'¡De rodillas, Monzón!'

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El Gran Wyoming

infoLibre publica un capítulo del libro ¡De rodillas, Monzón!,

obra del presentador, actor, escritor, columnista y músico El Gran Wyoming. Editado por Planeta, sale a la venta el 18 de octubre y se trata del primer volumen de su autobiografía.

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La OJE

Un día, paseando por las dependencias del Ramiro, que tiene una extensión casi infinita, escuché un sonido muy familiar: el de un futbolín. Banda sonora de mi infancia.

Los billares eran la única alternativa de diversión posible una vez que uno superaba la edad de andar por los descampados buscando lagartijas. En realidad al billar solo jugaban los mayores, los niños ocupábamos los futbolines, y cuando había dinero, rara vez, la mesa de ping-pong y las máquinas, que más tarde se llamaron de pinball a raíz de la ópera rock Tommy (The Pinball Wizard), de The Who, que narra las peripecias de un niño sordo, ciego y mudo que conecta con las máquinas tragaperras y es el número uno del mundo jugando con ellas. Como vemos, el LSD también ha hecho daño. En España, se llamaban máquinas, sin más. «Vamos a echar una partida a las máquinas», decíamos.

Los billares no eran un sitio adecuado para los niños, según los padres, porque se mezclaban jóvenes de todas las edades y se fumaba mucho. Tabaco, por supuesto. También se decían tacos y se producían peleas cada dos por tres. Presenciando una partida en unos billares junto a la calle Gabriel Lobo, a la vuelta del colegio, tras hacer una bola, que es como se llamaba a la carambola, uno de los jugadores le arreó con el taco al otro en la cabeza con todas sus fuerzas. Salí corriendo porque sabía que eso no iba a quedar ahí. No dejé de correr hasta llegar a casa. Éramos como perros de la pradera, ante la más mínima señal de alarma, emprendíamos la huida. Vivíamos a la intemperie, éramos carne de cañón, solo el instinto de supervivencia nos mantenía vivos. Ahora se ven menos costras en las rodillas, cicatrices y escayolas. Los niños viven más relajados.

Todo el mundo coincidía en que los billares no eran una buena escuela, pero no había ningún otro sitio donde ir, se convertía en el refugio universal, entre otros, de los que hacían pellas. También de rufianes, choricillos, macarras, convictos y todo tipo de personal de catadura moral dudosa. Las niñas no entraban. Si el sábado no había dinero para el cine, se pasaba en los billares. Ahí se reunía toda la golfería del barrio, había que ser discreto y mantener la invisibilidad porque en cualquier momento te podías ganar una gaya. Un simple cruce de miradas podía derivar en un «¿tú qué miras?» y la sensación de estar con un pie en el otro mundo.

Me extrañó el sonido de un futbolín dentro del colegio. A través de una ventana a la altura del suelo se veía un local en un sótano, en el que, en efecto, unos chavales jugaban al futbolín. Me dijeron que eso era el «Hogar».

Al entrar me encontré con un local diáfano donde un montón de sillas se apilaban al fondo contra una pared. Una pizarra cubría parte de otra pared. Una mesa de ping-pong y un futbolín presidían la estancia. Me enseñaron el local y también el almacén de material, donde se guardaban tiendas de campaña, cuerdas de escalada, farolillos, hornillos, banderines, piquetas y toda suerte de enseres de acampada.

En el acto me apunté a aquello. Me dijeron que tendría que traer una fotografía para el carnet. ¿El carnet? ¡Tendría un carnet de algo! Me parecía insólito, me hacía sentir importante.

En mi casa conté que me había metido en un club donde hacían «marchas», que es como denominaban a lo que yo veía como excursiones. Mi padre no puso ninguna objeción. Cualquier cosa que aliviara la saturación familiar era bienvenida.

Me mandaron a la calle Ibiza, donde mi madre me compró lo esencial para incorporarme: el uniforme, un macuto, una linterna, y yo, con mi dinero, me compré un machete y una brújula. Aquello eran palabras mayores. Ensarté la funda del machete en el cinturón. Me miré al espejo. Sí, definitivamente sí.

Con la OJE comencé a salir de marcha (de la que consiste en una caminata por el campo) los fines de semana y a acudir a campamentos en verano. Dormir en tiendas de campaña al aire libre, después de cenar en torno a un fuego, colmaba todas mis aspiraciones. Me aficioné a la montaña, aunque no tanto como para meterme en el grupo de alpinismo. La sierra de Madrid me la pateé entera, de arriba abajo y de izquierda a derecha. Con doce o trece años me conocía el puerto de Navacerrada, Siete Picos, la senda Schmid, la Bola del Mundo… como la palma de la mano. Cuando llegaba el fin de semana, me calzaba el uniforme, me preparaba el macuto y me echaba al monte.

