Podía pasar cualquier cosa. Hace un mes, abría esta sección escribiendo que, si queríamos saber quién iba a ser el próximo presidente de los EE. UU., que lanzara una moneda. Las encuestas arrojaban un escenario de empate técnico. Sin embargo, Donald Trump excedió con creces los peores temores del Partido Demócrata, ganando no solamente en el colegio electoral (reconquistando Pensilvania, Georgia y Wisconsin respecto a 2020), sino también en el total de votos, algo que ningún candidato republicano había logrado en dos décadas, y que solo había sucedido en una ocasión desde Ronald Reagan como consecuencia de los ataques del 11 de septiembre. En otras palabras, Trump ha dejado de poder considerarse una “aberración” —bien del sistema electoral norteamericano, de una mala candidata como Hillary Clinton, o de una coyuntura política muy concreta que lo aupó en 2016—, demostrando representar otra cosa: una fuerza política que definirá el conservadurismo estadounidense durante décadas. Una “era” que, según algunos analistas, podría ponerle en términos de relevancia histórica a la altura de figuras como Franklin D. Roosevelt o de Ronald Reagan. Esta era del MAGA politics será una sin los contrapoderes establecidos por la Constitución estadounidense: con algunas batallas clave por la Cámara de Representantes aún por determinar, los republicanos tienen ya la certeza de controlar la Casa Blanca, el Senado y—crucial para la agenda de Trump—el Tribunal Supremo. Incluso si en el 2028 su movimiento pierde las elecciones presidenciales, la visión de Trump influirá durante décadas en la sociedad norteamericana a través del control de la judicatura.
Buena parte de la prensa española se ha centrado en señalar a algunos grupos demográficos (particularmente los hombres o los blancos sin título universitario), buscando un perfil que encarne este movimiento. Si bien es cierto que los votantes no universitarios blancos han vuelto a apoyar a Trump de manera desproporcionada, a diferencia de las elecciones de 2016 esta no ha sido la coalición que le ha llevado a la Casa Blanca. Esta vez Trump ha logrado aumentar el apoyo entre votantes más jóvenes, latinos, asiáticos y (en menor medida) negros. Harris, por su parte, ha perdido ventaja respecto a 2020 incluso entre las mujeres (cuya ventaja respecto a Trump se ha reducido de un 15 a un 10 %). En otras palabras: la coalición que Trump ha logrado articular alrededor de su figura es mucho más diversa que en 2016 y 2020. Si bien muchos de sus votantes han apoyado al candidato republicano por sus posiciones racistas, este ensanchamiento de su base electoral demuestra que quizá haya habido otras cuestiones más importantes que han orientado el voto.
Como sugería hace un mes, la dinámica que probablemente explicara la decisión del votante medio estadounidense no sería tanto qué candidato se adecúa mejor al conjunto de sus principios, sino qué cuestión le preocupara más (lo que en ciencia política llamamos “issue salience”). Si, por ejemplo, fuera la economía, lo que nos sugerían las encuestas es que votarían a Trump (quien la mayor parte de ciudadanos consideran mejor gestor); si por el contrario fuera el aborto, a Harris. Parte de lo que nos puede ayudar a entender este crecimiento del voto trumpista entre grupos demográficos que a priori no esperaríamos es esta cuestión: finalmente, ha sido la economía lo que más ha preocupado a los votantes. Pese a que la economía estadounidense ha arrojado buenos resultado en estos últimos dos años, el recuerdo de los niveles de inflación del 2022 ha permanecido en la memoria de muchos ciudadanos—una realidad que azota particularmente a los votantes más empobrecidos—. Harris tenía el desafío de convencer a los votantes de que ella representaba una ruptura respecto a Joe Biden—algo que simplemente ha sido incapaz de llevar a cabo—. Quizá el dato más revelador es la distribución del voto entre los más golpeados por la inflación, entre los que Trump ha cosechado casi tres cuartas partes de este voto:
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Por otra parte, el aborto no ha tenido el efecto “plebiscitario” que tuvo en las elecciones legislativas del 2022 tras la sentencia del Tribunal Supremo que, en junio de ese año, anuló la protección federal del aborto. En estos comicios, estados como Misuri y Florida, así como otros decisivos como Arizona o Nevada, han votado simultáneamente pero en referéndums independientes diferentes mecanismos para proteger el acceso al aborto. En el caso de Arizona o Nevada, donde a unas horas de terminar el recuento parece que Trump ha vencido, es llamativo como al mismo tiempo estos referéndums han sido exitosos, blindando algunos derechos reproductivos. Asimismo, Donald Trump y su candidato vicepresidencial JD Vance, tomaron nota de lo sucedido en 2022—cuando un hiper-movilizado voto femenino evitó la “marea republicana” que muchos esperaban—y pasaron de defender una prohibición federal a un discurso basado en la “decisión de los estados”. El hecho de que este mensaje haya calado entre los votantes, y el “desglose” entre plebiscitos específicos relacionados con el aborto y las elecciones presidenciales, explican en gran medida la erosión del apoyo a Harris entre muchas mujeres votantes.
