afectado colectivamente?

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R. Creo que no ha cambiado nada. Porque creo que uno de los mayores errores del Gobierno, quizás el peor, ha sido ocultar las imágenes de la muerte, las bolsas en el Palacio de Hielo. Yo hubiera elegido a 12, 13 o 14 fotógrafos de primera línea y hubiera hecho fotos de una enorme decencia, pero que nos contaran qué ha pasado en las morgues, en los entierros con tres personas. Tras la epidemia de 1918, en la II Guerra Mundial ya no había memoria de la gripe, y nos va a pasar lo mismo porque no tenemos memoria pandémica. Equipos de Televisión Española, fotógrafos con una buena trayectoria, gente que hubiera hecho un trabajo excepcional.

P. En estos meses, el periodismo ha estado contando lo que ocurría, pero también con un sentido de archivo, de conservación. ¿Cree que la profesión ha estado a la altura?

R. Ha habido de todo. Creo que se han publicado historias muy buenas en muchos sitios. Quien las haya querido buscar, leer o ver en televisión las ha encontrado. Hubo un texto que publicó El País, muy bueno, que hablaba de un entierro con tres personas, y una de ellas lo grababa con el móvil para pasárselo a sus familiares. Y luego trabajos de investigación, como el que ha desarrollado infoLibre sobre la situación en las residencias. Ha habido cosas buenas, sí.

Las ciudades evanescentes, el último libro de Ramón Lobo (Lagunillas, Venezuela, 1955), empezó a fraguarse hace tres años. Al periodista le perseguía la sensación de verse "expulsado" de ciudades que antes habían sido amables con él, y comenzó a escribir. Salió un ensayo sobre la soledad y la destrucción de la comunidad, materializada en la conversión de los centros de las urbes en centros comerciales y en la expulsión de los vecinos. Lo tenía prácticamente terminado en febrero. Y llegó marzo. "Metí entonces dos pinceladas, pero me di cuenta de que no bastaba con dos pinceladas", cuenta por teléfono. "El libro estaba muerto. Y decidí que lo que tenía que hacer era reescribirlo". Las ciudades evanescentes (editado por Península, en librerías desde el 15) sigue siendo un ensayo sobre la soledad y la ciudad, pero atravesado por la pandemia del coronavirus, algo que él insiste en ver no "como tema" sino "como circunstancia" de su texto. 

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