Con Pedro en un campamento de la OJE, rama infantil de la Falange

Tendría once años cuando entré. Al año siguiente hice el curso de jefes de escuadra, lo que me obligaba a salir casi todos los fines de semana. Además, me apunté a algunos cursos de especialización llamados «proeles», pequeñas prácticas con las que se obtenía un título y, lo que era más importante, una medallita para coser a la camisa con el símbolo del «proel» correspondiente, a modo de condecoración. Así, fui proel electricista, que me vino muy bien para chapuzas caseras, sanitario, actor, y guerrillero-táctico, que era el no va más. Con este último te enseñaban tácticas de guerrilla, tal cual. Para la cualificación había unos folletos correspondientes a cada especialidad y en mi memoria, no sé si falsa, quedan unos dibujos de cómo asaltar a un centinela y quitarlo de en medio. En las clases teóricas no entraban en detalles sobre las maniobras de estrangulamiento y la manera de apiolarse a un tío por la espalda, pero te enseñaban a sobrevivir en la montaña, una somera introducción a lo que sería un pequeño «boina verde». Compré un libro en la tienda de intendencia de la calle Ibiza que fue como una biblia para mí: Aire libre. Supongo que sería de la editorial Doncel, que era la que publicaba todo lo que tenía relación con el Frente de Juventudes. Era un manual sobre lo que uno podía necesitar al salir al campo o la montaña. Cómo hacer fuego, un horno para mantener las brasas, un sombrajo para conservar los alimentos y el agua frescos, distintos nudos en función de las diferentes necesidades…, en fin, cosas de utilidad para el que andaba por ahí suelto porque, por encima de todo, la montaña significaba libertad. Siempre he creído que el que se va a la montaña va huyendo de algo. Es posible que nunca sepa de qué, pero esas salidas tienen un efecto terapéutico. El regreso siempre resultaba deprimente.

En una de estas marchas nos dejaron con algunos víveres a la intemperie durante unos días en Peguerinos (Ávila). Entonces la acampada era libre, uno podía plantar la tienda donde le diera la gana. Encontramos una cueva donde nos refugiamos. Hicimos una choza donde también dormimos, y encendíamos fuego para calentarnos la comida todos los días. La actividad diaria consistía en buscar leña para la lumbre y maderas apropiadas para completar la choza. Disponíamos de hachas, cuerdas y todo el material necesario para la supervivencia. ¿Se podía pedir más? Después de esa experiencia uno no volvía a ser el mismo.

Los ritos a los que estábamos obligados, como izar y arriar la bandera en los campamentos, así como la disciplina castrense, la enseñanza del orden cerrado, que es como se llamaba a la técnica de desfilar y demás parafernalia, hacían de esta organización infantil un remedo de un ejército de niños. Existía una jerarquía organizada, de modo que cuando te hablaba un superior, un jefe, si lo requería, te tenías que poner en posición de firmes.

La OJE (Organización Juvenil Española) pertenecía al Frente de Juventudes, órgano, a su vez, dependiente de Falange Española, por lo que tenía en José Antonio Primo de Rivera, su fundador, un referente incuestionable, y su doctrina se predicaba sin demasiada fortuna, ya que los niños, y me temo que tampoco algunos de los que la difundían, no estábamos capacitados para entender aquella retórica. De todos modos, la función que fidelizaba a la organización era la programación de actividades al aire libre. Además, como formaba parte del Movimiento Nacional, la OJE disponía de una infraestructura de albergues que abarcaba todo el territorio español, por lo que disfrutabas de una gran variedad de salidas en un tiempo en el que nadie se movía de su casa. Ahora, cuando escucho los avisos del cierre de los aparcamientos del Puerto de Navacerrada, con el correspondiente corte de carretera, recuerdo cuando aquello era un lugar solitario, presidido por la Venta Arias, de donde partían los montañeros en todas las direcciones.

En alguna ocasión, para demostrar que los albergues no eran un retiro vacacional, cuando la cosa de la disciplina se relajaba, nos imponían un castigo ejemplar. En unas Navidades en el Castillo de San Servando, en Toledo, una noche que en las literas había cierto cachondeo, tendencia natural al juntar a muchos niños fuera de su casa sin la vigilancia paterna, nos sacaron a las dos de la mañana al patio en camiseta y calzoncillos y nos tuvieron firmes durante un buen rato a la intemperie, en una noche gélida, antes de devolvernos a nuestras respectivas camas, donde ya nadie tenía ganas de volver a abrir el pico. Así las gastaban cuando había que imponerse.

La puesta en escena era heredada del fascismo. Así, para saludar a un jefe, o para entrar en un despacho, había que levantar el brazo al tiempo que se decía: «¿Das tu permiso?». El Cara al sol, himno de la Falange, así como el Prietas las filas, el himno de la OJE, se cantaban cada dos por tres. El trato entre los miembros de la organización era de «camarada» y siempre de «tú», lo que resultaba difícil, al principio, cuando te dirigías a una persona mayor, porque fuera de allí era una falta de educación manifiesta, censurable, quitar el trato de «usted».

