Los bulos no son un daño colateral del tratamiento de la información en internet, sino una amenaza grave para la democracia. Esta es la tesis de Irene Lozano, escritora, periodista y política, actual secretaria de Estado de Deporte, en Son molinos, no gigantes (Península), un volumen en el que se pregunta por las consecuencias de las fake news y del populismofake news en el debate público. En el ensayo, Lozano analiza, entre otros, los casos del procés, el Brexit o la estrategia de Vox, pero también la responsabilidad de los medios y las acciones (o inacciones) de las distintas plataformas y redes sociales. Aquí, infoLibre recoge la introducción del libro, que se publica este martes 17 de noviembre.
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La arquitectura de la división
Todo empieza con un vídeo que tu vecino recibe por WhatsApp y que le informa sobre las clases de educación sexual que los niños y las niñas reciben en los colegios e institutos españoles. El receptor del mensaje lo ve y se escandaliza, porque se lo ha mandado alguien de su confianza, o al me- nos cercano: tiene su teléfono. Por lo tanto, no duda de la veracidad de la historia. Poco después, o quizá antes, o simultáneamente, el mismo vídeo u otros similares empiezan a circular por las redes sociales y alcanzan gran difusión, entre otros motivos, porque responsables de partidos políticos o cuentas con gran popularidad contribuyen a viralizarlos. Al menos, cuando se distribuyen en redes sociales, sucede en un ámbito público y es posible contrarrestarlos o replicarlos de algún modo.
En el vídeo se muestra a un hombre desnudo, acostado en el suelo y rodeado de gente, y en él se indica a una niña, en cuclillas, que toque primero la mano y luego el pie del hombre. Las imágenes se incluyeron en un tuit de la cuenta de Adrián Belaza Hernaiz, candidato a la alcaldía de Logroño por Vox en 2019, acompañadas por un texto en el que se habla de la necesidad del «pin parental» que su partido propone. En realidad, el vídeo no es de un curso y ni siquiera fue grabado en España. Se trata de la performance La Bête, del artista brasileño Wagner Schwartz, y las imágenes fueron tomadas en el Museo de Arte Moderno de São Paulo, en Brasil, el 26 de septiembre de 2017.
En enero de 2020, tuvo lugar en España un intenso debate sobre el veto parental, un mecanismo aprobado en la Región de Murcia por el cual se concede a los padres la potestad de impedir que sus hijos e hijas participen en actividades escolares con contenido ético, social, moral, sexual y, con carácter general, todo aquello relacionado con los valores. El Gobierno del PP, Vox y Ciudadanos en Murcia dio carácter de legalidad a este mecanismo y lo implantó en la comunidad autónoma, pero finalmente modificó los decretos que fijaban el currículo de primaria y secundaria para incluir el veto parental, rebajando las exigencias a los centros educativos, que podrán entender el silencio de los padres como positivo para que los alumnos puedan asistir a las charlas.
El veto parental en la educación es el mejor ejemplo de la estrecha relación entre el nacionalismo temeroso, la desinformación y el miedo. El vídeo de la performance no es único. En otro que se distribuyó desde la cuenta oficial de Vox en Instagram, se ve a una mujer, ante una clase, dramatizando una escena de maltrato de género. Se trata en realidad de una actriz que no está frente a un grupo de alumnos menores en una escuela a los que imparte un curso, sino en la Universidad Complutense de Madrid, e interpreta un monólogo teatral sobre una relación que se tornó violenta. En un tercer vídeo, vemos a una mujer, a quien se identifica como una «maestra de secundaria», que enseña cómo colocar un preservativo con la boca. No es una docente, ni se trata de una escuela secundaria y ni siquiera está grabado en España. Es, en realidad, una obstetra de la Universidad Católica ULADECH, de Perú, dictando una clase de salud sexual y reproductiva comprendida dentro de la carrera de Obstetricia.
