Reencarnaciones de un ‘crooner’

DAVID GARCÍA CASADO

When I live my life over again (Cuando vuelva a vivir mi vida otra vez) es el título de la última película de Robert Edwards e interpretada por Christopher Walken. Estrenada este abril en el Festival de cine de Tribeca, en Nueva York, su fecha de lanzamiento en España aún no ha sido anunciada. Con referencias en el propio título al eterno retorno o a la reencarnación, se trata de una metáfora de la vida del artista del show business que ha de reinventarse a sí mismo constantemente para permanecer en el candelero.

Christopher Walken interpreta a Paul Lombard, un cantante retirado en su mansión de los Hamptons con una familia disfuncional: sus hijas (interpretadas por Amber Heard y Kelli Garner) y su mujer actual, todos víctimas de su vida hedonista pero que inevitablemente terminan formando parte de su vida apartada en los Hamptons. Cuando Paul decide escribir una canción y volver al escenario, la aparente estabilidad se ve puesta a prueba.

Si hay una forma de arte que esté más vinculada con la idea de nostalgia ésa es la música. La melodía es una conexión sensible con el pasado, una vibración invisible que, combinada con ciertos aromas y ciertos recuerdos, puede generar una atmósfera paralela, irreal, una invocación de ciertas sensibilidades, de emociones que se albergan en la memoria de nuestro cuerpo. El ritmo es la analogía perfecta del latido de nuestro corazón, que se acelera o se ralentiza en función de las emociones. Por último, la voz es una llamada de retorno, es la expresión del subconsciente, de todo aquello que quisimos decir pero no fuimos capaces de articular porque estábamos arrebatados por el instante. Poseemos esta facultad posiblemente desde la invención del micrófono y los aparatos de registro; dispositivos portátiles de las emociones, máquinas del tiempo, máquinas de nostalgia.

La película El cantor de jazz abrió esa facultad a la imagen, la posibilidad de dar un rostro a aquel que nos hace volver atrás en el tiempo. Al Jolson cantando con la nostalgia de lo irrecuperable, de la infancia perdida, de los años que, estando entregados al instante, ajenos e indiferentes al porvenir, sólo se viven a posteriori en la memoria. Esta facultad para la rememoración, para la huida de las realidades intolerables pero también para recuperar las emociones que no supimos definir –para inventarlas quizá– generó inevitablemente toda una industria. Esto se hizo evidente en la proliferación que tuvo lugar, especialmente en los años 50 y 60, de profesionales de la nostalgia: los cantantes denominados crooners, un término que surgió en los Estados Unidos para denominar a aquellos cantantes que desplegaban unos registros más íntimos, hablando más al oído de la audiencia, gracias al desarrollo de la tecnología de los micrófonos.

Un crooner no es, como tradicionalmente se consideraba, un cantante profesional con excelentes aptitudes para desplegar un amplio rango vocal. El crooner no necesita tener unas excepcionales dotes de voz; basta con que sea capaz de hacer suyas las canciones, de respirarlas con estilo y dotarlas de un cuerpo y textura determinada. El secreto está en los modos de alargar las palabras, de hacerlas vibrar dulcemente y sostenerlas, para quizá terminar quebrándolas violentamente. Es un arte de seducción con un alto componente erótico que el Paul Lombard de When I live my life over again sabe jugar y que le resulta adictivo. El propio Elvis sabía el poder que tenía su voz para provocar reacciones desatadas en la audiencia, especialmente en la audiencia femenina. En realidad, el poder de seducción no está en la palabra en sí, quizá tampoco en su significado, sino en el modo en que se enuncia: Love me tender (Como Sailor le cantaba a Lula Love me tender en Corazón Salvaje, de David Lynch).

El cantante, por otro lado, no es necesariamente un escritor de canciones, de la misma manera que un compositor no necesariamente es un buen cantante. “¿Acaso se le echó en cara a Marlon Brando que no escribiera las líneas de sus diálogos?”, dice Paul Lombard en la película. ¿Por qué, entonces, el cantante ha de ser menos por interpretar las canciones de otro? El cantante sólo ha de vivir las canciones, a su manera –My way, cantaría Sinatra–. Por eso, tal vez también a Sinatra se le llamaría “La voz”, un apodo habitual en el show business.

Show must go on, dice el famoso eslogan. La voz del cantante es un regalo pero puede devenir en maldición. La voz crea una proyección fantasma, un doble que tiene vida propia y el intérprete se ve obligado a entregar su cuerpo y su vida entera para hacerla sonar, para que siga el show. Es la personificación del ego, retratado en el tiempo a través de las grabaciones y los álbumes editados, de las etapas de todo artista de larga carrera que, en realidad, son formas de adaptarse a los gustos y demandas de los tiempos. Paul Lombard pasado de moda –como la propia figura del crooner–, se refugia en los Hamptons. El clima de los Hamptons es tal vez la alegoría perfecta de la vida de un cantante: dos meses de sol radiante y playa y 10 meses de frío, vegetación marchita y piscinas sucias. Toda la película está ambientada con la luz blanquecina y decadente del sol del este de Nueva York, es sólo al final del filme que el sol vuelve a brillar y la canción de Lombard When I live my life over again termina por ser todo un éxito. La figura de crooner es recuperada por las nuevas generaciones, pero ya como figura kitsch, souvenir de la nostalgia de una época pasada que está condenada a repetirse.

When I live my life over again (Cuando vuelva a vivir mi vida otra vez) es el título de la última película de Robert Edwards e interpretada por Christopher Walken. Estrenada este abril en el Festival de cine de Tribeca, en Nueva York, su fecha de lanzamiento en España aún no ha sido anunciada. Con referencias en el propio título al eterno retorno o a la reencarnación, se trata de una metáfora de la vida del artista del show business que ha de reinventarse a sí mismo constantemente para permanecer en el candelero.

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