Entierra la vara de 1.20 metros y para que quede bien hundida la empuja con un martillo. La saca despacio y, como un sumiller, la acerca a su bigote, espeso y canoso, e inspira. Huele la punta del hierro. La operación es lenta, profunda y repetitiva. “¡Positiva!”, grita Jesús Canaán, uno de los miembros del Comité de Desaparecidos del municipio de Iguala, en el estado mexicano de Guerrero, que busca a sus dos sobrinos, Omar y Hiram, secuestrados el verano de 2008 cuando tenían 24 y 21 años.
Encontrar las fosas donde los sicarios entierran los cadáveres de sus víctimas es algo que Canaán ha aprendido sobre el terreno, en rutina desde hace tres meses. Sale a hurgar el campo cada día, a excepción de martes y sábados, cuando se reúne en la Iglesia de San Gerardo junto a otros miembros de la comisión. Buscan fosas y las encuentran. Desde que comenzaron las exhumaciones el 18 de noviembre, han encontrado más de un centenar de tumbas improvisadas, 50 cuerpos (hasta el pasado miércoles) y ya han enterrado a uno de los desaparecidos, uno de los tres únicos identificados, en el cementerio de su pueblo. Aseguran que es el principio: en esos cerros hay más fosas que flores. Tropezar con la basura de los sicarios desgarra. Ahí están sus botellas de cerveza, los cordones amarillos con los que los ataron de manos y pies, ropa interior, zapatos, casquetes de bala y alguna muñeca descalabrada.
En Guerrero reina el miedo. Es uno de los estados más pobres de México y el primer productor de amapola del país y el narcotráfico impregna la política y la policía locales. Sin embargo, lo que hacen estos familiares es inédito. Ya nada los asusta y a ese valor se han agarrado desde la desaparición en el centro de Iguala de 43 estudiantes de la escuela Normal Rural de Ayotzinapa, el pasado 26 de septiembre. Cuando en octubre se encontraron 30 cuerpos repartidos en nueve fosas, el Gobierno mexicano, encabezado por Enrique Peña Nieto, ansioso por un punto y final, tuvo clara la ecuación: los cuerpos eran de los estudiantes.
Los forenses tumbaron la versión como un castillo de arena. Si no eran los chicos, ¿quiénes eran? Fue en ese punto cuando se juntaron en la parroquia de San Gerardo y empezaron a llamarse "familiares de los otros" desaparecidos de Iguala. “Vivíamos como pajaritos encerrados en casa, con mucho miedo. Pero esos cuerpos sin identificar nos dieron valor porque sí podían ser nuestros familiares”, explica Mario Vergara, miembro del grupo, que sale todos los días al cerro con la foto colgada en el pecho de su hermano Tomás, un taxista de Huitzuco que salió a trabajar y nunca regresó.
Antes de salir al cerro, el párroco Óscar Mauricio les da su bendición. Los gendarmes que los acompañan como medida de protección se unen al rezo. “Hijo, mientras no te entierre te seguiré buscando”, llevan impreso en la camiseta. Y entonces, por grupos, se suben a las camionetas hombres y mujeres de todas las edades. El que se queda y los ve marchar fija la mirada y los vuelve a santificar: “Que Dios los bendiga”.
Lección 1: Cómo se sabe si se está ante una fosa
En las zonas rastreadas, Monte Horeb, La Joya, La Laguna, Mezcaltepec... el sol abrasa un paraje de arbustos punzantes que impiden el paso. Antes de empezar el recorrido, se reúnen todos. Es el momento de dar una clase práctica de conocimientos básicos para que los asistentes sean capaces de detectar los sepulcros: el estado de la tierra (blanda, hasta el punto de dejar entrar la varilla), el color de las piedras o la basura que casi siempre las rodea. Empiezan a ver una, otra y, a escasos metros, otra. Está lleno. “¡Positivo!”, exclama alguien del grupo. “¡Positivo!”, se escucha unos metros más allá. Como tienen prohibido exhumar cuerpos, esperarán a cepillar de nuevo la zona acompañados por los profesionales de la Procuraduría General de la República (PGR), equiparable a la española Fiscalía General del Estado. Por el momento, se contentan con el hallazgo y estacan una banderita de papel fluorescente donde escriben la fecha del encuentro y el lugar donde se encuentran.
