"Seguimos vivos, pero por dentro estamos muertos": los libaneses ven cómo se desmoronan sus vidas
Un sonido sordo, similar al de una explosión, sobresalta a Amal y a su hijo, refugiados de las bombas israelíes, junto con decenas de otras familias, en una escuela de Jnah, un barrio de los suburbios del sur de Beirut. Los segundos parecen ralentizarse y las cabezas temerosas de los presentes se vuelven para tratar de identificar el origen del estruendo, con la preocupación de aquellos para quienes cualquier ruido violento puede significar un nuevo bombardeo. Pero esta vez, "es sólo el viento haciendo sonar las puertas", dice un empleado de la escuela, que sonríe aliviado.
"Mi hijo ya no puede más, tiene ataques de pánico cada vez que oye ruidos fuertes", suspira Amal, que declara bajo seudónimo. Hace unos diez días, tuvo que huir con su marido y su hijo discapacitado del pueblo libanés de Zibqin, en el sur del país, cuando Israel iniciaba una campaña aérea masiva contra Líbano, dirigida principalmente contra el área sur y la zona del valle de Bekaa, al este, así como contra los suburbios del sur de la capital, Beirut.
Amal, de 65 años, cuenta que estaba de compras cuando empezó la ofensiva israelí. En medio del alboroto provocado de los bombardeos, corrió a casa en busca de su hijo, en silla de ruedas. La familia huyó del pueblo a toda prisa, en medio de una nube de polvo. Momentos después, los misiles israelíes destruyeron su casa. "Imagínate, si esto te pasara a ti. Dedicas tu vida a construir una casa, sólo para verla derrumbarse".
Amal está conmocionada por la injusticia de la tragedia que ha puesto su vida patas arriba. "¿Qué hemos hecho? ¿De qué se nos acusa? ¿Qué tiene que ver mi hijo con toda esta historia, que no es más que un niño discapacitado? Nuestra única aspiración es poder vivir en nuestra casa. Seguimos vivos, pero estamos muertos por dentro", revela.
Apenas una hora después de nuestra conversación, los fuertes estruendos vuelven a sacudir el barrio de Jnah, a unos cientos de metros de la escuela donde Amal se había refugiado. Esta vez, sí son las bombas que Israel hace llover sobre la zona, mientras sostiene estar llevando a cabo un ataque "selectivo" en Beirut para matar a un comandante de Hezbolá.
300.000 niños desplazados
Como Amal, hay muchos otros civiles cuyas vidas han quedado destrozadas por la guerra. Los continuos bombardeos han desplazado a más de un millón de personas, entre ellas más de 300.000 niños, según los datos de las autoridades libanesas. Las calles de la capital están repletas de familias, que se marcharon apresuradamente de sus pueblos ante la amenaza de las bombas, y que ahora duermen en colchones en plena calle, incluso bajo la lluvia.
Los ataques israelíes han matado a casi 1.200 personas en diez días. Las redes sociales dan constancia de que familias enteras han desaparecido en Bekaa. En los dos primeros días de la campaña israelí murieron al menos cincuenta niños, a un ritmo "aterrador", según UNICEF. Dos ciudadanos franceses también fueron asesinados en un pueblo del sur del país, uno de ellos una mujer de 87 años. El horror de Gaza parece reproducirse en los pueblos libaneses.
El lunes 30 de septiembre, el ejército israelí anunció una invasión terrestre en el sur del país, que calificó como "limitada". "¿Qué quieren invadir? Ya lo han destruido todo", se lamenta Amal.
Al día siguiente de este anuncio, Israel ordenó a los civiles del sur del país que huyeran al norte del río Awali, a unos 60 km de la frontera, provocando una nueva oleada de éxodo y caos.
El objetivo declarado de la escalada militar de Israel es el regreso de los desplazados de las aldeas del norte del país, que han huido de los combates entre Hezbolá y el Estado hebreo, que asolan la frontera desde hace casi un año. Israel asegura apuntar a los cuarteles de Hezbolá, acusando al grupo paramilitar libanés de ocultar sus armas en el interior de infraestructuras civiles.
Una ciudad fantasma
Pero los pocos residentes que conocimos en los suburbios del sur de la capital durante una visita organizada por Hezbolá para periodistas extranjeros el miércoles 2 de octubre nos describieron una realidad muy diferente. Los incesantes bombardeos israelíes han convertido los suburbios del sur de Beirut —un distrito donde Hezbolá es especialmente influyente, pero también una de las zonas residenciales más densamente pobladas del país— en una ciudad fantasma. El inquietante sonido de los drones resuena en el silencio, y un persistente olor a goma quemada flota en el ambiente.
Contemplando el enorme agujero dejado por un bombardeo la madrugada del miércoles en Dahiyeh, nombre con el que se conoce el extrarradio del sur de Beirut, una joven se lamenta: "Era una zona civil". El ataque destruyó cuatro edificios residenciales en un barrio obrero. El ejército israelí había lanzado varias advertencias una hora antes, ordenando a los civiles que abandonaran la zona, "próxima a cuarteles de Hezbolá".
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"En cualquier caso, la mayoría de los residentes ya habían abandonado la zona, salvo el conserje y su familia, que eran sirios o sudaneses", se preocupa la joven. Todavía conmocionada, asegura haber oído gritos bajo los escombros a primera hora de la mañana. Añade que no sabe si quedará alguien con vida. "Es un ataque injusto. Están atacando a civiles, lo están destruyendo todo", denuncia otro vecino del área bombardeada.
A pocos kilómetros, el Hospital Universitario Rafic-Hariri ha abierto una unidad para atender a los heridos de guerra. Su director general, Jihad Saadé, dice que reciben "muchos niños". Un empleado nos muestra fotos de las víctimas que llegaron al centro tras el ataque israelí del viernes 27 de septiembre, en el que murió Hassan Nasrala, el carismático líder de Hezbolá. Una de las fotos muestra el cuerpo de un niño hinchado, sin vida, víctima del ataque. El número de muertos como consecuencia del atentado aún no es definitivo. El ministro de Sanidad libanés, Firass Abiad, ha declarado al New York Times que se está subestimado el número de muertos y que habrá una "larga lista de desaparecidos" tras el fin de la guerra.
Traducción de Inés García Rábade.