Emmeline Pankhurst se asoma a un balcón para dar su primer discurso después de meses a la sombra. Decenas de mujeres se han reunido a sus pies enarbolando banderas verdes, blancas y violetas, y lucen en sus solapas orgullosas medallas en las que se lee "Huelga de hambre". Es, por supuesto, una reunión clandestina. La líder sufragista aparece por fin: "¡No queremos quebrantar las leyes, queremos redactarlas!". Las activistas aplauden y gritan, agitando banderas con lemas como "Voto para la mujer". Aquí, alguien grita "¡Corten!" y Meryl Streep, la falsa Pankhurst, se detiene a tomar un poco de agua. Pero los libros de historia aseguran que esta escena de la película Sufragistas (el viernes en los cines) no dista mucho de la realidad. Estamos en 1912, y las mujeres británicas llevan décadas tratando que sus parlamentarios les den al fin el ansiado derecho al voto.
En España, la historia es bien distinta, y no ha sido retratada aún por ninguna película. Es comprensible: ¿cómo hablar de un movimiento deslavazado, fragmentado, poco activo, con escasa presencia en la calle y sin la radicalidad (ni la épica) de sus congéneres británicas? La historia de Maud (Carey Mulligan) y sus compañeras de lucha (Helena Bonham Carter y Anne-Marie Duff), rodada por Sarah Gavron, no solo testimonia la radicalización del sufragismo inglés, que abrió camino para otros movimientos sociales. También pone de relieve lo lejos que estaban las mujeres españolas de protagonizar un combate parecido.
"Aquí no hubo movimiento sufragista", dice tajantemente Laura Nuño, directora del Observatorio de Igualdad de Género de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. Si el sufragismo se ha estudiado en España como un debate parlamentario entre Clara Campoamor (partidaria del sufragio femenino) y Victoria Kent (en contra) es porque realmente no hubo un movimiento de mujeres que les robara protagonismo en la calle. Ninguna Emmeline Pankhurst sacó a la calle a miles de ciudadanas, y ningún Gobierno consideró a las sufragistas como un peligro ni como un sujeto político digno de consideración, como no tuvieron más remedio que hacer en Reino Unido. Y hay razones que explican esa diferencia.
Pocas obreras, muchas analfabetas
Cuando comienza la película Sufragistas, hay ya varios procesos en marcha. Las mujeres británicas se habían incorporado al rápido e intenso proceso de industrialización. En 1851, ellas suponían el 16% de los productores de ladrillos, cerámicas y cristal; el 20% de los trabajadores del papel; el 49% de la mano de obra en la industria textil y el 54% de la del cuidado de la ropa (lavanderas, costureras...). La protagonista del filme es un ejemplo: trabaja desde los 7 años expuesta al vapor y los químicos de una lavandería, pero cobra menos de la mitad de lo que obtiene su marido por la misma función. El Gobierno llegó a llamar a muestras de obreras, empujado por las sufragistas, para valorar si, por sus condiciones laborales y su fuerza productiva, eran merecedoras del voto (proceso que finalmente quedó en una negativa de los parlamentarios). Las británicas tenían ya un lugar en el espacio público, aun en condiciones miserables, que las españolas tardarían en conquistar.
En la primera década del siglo XX es cuando comienza el momento de esplendor del movimiento obrero en España, que empezaba a desarrollar sus bases, como explica Gregorio de la Fuente, profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Políticos en la Universidad Complutense. "Tradicionalmente, en Gran Bretaña desde 1840 las organizaciones obreras, que también incluyen mujeres, participan en otros movimientos sociales, como el prodemocrático de los años 40", recuerda. Como resultado de este movimiento, los obreros acceden al voto en Inglaterra en 1867, en un proceso que irá avanzando más todavía en los años siguientes. En España no lo harían hasta 1890, y en unas condiciones particulares: el turnismo, en el que los comicios eran prácticamente un adorno del cambio entre los dos partidos que se alternaban en el poder. "Allí donde no hay un debate sobre ampliación del sufragio, es difícil que las mujeres se sumen a esa cuestión", analiza Laura Nuño.
Para ella, hay otra cuestión aún más relevante. Pese a su origen humilde, la protagonista de Sufragistas es capaz de leer el periódico, descifrar las leyendas de un mapa y escribir una carta a las autoridades. En España, en 1910 eso solo podía hacerlo el 40% de las mujeres, pertenecientes a la burguesía o las clases altas. El resto no sabía leer ni escribir. Existía por entonces medio siglo de desfase entre mujeres y hombres: el analfabetismo entre ellas alcanzaba los niveles de 1860 entre los hombres. "La sensación de injusticia y la actuación contra ella tiene mucho que ver con la capacidad de percepción de la injusticia", defiende Nuño, "Y está claro que una persona iletrada tiene menos herramientas para identificarla".
De hecho, el movimiento de mujeres (que aún tardaría en llamarse feminista) se origina precisamente en torno a la educación. La Institución Libre de Enseñanza abrió un camino pedagógico hacia la formación de las mujeres, que recogerían a finales del XIX organizaciones como la Escuela de Institutrices o la Asociación para la Enseñanza de la Mujer, que tenían como objetivo formar e incorporar trabajadoras al mundo laboral. Los Congresos Pedagógicos organizaron en torno a 1882 charlas que abordaban la educación de la mujer, pero partiendo aún de la premisa de que esta necesitaba una formación distinta de la del hombre que no cuestionara la superioridad intelectual de este.
