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Siria: la guerra, los silencios y las mentiras

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Digámoslo alto y claro: cualquier demócrata que se precie de serlo, a día de hoy, debe desear la caída del régimen de Al Asad y contribuir a ello. Demócrata sincero, es decir un ciudadano libre, que rechaza observar el mundo a través de visiones conspiracionistas, que solo harían de los países occidentales lacayos dóciles de un gran demonio imperialista norteamericano. Ciudadano libre, es decir el que considera que los valores universales han de defenderse en todas partes y que la promoción y la defensa de estos valores son el único medio de asentar la legitimidad de un derecho internacional (y de sus organizaciones, con la ONU a la cabeza).  

Por ese motivo solo podemos desear la caída del régimen sirio. Que se ponga fin a más de 40 años de un régimen dictatorial oculto tras los oropeles de un pseudosocialismo llamado laico pero a la sazón baasista, autor siniestro de matanzas, del desastre de guerras libanesas, responsable del asesinato del embajador de Francia Louis Delamare y de tantos otros atentados.  

Acaba de cometerse un crimen que desafía todas las leyes de la guerra: la utilización de armas de destrucción masiva (porque las armas químicas forman parte de esta categoría) contra la población civil, una utilización por supuesto prohibida por los tratados y las convenciones internacionales. En este punto, todo indica que la responsabilidad directa es del régimen de Bachar al Asad (¿de sus servicios, de su ejército, de sus milicias, de sus consejeros militares extranjeros? Leer aquí nuestro artículo.)

Ahora bien, ¿la respuesta –porque está claro que hay que reaccionar– es entrar en guerra? Una guerra, a fin de cuentas, aunque no se le vaya a llamar por su nombre –se hablará de "operaciones limitadas a ataques aéreos dirigidos"–, pero que no podrá evitar que varios países occidentales, entre ellos Francia, estén presentes en el campo de batalla. ¿Es imprescindible? Creemos que no. Una intervención militar, en este punto, es una huida peligrosa hacia delante, sin base legal, una operación de camuflaje de la cobardía y de los errores del pasado, gestión oportunista de las opiniones públicas, posible desencadenante de un cataclismo regional con unas consecuencias imprevisibles.  

La revolución siria, que dio comienzo en la primavera de 2011, con el entusiasmo de que supusiese un “gran 89” [en 1989 cayó el muro de Berlín, se conmemoró el segundo centenario de la Revolución Francesa] para el mundo árabe, se merecía algo más e incluso mejor. Occidente, Europa, EEUU han permanecido ausentes, ocupados en la realización de cálculos mercantilistas sobre las diferentes facciones de una oposición en el exilio que a menudo solo se representaba a sí misma. Y eso cuando no estaban sencillamente paralizados frente a este despertar de las sociedades, en lucha por la libertad y la democracia, para sorpresa de la Vieja Europa. (Nicolas Sarkozy llegó a hacer alusión en uno de sus discursos como presidente a los nuevos peligros nacidos de las revoluciones tunecinas y egipcias).

Y ahí están ahora, entre la espada y la pared. Esta guerra –si finalmente se desencadena– ya es una derrota suya, consecuencia peligrosa de dos años de impericia. Es necesario recordar algo más, tal y como sucedió en Afganistán, Irak, Libia, entrar en guerra viene precedido de silencios y mentiras. Acto seguido, es precioso recalcar que, en pleno siglo XXI, la guerra ya no es, tal y como advertía Clausewitz, "la continuación de la política por otras vías". Una vez que se empieza, tiene vida propia, altera la realidad y demasiado a menudo impone su ritmo a los políticos. "Cuando se pone un dedo en la guerra, nunca se sabe adónde nos lleva o cómo acabará", decía hace dos años, a propósito de una campaña bélica semejante, en Libia, el general Vincent Desportes, que fuera durante muchos años director de la Escuela de Guerra de París.

Ahora bien, la acumulación de silencios y de las desinformaciones convierte en insoportable a día de hoy una operación militar que se tiende a presentar –una vez más– como un paseo. El plan puede ser como el que sigue: dos-tres días de ataques aéreos sobre objetivos identificados del régimen de Assad (bases aéreas, centro del Estado mayor, depósitos de materiales). Resultado: neutralizacion de las capacidades químicas del ejército sirio, eventual caída del régimen e incluso algunas fuentes hablan de debilitamiento; como poco, un choque que llevaría al dictador o a los otros pilares del régimen a aceptar por fin sentarse en una mesa de negociaciones para construir la transición política...

