Hace ocho años, la mayoría de los estadounidenses que votó a favor de Barack Obama lo hizo impulsada por un sentimiento de esperanza: su país podía ser mucho mejor que el escenario de guerras absurdas, recesión económica y retroceso de libertades y derechos en que se había convertido bajo la presidencia de Georges W. Bush. Aquella esperanza se expresaba con la electrizante fórmula del Yes We Can. Esta vez, en el primer martes después del primer lunes de noviembre de 2016, los norteamericanos que han votado a Hillary Clinton o Donald Trump han compartido el miedo como principal motivación. El hogar de los valientes (Home ot the Brave) de su himno nacional es ahora un país acobardado.
Los votantes de Clinton han expresado principalmente su temor a que ganara Trump, el candidato a la presidencia de Estados Unidos más racista, machista y excéntrico en muchísimo tiempo. Salvo por el hecho de poder convertirse en Madam President, la primera mujer al frente de la Casa Blanca, Clinton ha despertado pocas ilusiones. Ni tan siquiera a sus partidarios se les escapa que es una profesional de la politiquería y el juego marrullero de Washington descrito en la serie House Of Cards, una buena amiga de Wall Street de la que la gran mayoría que trabaja duro y gana poco no debe esperar gran cosa. Eso sí, Clinton es previsible. Su principal virtud es que resulta difícil imaginar que haga demasiadas locuras, salvo, por supuesto, aquellas que puedan convenir al establishment.
Por su parte, los votantes de Trump han manifestado su temor a que sigan llegando a Estados Unidos inmigrantes latinos, a que por sus calles los musulmanes caminen en libertad, a que esa competencia desleal llamada libre comercio cierre nuevas fábricas en su país, a que las mujeres, los homosexuales y las minorías raciales terminen conquistando los derechos que los equiparen al varón blanco cabreado. Aunque sus soluciones sean tan falsas como las de Hitler cuando prometía que Alemania recuperaría su grandeza una vez desembarazada de los judíos, a Trump hay que reconocerle que ha sabido verbalizar los problemas y las angustias reales de muchos de sus compatriotas. Una en concreto debería llamar la atención de los partidos del establishment en Estados Unidos y en todas partes: el capitalismo salvaje y globalizado daña a millones de personas de las clases populares y medias de Occidente.
Fuera de Estados Unidos existen un montón de mitos sobre este gran país. Por ejemplo, el de que está muy unido. Esta leyenda procede del patrioterismo con que los norteamericanos reaccionan cuando el presidente de turno les propone una guerra en el extranjero. Pero la sociedad estadounidense siempre ha estado interiormente muy dividida; no son estos comicios de 2016 su primer episodio de manifiesta fractura. Viví personalmente la provocada en las elecciones del año 2000 (Gore frente a Bush) cuando los dos candidatos a la Casa Blanca se proclamaron vencedores y el contencioso tuvo que saldarse con una discutidísima resolución del Tribunal Supremo. Aquel embrollo sucedía a otro amargo episodio que también había cubierto como corresponsal en Washington: la guerra civil cultural vivida bajo la presidencia de Clinton, de la que el caso Lewinsky fue la expresión más conocida universalmente. Pero antes, recuérdese, se habían producido desgarros como Nixon y Watergate, la guerra de Vietnam, el asesinato de dos hermanos Kennedy y Martin Luther King, los disturbios raciales, la caza de brujas del macartismo, el gansterismo y la prohibición del alcohol… “América nunca fue inocente”, dice el escritor James Ellroy. En su Guerra Civil por la abolición de la esclavitud (1861-1865, los tiempos de nuestros tatarabuelos) murieron un millón de personas.
Tampoco es este el primer período en que la primera potencia occidental se ve agobiada por una oleada de aprensión. En su serie televisiva La historia no contada de Estados Unidos, Oliver Stone explica muy bien cómo tras la valentía de Franklin D. Roosevelt (“a lo único que debemos temer es al miedo en sí mismo”), determinados intereses políticos y económicos utilizaron la Guerra Fría para instalar el desasosiego permanente en el corazón de la sociedad norteamericana. Miedo a los rusos, a los comunistas, al apocalipsis nuclear, a la invasión marciana, a las epidemias, a los meteoritos… Miedo ahora a los musulmanes, los hispanos, los chinos… La presidencia de George W. Bush se declinó sobre tres temores: la brutalidad del 11-S, el huracán Katrina y la caída de Lehman Brothers.
La invasión de Irak fue el intento de Bush y el complejo militar-industrial que representaba (el denunciado por Eisenshower en 1961) por reafirmar el poderío estadounidense ante sí mismos y ante todos los demás. Pero se convirtió un colosal fracaso. La mayor máquina de guerra de todos los tiempos no pudo con la insurgencia iraquí y dejó Oriente Próximo hecho unos zorros, hasta el punto de propiciar la aparición del ominoso ISIS o Daesh. Irak no consagró la hegemonía unilateral de Estados Unidos con que soñaban los neoconservadores y el mundo pasó a ser multipolar, con China, Rusia, India y otros en papeles protagonistas.
Obama encarnó el penúltimo despertar del Estados Unidos valiente y optimista de sus Padres Fundadores (el último hasta la fecha ha sido el expresado por la malograda candidatura presidencial de Bernie Sanders). Pero Obama no pudo cumplir muchas de sus promesas; no le dejaron cumplirlas. La recuperación económica que supo propiciar no se tradujo en auténticos empleos estables y bien pagados. Las desigualdades entre los muy ricos (el 1% denunciado por el movimiento Occupy Wall Street) y el resto de la población se acentuaron estos últimos años. Estados Unidos no se metió en nuevas guerras, y esto debe agradecérsele, pero siguió viviendo con el temor al yihadismo. Y a los mercados estadounidenses continuaron llegando más y más productos extranjeros fabricados en condiciones de miseria laboral, ausencia de libertades y desprecio al medio ambiente. La desilusión empañó inexorablemente el Yes We Can.
Este es el contexto en el que los estadounidenses han escogido su próximo presidente. La alternativa era triste: lo malo conocido o lo peor por conocer. De haber podido votar, la mayoría del resto del planeta hubiera optado probablemente por la primera opción. El mundo ya se ha vuelto lo suficientemente loco para añadirle a Trump en la Casa Blanca. Pero, aunque puedan tener consecuencias importantes en la vida de todos nosotros, solo los estadounidenses votan en las elecciones del primer martes después del primer lunes de noviembre. Y a muchos el hastío y el miedo les han impulsado paradójicamente a votar a favor del abismo, de lo imprevisible, del borrón y cuenta nueva. Veremos si son más que los que han votado movilizados por el temor a Trump.
En cualquier caso, con Clinton o con Trump, lo que todos debemos temer ahora es el miedo de los estadounidenses.
Hace ocho años, la mayoría de los estadounidenses que votó a favor de Barack Obama lo hizo impulsada por un sentimiento de esperanza: su país podía ser mucho mejor que el escenario de guerras absurdas, recesión económica y retroceso de libertades y derechos en que se había convertido bajo la presidencia de Georges W. Bush. Aquella esperanza se expresaba con la electrizante fórmula del Yes We Can. Esta vez, en el primer martes después del primer lunes de noviembre de 2016, los norteamericanos que han votado a Hillary Clinton o Donald Trump han compartido el miedo como principal motivación. El hogar de los valientes (Home ot the Brave) de su himno nacional es ahora un país acobardado.