El paso posterior, ya tiene que ver con el Gobierno. Los familiares no buscan a los culpables: “Sólo queremos encontrar a nuestro ser querido, tener un sitio donde llorar y algo de paz”, agrega Mayra, que también busca a su hermano. La PGR ha tomado prueba de ADN a 543 personas con familiares desaparecidos, pero ni las estadísticas ni el registro de denuncias reflejan la realidad. Todavía son muchos los que no han denunciado la desaparición por miedo a las represalias de los narcotraficantes. Por eso, desde el comité animan a todas las familias a que dejen constancia: “Sin las pruebas de ADN, no vamos a poder identificar a muchos de los cuerpos y para nosotros eso es muy desesperanzador”.
En manos de las autoridades
Cuando la PGR asiste a Iguala para realizar los trabajos de exhumación, San Gerardo es un hervidero. Un equipo puede tomar las muestras de ADN, otro les resuelve los asuntos burocráticos y las denuncias, un médico de cabecera presta servicios básicos y una carpa improvisa una guardería. Al cerro también acuden las patrullas de la Policía Federal, forenses y un equipo amplio del que no se despegan de los miembros del grupo que se presenta en las redes sociales como #tebuscarehastaencontrarte. No confían en ellos. Sin embargo, solo las autoridades pueden exhumar, hacer pruebas de ADN y terminar con la pesadilla para los familiares.
Cada semana, la PGR rinde cuentas ante las familias y, en ocasiones, asiste la subprocuradora del Estado de Derechos Humanos, Eliana García, al sótano de la Iglesia, donde se desarrolla la asamblea. Con un tono de voz alto y a la defensiva, explica a los familiares los avances: tantas fosas, tantos cuerpos encontrados.
En el turno de preguntas, cae: ¿por qué no además de buscarlos bajo tierra no se los busca en vida? García admite que es cuestión de falta de recursos: “Si nos pasamos la mañana en las fosas, no se puede hacer la búsqueda en vida. Hay que optimizar los recursos”. O una cosa u otra. No hay opción. La inmensa mayoría son mujeres que, sentadas en sillas de plástico blanco, no responden a las palabras del credo impuesto. Tampoco hay recursos para realizar un expediente individual de cada caso.
Hay más ruegos. Prometieron despensas, “pero sólo llegaron dos veces”, cuenta una mujer con la voz tan baja que apenas se le escucha. “Hay gente que lo está pasando realmente mal económicamente, tuvieron que venderlo todo e incluso endeudarse con el banco para pagar un rescate que no sirvió para nada. Además, la mayoría de levantones son a padres de familia, y es cuando la mujer se ve sin ningún ingreso y con los chamacos [niños] a su cargo”, explica Vergara. Hemos conseguido 10 pesos semanales (60 céntimos de euro), pero que quede claro que no pedimos limosna, sólo nuestros derechos, que poco a poco vamos sabiendo cuáles son”.
20 palas, 20 machetes y 20 varas
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“Es todo lo que el Gobierno nos ha dado para que avancemos en la búsqueda”, dice Vergara. Sin embargo, al grupo sólo les acompaña una pala y dos varas, el resto lo tienen guardado. “Nos lo entregaron sin afilar, así que no nos sirve”, añade. Tampoco en eso pensó el Gobierno.
En la última década, se han registrado en México más de 23.000 desapariciones, según datos oficiales, una cifra que no corresponde con la realidad ya que son muchas las familias aterradas que no denuncian. Ante estas cifras, la ONU enrojeció la semana pasada a los políticos locales. Las desapariciones “son generalizadas y la mayoría quedan impunes”, achacó el organismo internacional.
Son apenas las dos del mediodía. Mientras, los familiares dispersados en grupos no dejan de gritar "¡otra, positivo!". El cerro de Mezcaltepec parece que esté de fiesta popular por los banderines de colores. Tres de los miembros del comité, con prismáticos, suben corriendo a la parte alta de la camioneta. No dejan de mirar al cerro de enfrente. “Hay un francotirador apuntándonos”, es la frase que corre rápido. Nadie sabe si es cierto, pero el terror acabó la búsqueda por hoy.
Entierra la vara de 1.20 metros y para que quede bien hundida la empuja con un martillo. La saca despacio y, como un sumiller, la acerca a su bigote, espeso y canoso, e inspira. Huele la punta del hierro. La operación es lenta, profunda y repetitiva. “¡Positiva!”, grita Jesús Canaán, uno de los miembros del Comité de Desaparecidos del municipio de Iguala, en el estado mexicano de Guerrero, que busca a sus dos sobrinos, Omar y Hiram, secuestrados el verano de 2008 cuando tenían 24 y 21 años.