Cultura
De Rosanna Arquette a Rocío Carrasco: un #MeToo en forma de documental en el que las víctimas reescriben el relato oficial
“Nunca se ha cuestionado, siempre se ha dado por veraz lo que esta persona ha dicho de mí”. Ese era el lamento de Rocío Carrasco, hija de Rocío Jurado, en Rocío, contar la verdad para seguir viva, la serie en la que defiende que fue víctima de violencia machista durante años a manos de su expareja, Antonio David Flores. El domingo, Telecinco estrenaba en prime time el prólogo y el capítulo 1 de este programa, que ha presentado como serie documental, reuniendo ante el televisor a 3,7 millones de personas, un tercio del total de los espectadores, y agitando a la vez el debate público en una conversación que llegó al Gobierno y al Parlamento: políticos como Irene Montero, ministra de Igualdad, o Adriana Lastra, vicesecretaria del PSOE y diputada, se pronunciaban en Twitter a favor de Carrasco, agradeciendo su testimonio. Pero el hecho de que el relato se enmarcara dentro de la factoría del corazón de Mediaset hizo que algunos se preguntaran si aquello era justicia o espectáculo. En el programa se prescindía de la versión del exmarido, de la misma forma que en documentales como Allen v. Farrow o Nevenka (aunque por distintos motivos): ¿era eso periodismo?
El especial de Mediaset, que se desarrollará a lo largo de ocho capítulos más en los que Rocío Carrasco detallará los abusos de los que fue víctima —siempre según su versión—, se enmarca dentro de un interés reciente por las historias de violencia machista a manos de hombres poderosos. Esta tendencia es indisociable del movimiento #MeToo: al fin y al cabo, su popularización estuvo estrechamente ligada a las denuncias por acoso contra el productor Harvey Weinstein, de mano de actrices populares como Rosanna Arquette o Rose McGowan, entre otras. Desde entonces, más de una decena de documentales han narrado los abusos —algunos confirmados por la justicia, otros no— de hombres poderosos, desde músicos a entrenadores olímpicos, de políticos a magnates. Todos ellos comparten dos premisas. Por un lado, dan especial peso a la narración de las víctimas, una de las reclamaciones históricas del movimiento feminista, materializada en campañas y lemas como “Hermana, yo sí te creo”. Por otro, se presentan como la cara b silenciada de una cara a aceptada acríticamente por la sociedad. Frente al consenso de que esos hombres eran héroes, estos documentales, como las investigaciones periodísticas que preceden a la mayoría de ellos, buscan poner sobre la mesa una verdad incómoda, o bien soterrada o bien estratégicamente ignorada con distintos grados de complicidad.
¿Un documental serio o un circo televisivo?
Una de las principales críticas al documental de Rocío Carrasco tenían que ver con su tono: se estrenaba en Telecinco, en un formato que aunaba el testimonio grabado de la mujer con un debate conducido por Jorge Javier Vázquez y con la participación de Belén Esteban, entre otros, y la producción llegaba de la mano de La Fábrica de la Tele, casa de grandes hits del corazón como Aquí hay tomate, Hormigas blancas o Sálvame. Antonio David Flores ha sido de hecho colaborador asiduo de varios de sus programas, y de otros formatos de la misma cadena, hasta que Mediaset anunció el mismo martes que cancelaba su participación en sus producciones. Y se dejaba ver la impronta de los responsables de la productora, David Adrián y Óscar Cornejo, que firmaban también como responsables de un documental dirigido por Ana Isabel Peces con Menchu González como directora de contenido, ambas habituales de la casa. La música dramática acompañaba el testimonio de Rocío Carrasco, que llegaba a llorar desconsoladamente en algunos momentos de la cinta. La cámara no cortaba —y tampoco el montaje— ni cuando la hija de Rocío Jurado parecía sufrir un ataque de ansiedad.
No es este el tono al que acostumbran sus predecesores. Nevenka, el ejemplo español más reciente del género, en el que la exconcejala de Hacienda de Ponferrada rememoraba su batalla emocional, judicial y legal contra los abusos del entonces alcalde Ismael Álvarez, era todo un muestrario de contención por parte de la víctima. Como Allen v. Farrow, sobre la acusación de Dylan Farrow contra su padre, Woody Allen, por abuso sexual en la infancia, donde ella misma y su madre, Mia Farrow, se muestran muy enteras a lo largo de toda la cinta. ¿El objetivo? Presentarse como voces fiables, mujeres que no se dejan llevar por sus emociones y que mantienen la cordura: exactamente lo contrario del estereotipo de la mujer agraviada que usa la mentira como venganza contra los hombres, el estereotipo que todavía persigue a las mujeres que denuncian la violencia machista. Pero aunque Rocío se presente como una serie documental, lo cierto es que no pertenece a la misma genealogía: sus modos no son los del busto parlante sosegado, sino los de la emocionalidad extrema de la televisión rosa. Pero ¿es menos creíble por ello el testimonio de Rocío Carrasco?
Violencia machista en televisión
De hecho, la exposición pública de la violencia machista tiene en España un lazo indisoluble con los talk shows y la televisión del corazóntalk shows. El 4 de diciembre de 1997, Ana Orantes acudió al programa De tarde en tarde, el magacín de Irma Soriano en Canal Sur, para contar el infierno al que la había sometido su exmarido durante décadas. No lo hizo en un documental, ni en las páginas de un periódico, ni en el telediario; lo hizo en un programa de tarde muy popular, particularmente entre las mujeres que podían estar en su misma situación. Como cuenta la periodista Noemí López Trujillo en el podcast Lo conocí en un corpus, esa popularidad dio precisamente valor a su relato, que agitó un necesario debate público. Dos semanas después, su historia sí llegaría a los telediarios: tras múltiples amenazas, su exmarido la asesinaba. El público tenía ante sus ojos el carísimo precio que pagaban las mujeres que se atrevían a denunciar, y la responsabilidad de una sociedad incapaz de acabar con la violencia ni allí donde se mostraba de manera más evidente.
