El arriesgado viaje de AstraZeneca, la farmacéutica dedicada a la oncología que recibió el 'regalo' de la vacuna de Oxford

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Ser accionista de AstraZeneca, la quinta farmacéutica más grande del mundo, es un deporte de riesgo. Nunca puedes vivir tranquilo. Ni siquiera en plena pandemia, donde se presuponen grandes beneficios para las farmacéuticas con una patente de una vacuna aparentemente exitosa en su poder. El valor bursátil de la compañía es una montaña rusa desde que el covid-19 irrumpió en nuestras vidas. Y en la última semana no ganan para sustos –es un decir: sí que ganan, mucho dinero–. Anunciaron a finales de abril un acuerdo con la Universidad de Oxford para trabajar en una posible vacuna contra el SARS-CoV2 basada en un adenovirus.

En septiembre, paralizaron los ensayos clínicos por una enferma de mielitis transversa. Se reanudaron y, finalmente, consiguieron colocarse en el puesto número tres en cuanto a aprobación del producto en la Unión Europea: la Agencia Europea del Medicamento (EMA) ha dado este viernes el ok para su distribución. Antes del feliz desenlace, muchas dudas –que sigue manteniendo el regulador alemán– sobre su eficacia en mayores de 65 años. Incluso una noticia falsa sobre que solo funcionaba en el 8% de las personas de esta franja de edad, que hizo volcar el corazón de los inversores. E inmersos en una batalla contra la Comisión Europea de resultado incierto. La historia de AstraZeneca siempre ha pivotado sobre lo inesperado.

Como se puede intuir por su nombre, AstraZeneca tiene dos almas, aunque, para desgracia de Bruselas, tiran más sus raíces inglesas. La gigante farmacéutica nació en 1999 por la fusión de Astra AB, empresa sueca, y Zeneca Group plc., filial del negocio farmacéutico de la británica Imperial Chemical Industries. AstraZeneca tiene operaciones en más de 100 países, disfrutó de 1.231 millones de euros de beneficio en 2019, emplea a 70.000 personas y tiene nueve centros de investigación y producción repartidos entre Europa, Estados Unidos, China y Japón. Tres de estos laboratorios, en Reino Unido, Bélgica y Países Bajos, y su cartera de medicamentos es amplia y diversa, aunque destacan sus contribuciones a la lucha contra el cáncer: en especial, el de mama y el de pulmón. La decisión de orientarse hacia el mercado de los tratamientos oncológicos fue tomada por su CEO, director ejecutivo, desde 2012: Pascal Soriot. 

Por entonces, la farmacéutica se asomaba al abismo: no habían dado con ninguna patente relevante nueva y las que eran rentables estaban a punto de expirar. Soriot decidió enfocarse a la lucha contra el cáncer, con resultados exitosos. Dos medicamentos con patente de AstraZeneca, Lynzarpa y Enhertu, han sido aprobados recientemente para tratar varios tipos de cánceres de mama. La pelea con el de pulmón fue más complicada. En julio de 2017, su proyecto Mystic sufrió un revés al demostrarse que la terapia con la que investigaban, inmunoterapia basada en durvalumab y tremelimubab, no era más eficaz que la quimioterapia. Las acciones cayeron un 16%. "Se necesita tiempo para que los productos de inmuno-oncología surtan efecto. El medicamento funciona, pero lleva más tiempo. No se comporta como la quimioterapia", declaró por entonces Soriot. Tenía razón. Tres años después, en junio de 2020, un nuevo ensayo clínico demostró que el durvalumab mejoraba la supervivencia de los pacientes administrada después, y no en sustitución de, la quimio. En un 25%. 

Fue una apuesta arriesgada, como otras decisiones que ha tomado Soriot al frente de la compañía y que incluso han despertado la ira de los accionistas. En 2014, cuando aún no estaba claro si AstraZeneca sobreviviría a su larga etapa sin nuevas patentes, recibió una oferta de compra de Pfizer. La dirección rechazó la última propuesta, de 55 libras por acción, y la farmacéutica estadounidense se levantó de la mesa. Los inversores no daban crédito: ¿cómo es que van a desaprovechar la oportunidad de convertirse en la farmacéutica más grande del mundo? La administradora de fondos británica Schroders, con un 2% de acciones de AstraZeneca por entonces, publicó un comunicado. "Schroders nota con decepción el rápido rechazo del directorio de AstraZeneca de la más reciente oferta de Pfizer y la decisión del directorio de Pfizer de darle un final prematuro a esas negociaciones al decir que esa era su propuesta final". Argumentaba el director ejecutivo que a su compañía le iría mejor por su cuenta. Y cuenta Expansión que el Gobierno británico ayudó a disipar las posibilidades de una opa hostil: un favor que estarían devolviendo ahora.

Por las mismas razones, los accionistas se sorprendieron cuando AstraZeneca hizo público en junio de 2020 que estaba estudiando fusionarse con la estadounidense Gilead. El grupo está especializado en medicamentos para el VIH y en tratamientos para la hepatitis C, que no son las áreas principales de la empresa británica, por lo que costaría que la operación resultase en un ahorro de gastos, como se explica en este análisis de Reuters. Finalmente se descartó: con una vacuna entre manos, la dirección consideró que no era el mejor momento para distracciones. Aunque podría volver a abordarse en un futuro.

