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'Otra realidad', la utopía de Yanis Varoufakis

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Yanis Varoufakis

Estamos en 2025. Hace años, tras la crisis financiera global de 2008, nació una nueva sociedad poscapitalista, un mundo nuevo y valiente en el que los principios de la democracia, la igualdad y la justicia están verdaderamente arraigados en la economía. 

En su nuevo libro, Yanis Varoufakis, uno de los líderes políticos, económicos y morales de nuestro tiempo, nos ofrece una visión fascinante y ágil de esta realidad alternativa. Y lo hace recurriendo a los pensadores más importantes de la cultura europea, de Platón a Marx, así como a los experimentos mentales de la ciencia ficción.

infoLibre adelanta un fragmento de Otra realidad, el último ensayo ecónmico del profesor de economía, exministro de Finanzas de Grecia y cofundador del movimiento internacional DiEM25. En el libro, sirviéndose de algunas herramientas de la narrativa, el autor propone una visita a la Otra Realidad, una especie de mundo paralelo creado gracias a un sistema potenciador de multiversos. Así se vive en este otro mundo posible. 

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Dividendo: el derecho universal a los beneficios del capital social

Kosti aclaró que es aquí donde entra en juego el tercer fondo del PerCap: el Dividendo. El Banco Central deposita en este fondo una suma mensual, cuyo tamaño depende de la edad de cada persona. En gran medida, el dividendo se financia con los ingresos empresariales que recibe el Estado. En efecto, el Estado grava con impuestos todas las empresas, que normalmente equivalen al 5 por ciento de sus ingresos brutos, para poder ofrecer una renta social a todos los ciudadanos. En combinación con el fondo Patrimonio, que todo el mundo recibe al nacer, el Dividendo garantiza la erradicación de la pobreza a medida que el bebé vaya creciendo y se convierta en niño, joven y adulto.

El objetivo de los pagos mensuales es liberar a la gente del miedo a la pobreza, pero también de la degradante y cruel evaluación de los recursos económicos personales que efectúa el Estado del bienestar. Proporciona a quienes no están interesados en el mundo corporativo los ingresos suficientes para poder ofrecer una incalculable contribución a la sociedad que ningún mercado puede valorar de la forma adecuada; por ejemplo, en el sector de los cuidados personales, la conservación del medio ambiente o el arte no comercial.

—Incluso para ejercer su derecho a la vagancia —añadió Kosti provocativo.

De todas las ventajas del Dividendo, Kosti quiso ensalzar una en particular: libera a los pobres de la denominada «red de seguridad» que, en realidad, los acaba atrapando en la miseria permanente. En vez de actuar como una red que no los deja escapar, el Dividendo se comporta como una sólida base que sustenta a los más pobres y desafortunados, lo cual les brinda la oportunidad de aspirar a algo mejor. Ofrece a los jóvenes la libertad para experimentar con carreras diferentes y estudiar materias no lucrativas, desde cerámica sumeria a astrofísica. Sin necesidad de nada más, imposibilita la clase de explotación que en Nuestra Realidad damos por sentada en la denominada «economía de bolos», con su archipiélago de contratos de cero horas.

Costa estaba al corriente de las distintas propuestas planteadas para instaurar una renta básica universal, muchas de las cuales circulaban desde los años setenta del siglo pasado. No le gustaban demasiado. Como muchas personas de izquierdas, consideraba que el derecho a la vagancia era un concepto esencialmente burgués. Pero su mayor recelo, como a continuación describió a Kosti, era que la idea de utilizar los impuestos de los proletarios, que se rompen la espalda trabajando, para regalarle el dinero a un zángano, que se pasa el día holgazaneando frente al televisor, sólo podía llevar a la división y la fractura social.

—Es antitético al concepto de solidaridad de la clase trabajadora —dijo.

—Pero olvidas que aquí nadie paga impuestos sobre el consumo o sobre la renta —respondió Kosti—. El dividendo es una remuneración que vuelve a cada ciudadano en concepto de su propiedad parcial sobre el capital de toda la sociedad.