Pero la prensa rosa y la televisión popular no ha sido tampoco inocente ante la banalización del maltrato. En Vogue, la periodista Patricia Moreno señala otros casos en los que la denuncia de la víctima ha sido cuestionada o ridiculizada, como la de Raquel Bollo contra Chiquetete, a las que habría que sumar vergüenzas colectivas como las yoyas de Carlos Navarro, el concursante de Gran Hermano después condenado por violencia machista. El debate que rodeaba a Rocío era solemne y cuidadoso con el testimonio de Carrasco, contaba con la participación de una experta feminista como la periodista Ana Pardo de Vera, exdirectora de Público, y funcionaba casi como un acto de contrición. De hecho, Jorge Javier Vázquez y Belén Esteban llegaron a asumir su colaboración en el relato que había tachado a Carrasco de “mala madre” y que había ignorado los testimonios previos de malos tratos por parte de Flores.
¿Una versión parcial?
Rocío, contar la verdad para seguir viva, no cuenta con el testimonio de Antonio David Flores ni aparece, en el prólogo y el capítulo 1, ninguna voz que le defienda. No es algo extraño en estos documentales que desde 2018 dan voz a las víctimas de presuntos y confirmados abusos. Esto sucede por distintas causas. Leaving Neverland, donde Wade Robson y James Safechuck acusaban a Michael Jackson de abusos sexuales durante su infancia, llegaba 10 años después de la muerte del artista. Cuando se emitió el documental Asquerosamente rico, donde hablaban varias víctimas del empresario Jeffrey Epstein, este ya se había suicidado en la prisión de Nueva York donde esperaba juicio acusado de tráfico sexual. Gimnasta A se emitió dos años después de que el entrenador Larry Nassar se declarara culpable de diez delitos de abuso sexual. En la mayoría de las ocasiones, sin embargo, los acusados simplemente se niegan a participar en los documentales, como sucede en Nevenka o en Allen v. Farrow, casos en los que los productores se contentan con añadir, normalmente al final del metraje, que así ha sido, señalando cuando procede que el personaje en cuestión niega las acusaciones. Este modo de proceder es frecuente en el periodismo en general, que busca recabar las distintas versiones sobre un tema, pero que si no lo logra, por los motivos que sea, suele conformarse con aclararlo en la propia noticia.
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El programa que recoge el testimonio de Rocío no está por tanto solo en esto, aunque sí hay que hacer una salvedad: en el prólogo y el primer programa, no se le dice al espectador en ningún momento que Antonio David Flores se haya negado a participar, y él mismo dijo desconocer su existencia cuando se anunció el estreno la pasada semana. De ser cierto, el programa habría renunciado a dar la versión de Flores, ante lo que caben varias preguntas: ¿es ético periodísticamente recabar la versión solo de una de las partes de un conflicto?, ¿sería ético convertir la denuncia pública de malos tratos en un careo entre víctima y supuesto verdugo? Pero esta pregunta —quién está legitimado para hablar, a quién se le da la palabra— está en el centro de la nueva ola feminista. En su dimensión de denuncia social de la violencia, de la que el #MeToo es el resultado más conocido, el feminismo busca equilibrar el discurso, dar voz a una parte silenciada. Difícilmente se podría argumentar que Woody Allen, Michael Jackson, Jeffrey Epstein o R. Kelly no han tenido oportunidad de contar su historia, de hacerse entender. Esto es justamente lo que denuncia el #MeToo: que la suya ha sido la única historia posible.
¿Qué implicaciones debería tener esto en el discurso público? ¿Es legítimo que, puesto que se acumulan décadas —siglos— de discurso único, se deje ahora hablar a las silenciadas? ¿Qué obstáculos pone esto al fin último del periodismo y del documental, que es que se conozca la verdad? ¿Es correcto tratar la denuncia de violencia machista como un simple enfrentamiento entre dos partes? El testimonio de Rocío Carrasco y la posible reacción de su exmarido se enmarcan en estas dudas que ni el periodismo, ni el documental ni la sociedad han resuelto aún. Es lógico: hablamos de cómo alcanzar la verdad en un espacio público desigual, en el que unas voces valen menos que otras. En el primer episodio del programa, la hija de Rocío Jurado se queja de que durante años Flores ha aparecido en televisión defendiendo su conducta de padre ejemplar y tachándola de mala madre, una imagen que sin duda ha calado entre los consumidores de periodismo rosa. ¿Se preguntaban entonces los profesionales o la audiencia si era ético dejarle hablar sin escucharla a ella?
Otro debate será si el programa de Telecinco está a la altura a la hora de aportar credibilidad documental a la denuncia de Carrasco. En el primer episodio, que narraba los inicios de la relación entre ambos, apenas se detallaban los malos tratos, pero sí se exhibía un documento del Juzgado de Violencia contra la Mujer que avalaba el diagnóstico psicológico de Carrasco, así como el testimonio televisado años atrás de una amiga de ambos, que vio cómo Flores la agredía físicamente. Es obvio que Rocío, contar la verdad para seguir viva es una producción de gran relevancia social. El espectador tendrá derecho a exigirle en consecuencia.