Durante muchos días, toda España discute sobre estos tres vídeos y de ciertos contenidos que se imparten en los colegios. Cuando actúan los llamados fact-checkers o analistas de bulos como Maldita, descubrimos que estamos debatiendo sobre un problema inexistente. También tercia el consejero de Educación de Madrid, Enrique Ossorio. Aclara que en su comunidad no existe ningún tipo de adoctrinamiento en las aulas y que tampoco hay quejas sobre charlas o actividades complementarias en ellas ya que, al ser requeridas, solo se recibió una por escrito sobre un caso en Pedrezuela y dos de forma online. Ossorio pertenece al Partido Popular, que gobierna en Madrid con el apoyo de Vox, cuya portavoz en la Asamblea llegó a decir, para defender el veto parental, que en las aulas de la comunidad había charlas de zoofilia, lo cual también fue desmentido por el consejero. El problema sigue sin existir. Ni las materias impartidas tienen nada que ver con los vídeos difundidos por la ultraderecha, ni las familias lo perciben de forma conflictiva. Hemos estado debatiendo sobre un «no problema».
¿Por qué querrían las derechas poner sobre la mesa un no problema? ¿Por qué lo llevan al acuerdo de presupuestos de Murcia y preconizan su implantación también en comunidades como Andalucía y Madrid, donde son necesarios para gobernar? Desde luego, se trata de una batalla cultural y reviste su importancia. Para la ultraderecha muy ideologizada las actividades escolares donde se fomenta la tolerancia y el respeto a todas las identidades sexuales son un objetivo a batir. Plantear, por tanto, que constituyen un problema en sí mismas, e inventarse lo que no son, puede tener sentido. Sin embargo, hay mucho más tras una guerra sin objeto aparente, contra un no problema, que la ultraderecha decide librar.
Con cada una de estas batallas, los reaccionarios no solo se dirigen hacia el objetivo inmediato, también van construyendo la arquitectura de la polarización. Esta se fundamenta en tres objetivos. El primero, erosionar el debate público, debilitarlo como vehículo racional para la toma de decisiones: al contaminarlo con falsedades y desinformación lo inhabilitan como herramienta esencial de la democracia. En segundo lugar, exacerban la polarización y la división en la sociedad. En este debate descubrimos que empleábamos nombres distintos para la misma medida. Los de derechas lo llamaron «pin parental», de manera que se asociaba a una mayor libertad de los padres que, como hacen en la televisión de su casa o en la navegación por internet, tenían un modo de controlar los contenidos a los que sus hijos acceden. Se establecía un contínuum educativo entre la casa y la escuela, siendo ambos tipos de educación radicalmente distintos, y se asociaba a un derecho prioritario de los padres a educar a sus hijos, cosa que nadie niega en privado, pero sí cuando hablamos del aula. Por su parte, los detractores de esta medida, y en general la gente con visión progresista, lo denominó «veto parental» en cuanto comprendió el fenómeno, aunque hay que señalar que la aparente inocencia e inocuidad de la expresión «pin parental» hizo que fuera usada inicialmente por gente que discrepaba de ella. Cuando la medida se llama «veto» se asocia al campo semántico de la prohibición y se describe como una limitación de la libertad de los niños y niñas que, si bien reciben de sus padres, lógicamente, la educación en los valores familiares, deben estar expuestos a pensamientos distintos a los de su familia para que sean educados como demócratas y no como miembros de una tribu. Tengamos a mano la palabra «tribu», porque aparecerá con frecuencia en estas páginas.
La arquitectura de la polarización que están levantando los reaccionarios se apuntala con un tercer elemento: la desconfianza hacia las élites, ya sean políticas, educativas, periodísticas o académicas. Todo lo que sirva para restar credibilidad a aquellas instituciones que tradicionalmente dispensaban el conocimiento —y, sin duda, la educación es la principal— forma parte esencial de su estrategia. Conseguir que el ciudadano de a pie se sienta engañado por la élite educativa o política es el objetivo. Los reaccionarios lo llevan a cabo mediante teorías conspirativas y, en cada acontecimiento, atribuyen a las despreciables élites progresistas la voluntad de poner otra pieza más en el engranaje para manipular a los desavisados ciudadanos, ¡niños además! La paradoja es que eso es justamente lo que hacen ellos.