Es verdad que este plan puede llevarse a cabo pero a día de hoy es una auténtica quimera. Salvo que Francia, Reino Unido y EEUU dispongan de información, fruto de un trabajo sólido que dé crédito a un plan semejante. En ese caso, ¿por qué no hacerlo público y explicar que este compromiso militar constituirá una estrategia secuenciada, dentro de un plan global creíble dirigido a resolver arreglar políticamente el conflicto? Por el contrario, la agresividad rusa, las capacidad de resistencia evidenciada desde hace meses por el régimen sirio, las advertencias repetidas por parte de Irán hacen ver que el plan que con frecuencia enarbolan las potencias occidentales (las mismas que durante los últimos meses hablaban de la peligrosidad de una intervención de este tipo...) supone una apuesta arriesgada, cuando menos.

Mano de hierro con Rusia

Porque el otro plan ya es un viejo conocido. Es el de un desorden regional que escapa a todo control. Los últimos atentados en Líbano, deriva directa directa del conflicto sitio, son la prueba de que Damasco a través de Hezbolá está listo para abrir fuego. La vuelta a la violencia y a los atentados en Irak (casi 50 muertos solo el fin de semana pasado) también está relacionado con el discurrir de la guerra civil siria.

En este punto, ¿quién puede descartar que el régimen perdido de Bachar al Asad opte por el caos y la locura destructora, la nueva utilización de armas químicas, el lanzamiento de misiles a Israel? ¿Quién puede descartar una escalada armamentística, que Rusia decida aumentar su apoyo militar a Damasco? ¿Quién puede descartar un apoyo directo de Irán o de Irak zozobrante nuevamente en las guerras confesionales y comunitarias? ¿Quién puede descartar que se desencadenen masacres de gran amplitud en el norte de Siria, actualmente en manos kurdas?

Se trata solo de una cascada de preguntas y de catástrofes que la intervención militar corre el riesgo de desencadenar. Más que silencios obstinados o palabras huecas, es urgente que los países occidentales digan con total claridad cómo pretenden controlar estos riesgos. Ahora bien, a día de hoy no se ha precisado nada en cuanto a aspectos fundamentales en la línea de: cuál es el objetivo de la guerra, qué se va a hacer después, tras el ataque aéreo.

Los silencios y las mentiras también se aplican a otro autor decisivo en este conflicto: Rusia. Al bloquear desde hace dos años cualquier tentativa de avance político, al apoyar hasta un punto insostenible el régimen de Bachar al Asad, al paralizar finalmente el Consejo de Seguridad de la ONU, Vladimir Putin tiene una tremenda responsabilidad. El también es responsable de esta escalada bélica, volviendo así a los peores momentos de la política internacional soviética.

Ahora bien, Europa, como EEUU y especialmente Francia, se han negado desde hace dos años y medio a ser inflexibles con la Rusia de Putin. La estrategia utilizada ha sido la inversa, al permanecer del lado de Moscú, querían engatusarlo, esperando así que doblegara a su aliado Bachar el Asad. Esta ingenuidad se paga a día de hoy a un alto precio: el de la escalada militar, el del debilitamiento terriblemente peligroso de la ONU y del Consejo de Seguridad, garante del derecho internacional.

Porque al bloquear, con la amenaza de veto, tres resoluciones sobre Siria y al hacer imposible otras nuevas, Rusia ha reducido al Consejo de Seguridad a lo que era durante los tiempos de la guerra fría: una herramienta inútil que es paralizada sistemáticamente por el veto sucesivo de norteamericanos y soviéticos. Si el Consejo de Seguridad no puede a día de hoy hacer respetar los fundamentos ni tan siquiera del derecho internacional –las leyes de la guerra y los tratados sobre armamento–, en ese caso, ¿para qué sirve? Habida cuenta de esta constatación, las potencias occidentales deberían, con gran estruendo, tomar las riendas de este vieja historia, pero a la que nunca se han puesto manos a la obra, y reformar el Consejo de Seguridad.

Sin embargo, abandonan esta batalla fundamental porque la ONU con frecuencia se ve cortocircuitada, condenada al olvido con el argumento –real pero insuficiente– del bloqueo ruso. Una consecuencia de ello es la ausencia de una base legal indiscutible para llevar a cabo una intervención en Siria. Otra es que la misión de los inspectores de la ONU sobre el terreno para determinar si se emplearon armas químicas termina por quedar marginada. Mientras que occidente debería haberse batido sin descanso para dotar a esta misión de todos los medios, para poder llevar a cabo inspecciones completas, ahora ya carece de consideración.

Se trata de una decisión grave porque solo se puede iniciar una guerra si existe un hecho indiscutible: sí, el régimen de Al Asad ha recurrido deliberadamente al empleo de armas químicas para cometer masacres en masa. Esto es lo que afirman a día de hoy las numerosas redes de opositores y de combatientes sirios, y son más que creíbles. Es lo que dicen ONG habitualmente muy prudentes (MSF, por ejemplo). Sin embargo, esta constatación debe poderla hacer una instancia imparcial, presentada y discutida en el Consejo de Seguridad.