Costa admitió que no había pensado en este detalle. De hecho, su opinión sobre el Dividendo mejoró de manera espectacular cuando Kosti señaló que en la Otra Realidad sólo se aplicaban dos impuestos: el impuesto de sociedades —a las empresas— y el impuesto sobre el suelo. Nada de impuesto sobre la renta. Nada de impuestos al consumo o al valor añadido (IVA). Nadie pagaba ni un céntimo de su sueldo al Estado, ni tampoco en el momento de comprar algo, ya fuera un bien o un servicio. A Costa le resultaba tan difícil comprender este punto como a Eva le costaría más adelante aceptar una sociedad sin mercados de valores. Pero cuando asimiló la idea, comprendió que el Dividendo tenía sentido, y de un modo muy distinto al que proponía la renta básica universal en las décadas de 1970 y 1980. La clave era que el dividendo no se financiaba con los impuestos; era, en realidad, un verdadero dividendo que la gente recibía por su condición de copropietaria del capital social que producía de forma colectiva; incluso si no dedicaba su tiempo a hacer aquello que todos entendemos como «trabajar».

La riqueza es como un lenguaje

Una de las observaciones más sorprendentes de Ludwig Wittgenstein es que la existencia de un lenguaje privado resulta imposible. Por definición, el lenguaje sólo puede generarse de manera colectiva. A Iris le encantaba señalar que lo mismo puede decirse de la riqueza. En contradicción directa con ese mito que tanto han fomentado los rentistas y los capitalistas, y que defiende que los individuos producen la riqueza para que más adelante sea el Estado quien la colectivice a través de los impuestos, Iris sostenía que la riqueza, como el lenguaje, sólo puede producirse de forma colectiva. Únicamente entonces se privatiza por parte de aquellos que disponen del poder para hacerlo.

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Para ilustrar su punto de vista, Iris señalaba que las formas premodernas del capital, como las tierras de labranza y las semillas, se desarrollaban colectivamente durante generaciones gracias al trabajo del campesinado antes de que los terratenientes se apropiaran de todo. Hoy en día, todos los dispositivos de Apple, Samsung, Google o Microsoft dependen de una infraestructura y unos componentes que sólo han podido desarrollarse gracias a las ayudas económicas del Estado, o que solamente han podido hacerse realidad gracias a la inspiración que proporciona el patrimonio ideológico de la sociedad, y que ha ido creciendo del mismo modo que el cancionero o el romancero popular: en comunidad. Aunque las grandes tecnológicas se han apropiado con avidez de todo este capital social —y se han llenado los bolsillos en el proceso—, nunca han pagado ningún dividendo al resto de la sociedad. Y la cosa no termina aquí. Cada vez que buscamos algo en Google, navegamos usando una app o publicamos una foto en Facebook o Instagram, contribuimos al capital social de esas grandes corporaciones con nuestros datos. ¿Adivinas quién está recogiendo todos los dividendos?

Costa siempre había creído que la solución al problema pasaba por aumentar los impuestos sobre los beneficios a las tecnológicas o, en sus momentos más radicales, por nacionalizar Google y a todos los de su misma ralea. Ahora empezaba a pensar que el Dividendo que Kosti describía era un sistema mucho más efectivo que los impuestos o las nacionalizaciones: que todo el mundo tuviera el derecho a participar en los beneficios del capital social sólo reflejaba la inversión colectiva de la que depende el capital empresarial. Y como es imposible calcular el capital exacto que una empresa debe a la sociedad, la única forma de decidir qué porcentaje de sus ingresos debería devolver a la ciudadanía es por medio de una decisión democrática; en concreto, el requisito legal de que una parte de los ingresos de una empresa (el 5 por ciento en el caso de Kosti) deban enviarse automáticamente al Banco Central, desde donde se transfieren de nuevo para financiar, en parte, el Patrimonio de los niños y el Dividendo de los adultos. Igual que Kosti y sus compañeros de trabajo comparten una misma tajada de los ingresos de la empresa con su sueldo básico, la sociedad también comparte un porcentaje del rendimiento del capital de las empresas con su renta básica.

«¡Qué idea tan maravillosa!», era lo que pensaba Costa, que a estas alturas había dejado atrás su instintivo escepticismo. Y, sin embargo, aún había preguntas pendientes. Sin la existencia del capital inversor que proporcionan las acciones y la bolsa, ¿cómo podían crearse empresas como la de Kosti? ¿Y qué ocurre si Kosti acaba discutiendo con sus compañeros o desea irse a otra parte? ¿Se iría con las manos vacías?

Estamos en 2025. Hace años, tras la crisis financiera global de 2008, nació una nueva sociedad poscapitalista, un mundo nuevo y valiente en el que los principios de la democracia, la igualdad y la justicia están verdaderamente arraigados en la economía. 

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