La excepción feminista
Estos avances tímidos, sin embargo, además de la proliferación de una prensa femenina en ocasiones defensora de sus derechos sociales y políticos, permiten asegurar a la historiadora Gloria A. Franco, profesora en la Universidad Complutense, que el movimiento sufragista "quizás no tuvo la fuerza de otros países pero sí sembró semillas que, cuando llega la II República, influye en los debates parlamentarios". Era difícil, defiende, que la lucha por el voto femenino cuajara en un ambiente en que la participación política del hombre era muy limitada, si no un fraude, y en la que la vida de la mayoría de las mujeres se circunscribía aún al cuidado del hogar. "Mientras no accedieran a la educación ni se incorporaran al trabajo de forma generalizada, ni alcanzarían independencia económica, ni podrían tomar conciencia de su situación. De ahí que la lucha por el voto fuera el último reducto en el que se volcaron las españolas", explica.
Eso no impide que entre ciertas mujeres —las privilegiadas con educación, recursos y ciertas condiciones de libertad familiar— comenzaran a desarrollar una teoría que sería oficializada después en los debates parlamentarios de los años treinta. A principios del siglo XX, mujeres como Dolors Monserdá, María Goyri, Teresa Claramunt o Concepción Sáinz empiezan a teorizar sobre feminismo. "Cuando se mira España en este tema, se suele tener un cierto complejo de inferioridad", dice Franco, "porque parecía que no había personas que hubieran participado en este movimiento. Pero sí estaban ahí". Emilia Pardo Bazán, Zenobia Camprubí y Victoria Kent son algunas de las intelectuales que comienzan a fundar organizaciones que tenían como objetivo el progreso de la mujer... aunque algunas de ellas, como el Lyceum Club, fundado entre otras por María de Maeztu, excluyera expresamente la política de sus actividades ya en 1926. Las sufragistas de Pankhurst habían llevado a cabo, casi dos décadas antes, acciones como la desobediencia civil y la huelga de hambre, habían puesto bombas en buzones de correos y casas de parlamentarios, habían saboteado el telégrafo y acuchillado un cuadro de Velázquez.
Para cuando ese debate comienza a preocupar a la intelectualidad —de movimiento social generalizado ni se habla—, España no solo iba tarde con respecto a otros países europeos, sino que en aquellos en los que el sufragismo había sido fuerte, este empieza a pasar de moda después de haber conseguido su principal propósito. En 1921, por ejemplo, decenas de mujeres marchan hasta las Cortes para entregar un manifiesto a los diputados. "Eso era algo nunca visto aquí, cuando en otros países ya estaban dejándolo de hacer", bromea De la Fuente. Y, para colmo, llega la dictadura de Primo de Rivera, otro parón en el avance político español. Antes de que el militar dejara el poder, las mujeres británicas conseguirían el voto en las mismas condiciones que los hombres (1928, aunque 10 años antes ya se había concedido a parte de ellas).
Las españolas, sin embargo, encadenaron la dictadura de Primo de Rivera —que, paradójicamente, concedió el voto a la mujer soltera, aunque con la finalidad de legitimar su gobierno y con todos los límites de un sistema sin garantías parlamentarias— con la de Francisco Franco, exceptuando el dulce paréntesis de la II República. "El voto llega a la mujer, digamos, de manera gratuita, sin que hubiera un gran movimiento que lo reclamara", puntualiza De la Fuente. Y por un brevísimo período de tiempo. Después, el franquismo legitimaría durante cuatro décadas la supuesta inferioridad de la mujer, arrebatándole desde la capacidad de manejar dinero a la de ser la responsable legal de los hijos.
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Un pesado lastre
Las españolas, defienden los expertos consultados, siguen arrastrando aquel retraso de décadas. Nuño y Franco viajan hasta 1975 para encontrar el primer movimiento social marcadamente feminista en España. Las activistas por los derechos de la mujer se habían aglutinado en la lucha antifranquista, en la que pudieron desarrollar una agenda propia que poner en marcha durante la Transición. 1975 fue declarado por la ONU el Año Internacional de la Mujer lo que supuso el "pistoletazo de salida", según Franco, para que los distintos grupos de encontraran en las Primeras Jornadas de Liberación de la Mujer, en 1976. Pero las activistas, denuncia Nuño, vieron cómo la situación política general terminaba por relegar sus demandas a un segundo plano: "Para la Constitución se habla con todos, menos con los colectivos feministas. El constitucionalismo pide paciencia. Y hasta hoy".
El peso de décadas de discriminación política y social, defiende Nuño, no se nota tanto en las mujeres como en el antifeminismo. "El lastre está en la frustración de algunos colectivos temerosos de perder sus privilegios. La reacción contra la Ley de la Violencia de Género, por ejemplo, es impensable en otros países. Esto ocurre porque deslegitimar el pensamiento machista lleva tiempo, y España tuvo que hacer los deberes muy rápido", explica. De aquellas sufragistas españolas de las que nadie podrá hablar vienen las declaraciones machistas de esta campaña electoral. Emmeline Pankhurst tendría un mensaje para las sufridas feministas españolas: "Nunca te rindas, nunca abandones la lucha".
Emmeline Pankhurst se asoma a un balcón para dar su primer discurso después de meses a la sombra. Decenas de mujeres se han reunido a sus pies enarbolando banderas verdes, blancas y violetas, y lucen en sus solapas orgullosas medallas en las que se lee "Huelga de hambre". Es, por supuesto, una reunión clandestina. La líder sufragista aparece por fin: "¡No queremos quebrantar las leyes, queremos redactarlas!". Las activistas aplauden y gritan, agitando banderas con lemas como "Voto para la mujer". Aquí, alguien grita "¡Corten!" y Meryl Streep, la falsa Pankhurst, se detiene a tomar un poco de agua. Pero los libros de historia aseguran que esta escena de la película Sufragistas (el viernes en los cines) no dista mucho de la realidad. Estamos en 1912, y las mujeres británicas llevan décadas tratando que sus parlamentarios les den al fin el ansiado derecho al voto.