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Si en Barcelona no está Juan Marsé, en Barcelona no hay nadie

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Sé que esto también pasará, porque el tiempo no cura nada, eso es falso, aunque lo nuble y diluya todo, pero ahora mismo, 19 de julio de este espantoso 2020, siento que ya no hay nadie en Barcelona, la ciudad que para mí era Jaime Gil de Biedma y Juan Marsé, era la capital de la amistad, el territorio mágico donde los héroes literarios se volvían de carne y hueso para compartir unas horas de su vida contigo. Nunca dije que no cuando me llamaba alguien para invitarme a viajar allí, porque era la ocasión, hace años, de ir a buscar al poeta a su despacho de la Compañía de Tabacos de Filipinas y luego a cenar y a tomar algo por los bares de ambiente que frecuentaba, y ha sido hasta hace muy poco la disculpa que me permitía volver a ver al novelista contemporáneo que más he admirado desde que leí Últimas tardes con Teresa, un libro en mi opinión insuperable. Miro en la agenda del teléfono sus números de la ciudad y de la playa, su dirección en la calle Bailén, y se me viene el mundo encima. No le volveré a ver. Nunca volveré a hablar con él, no me abrirá en bata la puerta de su piso para que le dé un abrazo que cada vez encontraba a un hombre más esquelético, ni descolgará el teléfono y al decir que soy yo responderá lo de siempre: "¡Hey, chaval, ¿cómo estás?!"

Conocer a Juan Marsé daba un poco de miedo, porque la gente a la que tienes en un altar impone respeto y porque él tenía fama de cascarrabias. Lo era, pero de forma selectiva, porque en eso él y Jaime se parecían como dos gotas de agua: nunca tuvieron paciencia con las tonterías o los impertinentes y si alguien se propasaba delante de ellos, por ejemplo, para meterse con algún amigo o con su obra, no se mordían la lengua. A Juan tampoco le entusiasmaba que le hablases de sus libros, pero a mí, desde luego, me resultaba difícil olvidar que tenía delante al autor de Un día volveré o Si te dicen que caí, títulos que nos habían marcado hasta tal punto a algunos escritores de mi generación que lo idolatramos, que, de hecho, solíamos referirnos a nosotros mismos como "marsistas". Uno de los mayores regalos que me ha dado la vida ha sido conocerlo y que me dejase que lo quisiera, pero también disfrutar del privilegio de hablar con él de su trabajo en marcha, incluso de que me leyera en el pequeño despacho de su casa algún capítulo manuscrito de lo que luego serían novelas prodigiosas como Caligrafía de los sueños o la deslumbrante miniatura de Noticias felices en aviones de papel. Esos ratos en su casa, donde a menudo disfrutábamos de una cerveza y, si era la hora apropiada, de alguna comida deliciosa preparada por Joaquina, su mujer, son de esa clase de recuerdos que se guardan a la vez en la memoria y en el corazón. Qué personas más sencillas y a la vez más extraordinarias.

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En su papel de narrador de historias, Juan poseía una imaginación deslumbrante, cómo no iba a tenerla alguien que no era sólo él mismo sino también otro, bautizado como Juan Faneca Roca, que descubrió ya mayor que era adoptado y al que su madre real pero no biológica le contó la historia inverosímil de que el trato para entregarles el niño lo alcanzó su esposo en un taxi al que se subió por casualidad. Pero, además, el creador de La oscura historia de la prima Montse es un estilista de primera clase que siempre conservó algo del joyero que fue en su juventud: la exactitud de su prosa, tallada y pulida hasta el límite, no es fruto de la simple inspiración, también lo es del trabajo infatigable y minucioso que había en sus originales, que jamás daba completamente por acabados. Un día, al llegar a su casa, no recuerdo si la última o aún la de la calle Sicilia, me habló de ciertos retoques que había llevado a cabo, una vez más, en "la Teresa", como él la llamaba. "¿Y dónde ha salido esa nueva edición?", le pregunté. "Es para una colección de quiosco, sólo durará este domingo", me contestó. Y de inmediato, cambió de tema con otra de sus frases clásicas: "Pero, bueno, cuéntame, ¿cómo están los amigos por Madrid?" Con él se hablaba mucho de literatura, de Jaime Gil de Biedma, de cine —nunca le gustaron, unas nada y otras poco, las adaptaciones que se hicieron de sus novelas y lamentaba que Víctor Erice hubiese sido apartado del proyecto de El embrujo de Shangai—, de la gente a la que tenía verdadero cariño —Ángel González, Almudena Grandes y Luis García Montero, Conchita y Chus Visor…— y, naturalmente, de la actualidad. Ironizaba con el hecho de que no ser independentista hubiese dado lugar a que algunos salvajes —los mismos que llamaban fascista a Joan Manuel Serrat— recorrieran las bibliotecas y librerías de su adorada Cataluña escribiendo la palabra botifler, traidor, en la página de cortesía de sus libros, pero se le notaba que, en el fondo, le había dolido. En realidad, nunca se fio de ningún tipo de poder ni lo frecuentó, tal vez por eso tardó más de la cuenta en ser reconocido a nivel oficial, un sinsentido que alivió la concesión del premio Nacional y el de la Crítica por Rabos de lagartija y, sobre todo, del Cervantes en 2008. Antes de eso había logrado mantenerse con otros de carácter privado, entre ellos el Biblioteca Breve por Últimas tardes con Teresa o el Planeta por La muchacha de las bragas de oro. Sobre el primero hay una anécdota digna del creador del Pijoaparte: una noche, debía ser en los años noventa, estábamos en la cafetería del hotel Majestic, uno de sus lugares predilectos, cuando me contó que había tenido una pequeña discusión con su colega Juan Goytisolo: "Lo vi en una cafetería, entré y le solté: Oye, ¿tú qué andas diciendo por ahí de que me dieron el premio Biblioteca Breve sólo porque lo amañó Carlos Barral? ¡Eso es mentira!" Me quedé unos segundos haciendo cálculos y le pregunté: "Pero, ¿y eso cuándo ha sido?" "Hace un par de semanas", respondió. "Pero, el premio fue en 1965 ó 1966, ¡han pasado treinta años!" "Sí, sí, pero hasta ahora no había tenido la ocasión de decírselo".

