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“Hoy no han intentado detenernos, sólo querían matarnos”, escribió M. a las 10 de la noche. El viernes 27 de marzo, Día de las Fuerzas Armadas, que conmemora el inicio de la resistencia de las tropas birmanas a la ocupación japonesa en 1945, la Junta desfiló por la capital, Naypyidaw, mientras sus esbirros uniformados se entregaban a un frenético baño de sangre.
Sólo Rusia, China, India, Pakistán, Bangladesh, Vietnam, Laos y Tailandia enviaron representantes al siniestro desfile, bien como socios comerciales vinculados por acuerdos de compra-venta de armas o como vecinos cautelosos que intentan apaciguar a los generales. La víspera, en su canal oficial, éstos desaconsejaron a los telespectadores que siguieran el ejemplo de los que se echaban a la calles, por el riesgo de recibir un disparo en la cabeza.
Más de 150 personas, entre ellas varios niños de corta edad, perdieron la vida en todo el país solo ese día –rebautizado como “día de la vergüenza”–, elevando el número oficial de víctimas mortales de la represión a 650 desde el golpe de Estado del 1 de febrero.
M., un joven periodista que fundó el colectivo de fotoperiodistas The Myanmar Project, sigue saliendo cada día a una parte diferente de Yangon para cubrir las manifestaciones: “Desde el 9 de marzo, la violencia se ha intensificado considerablemente. Me había acostumbrado a hacer fotos con una mano y a esquivar los botes de gases lacrimógeno con la otra. Y a permanecer escondido durante horas en apartamentos esperando a que los soldados abandonen las calles tras reprimir las manifestaciones. Pero hoy fue terrible. Uno de los chicos que vive en mi calle recibió cuatro disparos en el muslo, no puede caminar. Ese día pensó que iba a morir, como tantos de nosotros ya”.
A pesar de la determinación, el cerco se estrecha. El 24 de marzo, en la carretera del mercado de San Pya, M. volvía a casa después de una manifestación cuando cinco hombres aparecieron detrás de él. Se bajaron de las motos, le dieron puñetazos en el pecho, le arrebataron todas sus pertenencias –teléfono, dinero y tarjeta bancaria– y se dieron a la fuga. “Creo que fue un ataque aleatorio porque parezco un estudiante manifestante. Si hubieran sabido que era periodista, habrían acabado conmigo. Afortunadamente había bloqueado mi teléfono, pero ahora ya no tengo recursos”.
La mitad del colectivo se encuentra sin poder trabajar, bien porque su ciudad dejó de protestar tras un ataque especialmente mortal, les buscan las autoridades o porque ya no pueden acceder a internet desde que se cortaron las redes de datos móviles y wifi públicas a mediados de marzo.
En todas las provincias, los días están marcados por el llanto de las ceremonias fúnebres; las noches, por el sonido de las granadas ensordecedoras. Los militares han establecido sus bases en hospitales, escuelas y edificios municipales, disparado a las ambulancias, saqueado tiendas, quemado casas y han sido filmados practicando tiro contra los conductores de motocicletas.
Las barricadas improvisadas por los manifestantes en cada distrito han sido destruidas con gigantescos incendios. En Insein Road, uno de los principales lugares de protesta en Yangon, las tropas anunciaron por altavoces: “Esta es nuestra última advertencia a todos los residentes de aquí. No bloqueen las carreteras. Si volvemos y encontramos de nuevo estas barricadas, no las volveremos a quitar, sino que dispararemos a todo el mundo, casa por casa de esta calle, hayan participado o no, y lo destruiremos todo”. En el distrito de Kyauk Myaung, amenazaron con “violar a [nuestras] niñas delante de [nosotros], y si no [tenemos], entonces a [nuestra] esposa”.
Los cuerpos de los manifestantes detenidos días antes fueron quemados en la calle o arrojados a la cuneta; tantas eran las señalas de tortura que no pudieron ser identificados. Zaw Myat Lynn, integrante local del depuesto partido Liga Nacional para la Democracia (LND) en Shwe Pyi Thar, fue devuelto a su familia sin dientes, con la cara destrozada por el ácido y el torso groseramente cosido, lo que dio lugar a persistentes rumores de tráfico de órganos. El mensaje del SAC (Consejo de Administración del Estado), el nuevo nombre de la junta, es claro: cualquier veleidad prodemocrático será castigado con una muerte atroz.
En el seno del colectivo, las fronteras entre las responsabilidades profesionales y los sentimientos personales se difuminan al extremo. En Lashio, las últimas fotos de Y. son retratos de familiares que se derrumban de dolor sobre el cuerpo de un joven que murió por una herida de bala en la espalda. “Era amigo mío. Yo estaba allí cuando se lo llevaron en un coche después de dispararle. Hice fotos de sus heridas pero decidí no publicarlas para preservar su dignidad y por respeto a su familia”.
El 27 de marzo, cinco personas murieron cuando el Ejército abrió fuego en la mayor ciudad del estado de Shan, fronterizo con China, entre ellas Mine Min Naung, estudiante de derecho y activista de la etnia Ta'ang, que ha estado al frente de las protestas por una democracia federal. “Desde entonces, hay muy poca gente que salga a la calle porque tienen demasiado miedo a las balas”.