Si pasamos de un análisis de la coyuntura a lo estructural, hay una serie de cuestiones que han pasado factura a los demócratas que tienen que ver con el fraccionamiento de su base de votantes respecto a algunas cuestiones. Quizá las más importantes en estas elecciones hayan sido dos: la inmigración y el genocidio llevado a cabo por Israel en Gaza. Respecto a la inmigración, la administración Biden decidió dar la espalda a las promesas llevadas a cabo en 2020, algo que se cristalizó en la orden presidencial de junio de este año que potencialmente ponía fin al derecho de asilo. Esta estrategia solo se entendía con el giro de muchos votantes demócratas hacia posiciones más favorables al control de la frontera Sur. Sin embargo, a diferencia del voto republicano, los demócratas están divididos en esta cuestión. Fuera cual fuera la estrategia de Harris, solo podía perder votos con su posición. La victoria de Trump en este frente fue el situar la inmigración como uno de los temas que han estructurado las elecciones. En segundo lugar, la administración Biden ha sido más dura con Benjamin Netanyahu, pero no ha retirado el apoyo de los EEUU al gobierno de Israel pese al genocidio que viene llevando a cabo desde hace más de un año. Esto no solo ha desmovilizado a los votantes más jóvenes y al ala progresista del Partido Demócrata, sino que además ha antagonizado a muchos votantes árabes-americanos, clave en ciudades como Dearborn (Michigan), decisivas en estas elecciones. Al tratar de contentar tanto a los votantes demócratas más favorables a Israel haciendo la vista gorda con un genocidio llevado a cabo a plena luz del día, con gestos simbólicos críticos hacia Netanyahu, la administración Biden y la campaña de Harris ha logrado alienar a esas dos bases de votantes.
Esto nos lleva a una cuestión final: Harris asumió el liderazgo de una campaña a pocas semanas de las elecciones, heredando gran parte del equipo de Biden. Si tuviéramos que señalar un solo factor, quizá el que mejor explique esta derrota haya sido la falta de capacidad o de deseo de desmarcarse de la administración Biden. En un contexto internacional en el que estar en el gobierno cada vez es más castigado en las urnas, el malestar respecto a la inflación y la inseguridad económica ha sido asociado—más justa o injustamente—con el ejecutivo al que formaba parte, desplazando de la agenda otras cuestiones como el aborto o la democracia. Esta realidad devuelve a Trump a la Casa Blanca con un plan mucho más claro que en 2016 y sin contrapesos institucionales. Comienza una era más desigual, inestable y violenta. Comienza la Era Trump.
Podía pasar cualquier cosa. Hace un mes, abría esta sección escribiendo que, si queríamos saber quién iba a ser el próximo presidente de los EE. UU., que lanzara una moneda. Las encuestas arrojaban un escenario de empate técnico. Sin embargo, Donald Trump excedió con creces los peores temores del Partido Demócrata, ganando no solamente en el colegio electoral (reconquistando Pensilvania, Georgia y Wisconsin respecto a 2020), sino también en el total de votos, algo que ningún candidato republicano había logrado en dos décadas, y que solo había sucedido en una ocasión desde Ronald Reagan como consecuencia de los ataques del 11 de septiembre. En otras palabras, Trump ha dejado de poder considerarse una “aberración” —bien del sistema electoral norteamericano, de una mala candidata como Hillary Clinton, o de una coyuntura política muy concreta que lo aupó en 2016—, demostrando representar otra cosa: una fuerza política que definirá el conservadurismo estadounidense durante décadas. Una “era” que, según algunos analistas, podría ponerle en términos de relevancia histórica a la altura de figuras como Franklin D. Roosevelt o de Ronald Reagan. Esta era del MAGA politics será una sin los contrapoderes establecidos por la Constitución estadounidense: con algunas batallas clave por la Cámara de Representantes aún por determinar, los republicanos tienen ya la certeza de controlar la Casa Blanca, el Senado y—crucial para la agenda de Trump—el Tribunal Supremo. Incluso si en el 2028 su movimiento pierde las elecciones presidenciales, la visión de Trump influirá durante décadas en la sociedad norteamericana a través del control de la judicatura.