Entre una cosa y otra, Juan y Joaquina pudieron sacar adelante a la familia y hasta permitirse el lujo de tener su pequeño paraíso en la Tierra, la casa de verano en Calafell, donde era una maravilla visitarlos y disfrutar de su hospitalidad, ella tan natural y atenta, haciendo una escalibada y unos huevos fritos de otra galaxia; él con su bañador Meiba y llevándote a ver sus higueras; y los hijos y nietos corriendo por ahí. Una de las últimas veces que fui a visitarlo a Barcelona, cuando ya no salía de casa más que para ir al hospital a que le sometieran a diálisis, me contó de repente que habían vendido su refugio soñado de la playa, y al salir bajé las escaleras llorando a mares, sin poderme contener: sabía lo que debió de significar para ellos tener que deshacerse de su humilde y preciosa Itaca particular. Ahora ya no era suyo y además él ya no iba a ninguna parte, se acabaron las noches de bares sucesivos en las que lo pasábamos tan bien junto a Ana María Moix, Enrique Vila-Matas o Ignacio Martínez de Pisón y en las que él dejaba de ser hipocondriaco durante unas horas y no le tenía miedo a un infarto si tomaba una copa de más.

La pérdida de Juan Marsé es un drama para quienes lo amábamos, que lo echaremos muchísimo de menos, y una pérdida de gran magnitud para todas y todos los lectores que saben paladear la gran literatura, que desde este otro maldito 18 de julio se quedan huérfanos de uno de los mayores novelistas que ha dado nuestro país. Ojalá fueran verdad las cosas en las que nunca creímos ni tú ni yo y me pudieras escuchar desde algún espacio invisible, para que te dijese lo mismo que la última vez, en la puerta de tu casa, después de darte un beso de despedida: te quiero mucho. Cada vez me gusta menos este mundo en el que faltan ya tantas personas que me hicieron como soy, que me lo enseñaron todo. La vida sigue, pero a veces es muy difícil que no te deje atrás.

Sé que esto también pasará, porque el tiempo no cura nada, eso es falso, aunque lo nuble y diluya todo, pero ahora mismo, 19 de julio de este espantoso 2020, siento que ya no hay nadie en Barcelona, la ciudad que para mí era Jaime Gil de Biedma y Juan Marsé, era la capital de la amistad, el territorio mágico donde los héroes literarios se volvían de carne y hueso para compartir unas horas de su vida contigo. Nunca dije que no cuando me llamaba alguien para invitarme a viajar allí, porque era la ocasión, hace años, de ir a buscar al poeta a su despacho de la Compañía de Tabacos de Filipinas y luego a cenar y a tomar algo por los bares de ambiente que frecuentaba, y ha sido hasta hace muy poco la disculpa que me permitía volver a ver al novelista contemporáneo que más he admirado desde que leí Últimas tardes con Teresa, un libro en mi opinión insuperable. Miro en la agenda del teléfono sus números de la ciudad y de la playa, su dirección en la calle Bailén, y se me viene el mundo encima. No le volveré a ver. Nunca volveré a hablar con él, no me abrirá en bata la puerta de su piso para que le dé un abrazo que cada vez encontraba a un hombre más esquelético, ni descolgará el teléfono y al decir que soy yo responderá lo de siempre: "¡Hey, chaval, ¿cómo estás?!"

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