Incluso en la región de Monywa, que lleva dos meses de huelga general y de protestas sin interrupción, M. M. informa de que la violencia crónica llega a los cuerpos y a las mentes: “El lunes 29 de marzo, los manifestantes del municipio de Budalin marcharon pacíficamente en bicicleta; después otro cortejo salió a la calle con paraguas contra el régimen militar. Pero la Junta sigue reprimiendo a nuestro pueblo cada día”. Ya han perdido la vida 21 personas en esta ciudad de la región de Sagaing y las autoridades denuncian secuestros todos los días.
A excepción de otros lugares de intensas protesta como Mandalay o Mawlaymine, la sumisión por el terror vacía las calles. El 14 de marzo, Hlaing Thar Yar fue martirizado como ejemplo cuando los militares impusieron un asedio arrasando todo a su paso. Esta vasta zona industrial al oeste de Yangon alberga campos de golf, pero sobre todo numerosas fábricas textiles y más de 700.000 trabajadores inmigrantes que viven en viviendas improvisadas.
Después de que el ciclón Nargis devastara en 2006 la región central de Birmania, miles de ellos bajaron de las llanuras de Ayerwadda en busca de trabajo; se quedaron tras la apertura del país al liberalismo en 2011 y la instalación de empresas extranjeras. S. envió un relato que un residente logró remitirle: “Se han escuchado disparos todo el día, la gente no puede salir porque los soldados están disparando al azar a cualquiera que ven. Se están quedando sin comida y sin agua, las casas donde se celebran los funerales están siendo ametralladas, no hay internet ni electricidad en la mayoría de sitios”.
La mayoría de las familias -agredidas con saña durante tres días y tres noches, con la orden de entregar 60 hombres por circunscripción para destruir las barricadas, obligadas a caminar a cuatro patas sobre el asfalto ardiendo a punta de pistola, utilizadas como escudos humanos en las entradas de los barrios- ha huido de la furia, retomando la ruta del éxodo.
“Último combate por nuestros derechos”
N., periodista freelance, observa con preocupación cómo su ciudad, el centro de su mundo, se vacía de vida: “La gente dice que la guerra se acerca y muchos abandonan la ciudad para esconderse en el campo. Pero no es bueno que no haya más movimiento de masas en Yangon. Los militares están dispuestos a ganar y matarán a otra generación”.
Sólo llegan al mundo retazos del horror, puesto que decenas de periodistas han sido abatidos. Más de medio centenar han sido detenidos y la mayoría han pasado a la clandestinidad, como N.: “He dejado de publicar vídeos de las manifestaciones en mi canal porque ya no es seguro y nos puede pasar cualquier cosa. Desde el 22 de marzo, los militares intentan controlar todas las autoridades administrativas, incluido el Consejo de Prensa de Myanmar. Están elaborando una lista de profesionales de los medios de comunicación y van a detenerlos en sus domicilios y confiscar sus equipos”.
Mientras que la gran mayoría de los periodistas extranjeros abandonaron el país en los últimos vuelos de repatriación, una reportera estadounidense de la CNN aterrizó en Yangon el 30 de marzo para realizar una gira escoltada por los militares, lo que recuerda a los viajes de prensa muy vigilados que se organizaron en el estado de Rakhine en los primeros días de la crisis rohingya.
Cinco personas que hablaron delante de la cámara o hicieron fotos de las entrevistas en un mercado de Yangon fueron detenidas inmediatamente después de que el equipo de la CNN abandonara el lugar. A principios de marzo, la Junta anunció que había contratado a Ari Ben-Menashe, un antiguo funcionario de la inteligencia militar israelí y traficante de armas, ahora lobbyista residente en Canadá, conocido por haber trabajado en la imagen internacional de Robert Mugabe en Zimbabue y del ejército sudanés. Su misión en Yangon: “Ayudar a la Junta a explicar al mundo la situación real del país”. El contrato asciende a dos millones de dólares.
En Pyay, Z. teme el silencio que sólo rompe la propaganda oficial: “El 13 de marzo enterramos a nuestros primeros mártires, así que la gente decidió buscar otras formas de organización porque la represión es demasiado fuerte en las calles. Pero en la noche del 1 de abril, las autoridades cortan las conexiones wifi privadas, utilizadas por periodistas, activistas y empresas. Cuando finalmente corten la fibra, será muy difícil transmitir información”.
El pasado miércoles se cortó la electricidad en todo el país desde las 11 de la mañana hasta las 4 de la tarde. Soe Myint, director del medio de comunicación Mizzima, afirma: “Se trata de una táctica normal de los militares; una vez que se corta la comunicación, se crea confusión, entonces se puede tomar el control del país y difundir desinformación”. Ante la imposibilidad creciente de enviar fotos y vídeos, el colectivo está explorando alternativas, desde aplicaciones que convierten los mensajes de texto en fotos hasta tarjetas SIM importadas de Tailandia que permitirían la conexión con ciertos smartphones en determinados lugares de Birmania, o el envío de discos duros a los países vecinos.