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Si nos preguntamos qué obtuvo la derecha una vez hubo terminado el debate sobre el veto parental, podemos encontrar una respuesta optimista: no consiguieron nada, la gente se ha enterado de que esto no es un problema y ha ido a otra cosa. La realidad es que, en nuestro tiempo, la economía de la atención no funciona así. Lo primero que consiguió la ultraderecha fue que los medios de comunicación se fijaran en un problema inexistente, con lo que esto significa respecto a desviar la mirada de problemas esenciales. Además, lograron atemorizar a mucha gente que no dispone de tanta información como para seguir cada bulo hasta que es desmentido, gente que ni siquiera sigue las noticias, tal vez tampoco las redes sociales, pero que está recibiendo de forma machacona desinformación interesada y manipulativa en su teléfono, procedente de personas en las que confía. El sustrato preexistente de desconfianza hacia las élites contribuye a estos efectos. Por último, consiguieron también apartar a más ciudadanos de la política y de los políticos, puesto que un debate sucio, gritón y plagado de falsedades, más propio de un reality show vespertino, no contribuye a la percepción ciudadana de que la política resuelve sus problemas, sino más bien lo contrario. En el barro de la desinformación, los reaccionarios ganan siempre, del mismo modo que la falsedad suele ganar a la verdad: se ha comprobado como la mentira viaja mucho más rápida. Un estudio realizado por el Massachusetts Institute of Technology y difundido por la revista Science sobre noticias verificadas, verdaderas y falsas, distribuidas en Twitter entre los años 2006 y 2017, llegó a la conclusión de que la falsedad circula más rápido y con mayor alcance que la verdad en todas las categorías de la información. Mientras que las noticias verdaderas apenas superaron una difusión de mil personas, las falsas se movieron entre esa cifra y los cien mil contactos. Los bots aceleraron al mismo ritmo tanto lo verdadero como lo falso, con lo cual se demostró que somos los humanos los más propensos a difundirlas. ¿Las causas? Los investigadores apuntan a la carga de novedad y sorpresa que contiene una noticia falsa como motor para su difusión.
Por supuesto, quienes estamos preocupados por la desinformación y cómo enfrentarnos a ella siempre corremos el riesgo de ser acusados de querer censurar. La respuesta para esto es la que dio Kelly Nyks, director del documental Split: a divided America (Ruptura: una América dividida): «Todo el mundo tiene derecho a una opinión, pero no a unos hechos».
Cuando empezamos a utilizar distintas palabras para nombrar lo mismo o creemos ciertas falsedades, corremos el riesgo de quebrar los consensos más básicos de la sociedad. El más elemental, el consenso sobre el significado de las palabras, está en peligro. Este libro trata sobre la amenaza que sufre el debate público en las democracias, como consecuencia de los acontecimientos políticos y de la revolución tecnológica, que está cambiando esa pieza esencial de nuestro sistema: la deliberación pública.
Los bulos no son un daño colateral del tratamiento de la información en internet, sino una amenaza grave para la democracia. Esta es la tesis de Irene Lozano, escritora, periodista y política, actual secretaria de Estado de Deporte, en Son molinos, no gigantes (Península), un volumen en el que se pregunta por las consecuencias de las fake news y del populismofake news en el debate público. En el ensayo, Lozano analiza, entre otros, los casos del procés, el Brexit o la estrategia de Vox, pero también la responsabilidad de los medios y las acciones (o inacciones) de las distintas plataformas y redes sociales. Aquí, infoLibre recoge la introducción del libro, que se publica este martes 17 de noviembre.