El 'regalo' de la vacuna

Cuando se desató la pandemia de covid-19, AstraZeneca no fue de las gigantes farmacéuticas que se puso manos a la obra para encontrar una vacuna rápida y efectiva. Pese a que tenían medios para ello. Sin embargo, la oportunidad se les brindó en bandeja: llegaron a un acuerdo con la Universidad de Oxford para producir y distribuir la vacuna con la que estaban investigando, basada en un adenovirus. El fundador de Microsoft y famoso filántropo Bill Gates tuvo mucho que ver. Como desveló en octubre Bloomberg, el magnate presionó a la institución británica para que vendiera los derechos a la farmacéutica en vez de seguir su plan, consistente en liberar los derechos del producto para que cualquier fabricante pudiera desarrollar el remedio contra el covid-19. Organizaciones humanitarias y países del Sur Global llevan meses insistiendo en que, sin una liberación de estas patentes, es muy difícil que los países pobres puedan inmunizar a su población antes de 2022 o 2023. Gates abortó la que podría haber sido una solución. 

A través de la fundación que lleva tanto su nombre como el de su esposa, Bill Gates se vende a sí mismo –utilizando secciones pagadas en medios de comunicación, por ejemplo– como un filántropo que utiliza su enorme riqueza para promover la salud pública global y el acceso a vacunas y medicamentos en el Sur Global. Sus críticos argumentan que las prioridades sanitarias no pueden estar sujetas al capricho de un multimillonario y que deben estar orientadas al máximo beneficio público, no a lo que a Gates le parezca más emocionante. Este último episodio, con AstraZeneca de por medio, añade más leña al fuego. 

AstraZeneca recibió este viernes el ok de la Agencia Europea del Medicamento para distribuir su vacuna. El regulador considera que los ensayos clínicos prueban que es lo suficientemente eficaz, sin efectos adversos relevantes. Al igual que sus competidoras. Sin embargo, la aparición de la mielitis transversa en una de las participantes del ensayo despertó todas las alarmas. También está en duda la efectividad del producto en personas de más de 65 años. Alemania no considera que genere la suficiente inmunidad en esta franja de edad, por lo que solo la distribuirá entre los jóvenes. Sin embargo, la EMA ha dado su aprobación para todas las edades a partir de los 18 años. El proceso ha sido algo más accidentado que el de sus principales competidoras en el viejo continente, Pfizer y Moderna. 

Al menos un cuarto de los fondos que ha utilizado AstraZeneca para sacar su vacuna al mercado han sido otorgados por los Gobiernos. Estados Unidos, a través de su operación WARP Speed, compró anticipadamente 300 millones de dosis y subvencionó a la compañía con 1.000 millones de dólares. Londres inyectó 100 millones a Oxford para acelerar su investigación, y la Unión Europea desembolsó 336 millones de euros por adelantado para recibir unos viales que ahora les niegan. 

Polémicas

La guerra abierta con la Unión Europea es un nuevo sobresalto para una compañía farmacéutica acostumbrada a saborear el éxito y a codearse con el fracaso –y la negligencia–. En 2019 sufrieron una reducción de más del 30% de beneficios y sus analistas estimaban que la crisis del coronavirus les afectaría negativamente. Pero Oxford llamó a la puerta y su cotización está en máximos históricos. Es, en todo caso, una dinámica habitual en las grandes compañías farmacéuticas. Pfizer, por ejemplo, es recordada tanto por el celebrado descubrimiento de la viagra como por las acusaciones de matar a niños en Nigeria en un ensayo clínico. Las denominadas big pharma suelen estar bajo la lupa por mercadear con la salud y poner sus beneficios por delante de la vida. AstraZeneca tuvo que pagar 150 millones de euros en 2010 a los afectados por Seroquel, un medicamento contra el trastorno bipolar, al descubrirse que induce efectos secundarios graves no anunciados. El mismo año, fue condenada en Estados Unidos por comerciar ilegalmente el antipsicótico para usos no aprobados por la agencia reguladora. 

No parece que la vacuna de Astrazeneca, toda vez que ha pasado con éxito los ensayos clínicos, sufra el mismo destino que otros medicamentos por los que fue condenada. Pero los accionistas, una vez más, contienen la respiración a la espera de la resolución del pulso con la Comisión Europea. 

Ser accionista de AstraZeneca, la quinta farmacéutica más grande del mundo, es un deporte de riesgo. Nunca puedes vivir tranquilo. Ni siquiera en plena pandemia, donde se presuponen grandes beneficios para las farmacéuticas con una patente de una vacuna aparentemente exitosa en su poder. El valor bursátil de la compañía es una montaña rusa desde que el covid-19 irrumpió en nuestras vidas. Y en la última semana no ganan para sustos –es un decir: sí que ganan, mucho dinero–. Anunciaron a finales de abril un acuerdo con la Universidad de Oxford para trabajar en una posible vacuna contra el SARS-CoV2 basada en un adenovirus.

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