Redactor jefe de Myanmar Now que pasó años en prisión en los años 90, Swe Min recuerda que “cuando el régimen militar reinaba con todo su poder entre 1962 y 2010, los periodistas temían sobre todo la cárcel [...]. A día de hoy, los periodistas sólo tienen dos opciones: huir al exilio como antes de 2011 o continuar con su trabajo arriesgándose a ser encarcelados, torturados o morir, porque el nivel de atrocidades no tiene precedentes. Ya no sabemos de qué preocuparnos. Las licencias de la mayoría de los medios de comunicación independientes han sido revocadas y si se nos pilla recogiendo información de las fuentes, la junta intentará localizarlas. Mi mayor temor es el fin total de las telecomunicaciones, hasta el punto de que el público pueda hacer llamadas. Nuestros medios de comunicación necesitan apoyo financiero y diplomático, ya que desde ahora tenemos que actuar como espías clandestinos”.
Varias agencias de noticias y ONG, como Independent Investigative Mechanism for Myanmar (IIMM), han puesto en marcha plataformas seguras para recabar información sobre el terreno. Pero desde hace seis semanas, los reporteros locales trabajan con un riesgo inmenso, sin protección ni seguro y sin poder recibir su dinero, a menos que el pagador haya encontrado acceso a un sistema informal de envío de dinero a través de una aplicación móvil entre Birmania y los países vecinos, creado por la diáspora.
Z. explica: “Las cuentas vinculadas a los bancos ya han sido restringidas a recibir transferencias de sólo 100.000 kyat al día [60 euros]. Todos los servicios bancarios están paralizados, así que fui al cajero automático para retirar todo el dinero de mi cuenta. Es peligroso pasar directamente por la ventanilla. Una persona quiso retirar sus ahorros del banco KBZ y por la tarde vino la Policía y lo detuvo por antinacional, al considerarlo partidario del Movimiento de Desobediencia Civil [MDC]”.
Al igual que millones de ciudadanos, los reporteros del colectivo han optado por donar una parte o la totalidad de sus escasos ingresos a las familias de las víctimas de la brutalidad policial, al fondo de solidaridad del MDC para apoyar a los huelguistas y la compra de equipos de protección, o al fondo del Comité de Representación de la Pyidaungsu Hluttaw (CRPH), un gobierno en el exilio formado por diputados depuestos de la LND que pretende convertirse en el interlocutor legítimo de la comunidad internacional.
La Junta también ordenó “a los bancos que revelen los detalles de las cuentas y las transferencias de dinero que se remontan a 2016 a las ONG nacionales e internacionales que operan en Myanmar” y bloqueó las cuentas de la Open Society, fundada por George Soros, presente en Birmania a través de varios programas desde la década de 1990.
Con su ordenador y su equipo de vídeo como único equipaje, N. se encuentra fugado. Va de hotel en apartamento, desde el día en que los militares llegaron a registrar las casas de su calle una por una. “No queda nada de nuestros esfuerzos y lo han destruido todo. He enviado a mi familia a otra ciudad más segura, pero no puedo ni quiero dejar Yangon. Tengo allí todo lo que me ata”, dice N.
A principios del siglo XX, la metrópoli enclavada en el Golfo de Martaban era una de las más dinámicas y desarrolladas de la región, pero la dictadura militar de los años 60 la condenó a la decadencia. Para los miembros de los grupos étnicos minoritarios o los descendientes de los emigrantes del sur de Asia y China, establecidos desde hace mucho tiempo durante el periodo colonial británico, abandonar la ciudad sería admitir el fracaso de sus antepasados, que dieron forma a Yangon con el sudor de su frente.
“Cada día nos morimos un poco más cuando nos enteramos de que niños de hasta siete años han sido asesinados por los soldados. Esto lleva 60 años, no podemos esperar más y necesitamos ayuda internacional porque no tenemos nada para defendernos de esta masacre. Esta es la última lucha por nuestros derechos”, alega N.
Lleno de ideología etnonacionalista y obsesionado con la desintegración de la nación, el Ejército, rebautizado como Bon Yan Thu ("el enemigo común"), habrá conseguido finalmente unir al país contra sí mismo.
M., llevado por la rabia propia de los 20 años y las noches de cinco horas de duermevela de los últimos dos meses –“de 3 a 8 de la mañana”–, dice estar preparado para cualquier oportunidad de resistencia: “Todos los días, todas las noches, se mueven en la ciudad; cada 30 minutos, pasan por nuestra calle. Anoche se instaló un campamento del Ejército cerca de mi casa con más de 200 soldados. Me voy a quedar cerca, recogiendo información sobre sus movimientos. Tenemos que saber qué están haciendo y anticiparnos a sus próximos ataques. Eso es todo lo que podemos hacer; mantenerlos alerta. Sólo quiero vivir la vida de viajes y amistades alrededor del mundo con la que sueño y a la que nuestra generación tiene derecho”.
Traducción: Mariola Moreno
La 'huelga de los huevos de Pascua' transforma las protestas contra la junta militar de Birmania
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