Esto no se hará, o se hará mal, dejando crecer la sombra de la duda sobre las razones reales de este conflicto. John Kerry, secretario de Estado norteamericano, François Hollande, David Cameron aseguran que la responsabilidad directa del régimen sirio es indiscutible. Testigos, peritajes científicos, trabajo de información, fotos aéreas, escuchas telefónicas de militares sirios... todo parece casar… Al mismo tiempo, Moscú dice que ha transmitido al Consejo de Seguridad elementos... que prueban lo contrario.

Aportar pruebas indiscutibles

En este punto, es urgente hacer públicas estas pruebas de la implicación de Bachar al Asad. No se puede repetir esa mentira de Estado que fue la presencia de Colin Powell ante el Consejo de Seguridad en 2003, cuando enarboló un frasquito que contenía una muestra de las armas de destrucción masiva de Sadán Hussein... que no existían. ¿Se imaginan que se lleve a cabo una intervención similar sin hacer públicas las pruebas irrefutables de la responsabilidad del régimen sirio?

Es urgente presentar un proceso político creíble sostenido sobre una evalación seria de los diferentes actores de la guerra civil siria. A Francia, le va en ello su credibilidad, no ha dejado de querer ayudar a la construcción de una oposición organizada en Siria, al organizar a combatientes del interior, políticos y opositores en el exilio. Con ello, François Hollande fue el primero en reconocer al Consejo Nacional Sirio, pronto engullido en las guerras intestinas y después convertido en la "coalición".

Sin embargo, las rivalidades entre potencias, tutores interesados y facciones sirias, han echado por tierra este trabajo. Arabia Saudí controla esta coalición opositora. ¿Es eso lo que Francia, EEUU, Reino Unido y Turquía quieren? Cada potencia ha escenificado su división, al considerar como inminente la caída del régimen de Damasco y situándose ya en el gran escenario del día después. Error fatal que ha permitido que las masacres continúen (probablemente 100.000 muertos en dos años y medio de revolución convertida en guerra civil) y que ha dejado vía libra a los grupos yihadistas, al dar a Bachar al Asad nuevos márgenes de maniobra.

La intervención militar puede llevar a la opinión pública occidental a olvidar los errores estratégicos repetidos desde 2011. No reparará nada del desastre sirio, país devastado, fracturado y donde a los muertes hay que añadir 2,5 millones de refugiados y desplazados.  

Ahora bien, existen alternativas, más complejas, sin duda, más largas, sin duda, pero que esquivan los inmensos riesgos de explosión del polvorín de Oriente Próximo.

El primero es instaurar un régimen de sanciones drásticas a los principales dirigentes sirios.

El segundo es asumir un conflicto diplomático importante con Rusia.

El tercero es pedir a la Corte Penal Internacional que se ocupe de los crímenes de guerra y contra la humanidad cometidos en Siria.

El cuarto es negociar con Irán.

El quinto es preparar por fin a la oposicion siria sobre unas bases políticas claras que no dejen vía libre a los yihadistas o a Arabia Saudí.

El sexto es la construcción de un plan político coordinado entre las potencias destinado a organizar el gobierno tras Al Assad.  

Filtran fotografías que demostrarían crímenes de guerra del Gobierno sirio

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A estos elementos hacen con frecuencia alusión los expertos políticos de la zona. Los egoísmos de las potencias, los cálculos mediocres, las segundas intenciones han impedido ponerlos en marcha. Varios grupos de la oposición siria no desean la intervención occidental. ¿Cómo justificar ataques aéreos occidentales cuando este mismo occidente ha rechazado ayudar a la rebelión, en un primer momento laica y democrática, y hoy amenazada por el avance yihadista? ¿No es hora de ayudar a la reconstrucción de este movimiento democrático apoyado sobre las innumerables redes ciudadanas y sobre una juevntud siria ávida de libertad?  

Es un camino angosto, más tortuoso todavía por los errores y las ausencias de estos dos últimos años. Es el único posible si la ambición es avanzar hacia una paz duradera en el conjunto de esta zona del mundo.

Traducción: Mariola Moreno

Digámoslo alto y claro: cualquier demócrata que se precie de serlo, a día de hoy, debe desear la caída del régimen de Al Asad y contribuir a ello. Demócrata sincero, es decir un ciudadano libre, que rechaza observar el mundo a través de visiones conspiracionistas, que solo harían de los países occidentales lacayos dóciles de un gran demonio imperialista norteamericano. Ciudadano libre, es decir el que considera que los valores universales han de defenderse en todas partes y que la promoción y la defensa de estos valores son el único medio de asentar la legitimidad de un derecho internacional (y de sus organizaciones, con la ONU a la cabeza).  

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