Todo el lenguaje de la organización sonaba extraño, incomprensible. Para empezar, el propio lema de la OJE, «vale quien sirve», nos parecía de una obviedad que rozaba el ridículo. Nos juntábamos a descifrar su sentido y no dábamos con él. Nos parecía evidente que si una cosa no vale, no sirve. No entendíamos la acepción de que solo vale aquel que sirve a los demás o a la causa concreta que perseguía la Falange. Los niños éramos muy buenos para recados, nunca desobedecíamos un «mandado», y por eso, en tanto que permanentes objetos serviles, no veíamos la bondad o el valor añadido que podía tener el hecho de servir. Todo era así, críptico, vivíamos en un mar de consignas que repetíamos y asumíamos sin entender su significado, como si transmitiéramos mensajes cifrados. De hecho, algunas consignas las reproducíamos en latín. Por ejemplo, Per aspera ad astra, que nos traducían como «Por la dificultad hacia los luceros», con lo que nos quedábamos igual. También decíamos «La Polar es la que importa», y así todo un repertorio de máximas que nos resultaban vacías.

A veces, cuando venía una autoridad de visita al albergue o campamento, nos soltaba una charla en ese estilo redicho, rebuscado y lleno de metáforas, que no llegaba al receptor. Debido a mi acentuada dislexia, desconectaba a la tercera frase. Mi capacidad de abstracción es ilimitada, casi tanto como mi verborrea.

Esta retórica estaba inspirada en los discursos y soflamas de los fundadores de la Falange, que al nacer en un tiempo donde la lucha obrera, encauzada por los movimientos comunistas y, sobre todo, anarquistas, tenía una gran fuerza en España, tuvo que desarrollar un argumentario basado en ideas simples, como que los de arriba deberían permanecer arriba y los de abajo apechugar con su condición, el clásico «haber estudiao», bajo la promesa de una justicia social sustentada por una autoridad férrea y el culto al líder. Para disimular la imposición de una élite dominante que se hace con el poder y a la que hay que respetar porque sí, elaboraban soflamas románticas de nostalgia del imperio, y paraísos idílicos donde el aire de la montaña y las estrellas alumbran la guía que conducirá hasta las estrellas al español que, dicho sea de paso, «es portador de valores eternos», uno de los ejes básicos en los que se basa su doctrina, así como en la definición de patria como «unidad de destino en lo universal». Con esas dos premisas tiran para delante. ¿Está claro? ¡No! Objetivo conseguido.

El desafío de la creación de un partido de señoritos de élite que vela por el obrero no era sencillo. Es compleja la historia, teniendo en cuenta que este partido, Falange Española, fundado en 1933, durante la Segunda República, en plena efervescencia revolucionaria, se declara enemigo del parlamentarismo y los partidos políticos encauzando la colaboración de los españoles con el Estado a través de la familia, el municipio y el sindicato.

Ahora cuéntale eso a los niños.

Lo único en lo que se insistía era en la necesidad de un líder, y en la conveniencia del seguimiento a ciegas de este lucero que iluminaba las rutas imperiales.

Por lo demás, fue una etapa muy feliz de mi infancia. La disciplina no me preocupaba porque ya se recibía con la misma intensidad en cualquier ámbito de la existencia, y la doctrina no me llegaba porque resultaba incomprensible y hueca. Capítulo aparte debía de ser la historia vista desde fuera. A veces, cuando llegábamos de vuelta a la Estación del Norte (Príncipe Pío), nos formaban en la puerta antes de despedirnos y cantábamos alguno de nuestros himnos. En otras ocasiones, cuando llegábamos a un pueblo, entrábamos desfilando con los uniformes, como un ejército que toma una población. Nosotros estábamos encantados luciendo aquel espíritu gregario, de manada, pero la imagen de unos cachorros de fascistas atravesando el pueblo debía de dejar perplejos a algunos de los habitantes, y traería espeluznantes recuerdos a otros. Éramos ajenos a lo que representábamos.

Cuando mi padre vio que en el Ramiro no hacía carrera y cada vez suspendía más asignaturas, me cambió otra vez de colegio, pasé a estudiar con los padres agustinos, y con ese cambio la OJE desapareció también de mi vida. Empezaba otro ciclo ya con casi catorce años.

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En mi memoria prevalece el amor que desarrollé por las salidas a la naturaleza y, todavía hoy, cuando puedo, me pierdo por caminos y senderos, como decía, huyendo. ¿De qué? No lo sé. Quizá pretendiendo que la realidad no me afecte.

Un niño que se ha criado entre curas del nacionalcatolicismo, pasando por un club del Opus y el Frente de Juventudes, y ha sobrevivido, no sé si es «portador de valores eternos», pero sí de un sistema inmunitario que le convierte en casi inmortal.

Y en eso estamos.

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