En unos días, semanas como mucho, las primeras lluvias del monzón azotarán Bangladesh. Al este del país, donde se ha concentrado en las colinas de Cox Bazar la mayoría de los 700.000 refugiados rohinyá, expulsados de Birmania desde agosto de 2017, las precipitaciones mensuales, durante la estación húmeda, a menudo superan los 2.500 mm.
O lo que es lo mismo: el apocalipsis de barroapocalipsis llega al enorme campo de refugiados de Kutupalong –el pueblo más poblado del planeta–, donde el 60% de los ocupantes son niños. “El monzón es nuestra mayor preocupación”, decía la semana pasada el secretario general de Naciones Unidas, Antonio Guterres, quien reclamaba al Gobierno de Dacca la reubicación de los refugiados “en un terreno más elevado”.
Sitiado el año pasado, con la urgencia y la precipitación del éxodo, el campamento de Kutupalong, congestionado y surcado por el flujo ininterrumpido de nuevos refugiados –al ritmo de 1.000 por semana, el mes pasado– el Alto Comisionado para los Refugiados (Acnur) lo calificó de sitio “peligroso” por la inestabilidad del terreno, los riesgos de deslizamiento de tierras y la amenaza de enfermedades o epidemias relacionadas con el agua contaminada, como las diarreas o el cólera.
Para reunir en un único lugar los servicios –sanitarios, de alimentación– proporcionados a los refugiados, pero también para evitar la dispersión por el país de esta población desheredada –situación que habría podido desestabilizar el mercado del trabajo, en este año electoral–, las autoridades de Bangladesh han levantado diques de contención, controlados por el Ejército, en todas las carreteras que comunican con el resto del país, provocando la sobrepoblación del campamento, convertido en una verdadera “bomba sanitaria”, según las ONG humanitarias.
El Gobierno de Dacca, apremiado por la ONU, acaba de autorizar a Acnur a reforzar las carreteras y a emprender trabajos de excavación en varios cientos de hectáreas adicionales, con el fin de instalar en ellos a los refugiados recién llegados y a los que habían construido sus refugios en las depresiones entre colinas, amenazados primero por las inundaciones y después por los torrentes de barro.
Pero los dirigentes de Bangladesh quieren, por encima de todo, deshacerse lo antes posible de estos refugiados rohinyá, que la vecina Malasia considera una “eventual amenaza para la estabilidad y la seguridad de la región”. Si se suman a los refugiados llegados desde el verano pasado a Bangladesh los 500.000 exiliados dispersos estos últimos años en varios países de la región, se constata que “ahora hay más rohinyás en el exterior del país que dentro”, según la psicóloga coreana Yanghee Lee, relatora especial sobre la situación de los derechos humanos en Myanmar –nombre con el que los militares han rebautizado Birmania–.
Oficialmente, el secretario general del Ministerio de Asuntos Exteriores de Bangladesh, Mohammed Shahidul Haque, y su homólogo birmano, Myint Thu, alcanzaron un acuerdo, a mediados de enero, tras entrevistarse en Naypyidaw (nueva capital birmana), para acabar con las repatriaciones en dos años. Y Birmania se ha comprometido a abrir lo antes posible cinco campos de tránsito y 625 residencias para acoger la primera oleada de refugiados.
El país anunció incluso, la semana pasada, el “fin de la crisis de los rohinyás” organizando en el Estado de Rakáin –de donde fueron expulsados mediante el terror–, combates de lethwei, el boxeo tradicional birmano que se practica sin guantes, con las manos vendadas, y en el que se emplea todo el cuerpo. Pero para el subsecretario general de la ONU, Andrew Gilmour, que visitó a comienzos de mayo, durante cuatro días el campo de refugiados, lo mismo que para la mayoría de observadores sobre el terreno, “el regreso seguro, digno y sostenible de los rohinyás a Myanmar es impensable”.
Y lo es por tres razones. Si regresan, los rohinyás deberían hacer frente, de manera casi segura, a las amenazas de los asesinatos, violaciones y otras formas de violencia, que persisten al otro lado de la frontera; a corto plazo, la destrucción y hecho de apartarlos de todas las fuentes de alimentación y de otros medios de subsistencia hacen la vida de los rohinyás en Birmania imposible; a largo plazo, la voluntad de hacer frente a las causas profundas del problema aparentemente no se prevén y se ha traducido en políticas discriminatorias para los rohinyás desde hace décadas, en concreto el rechazo por parte de las autoridades birmanas a reconocer su derecho a la autoidentificación y a concederles la ciudadanía. Evidencia clara de estas políticas discriminatorias es el papel que se le otorga a los cinco campos de tránsito por los que deberán pasar los eventuales repatriados.
Y es que el personal destinado en ellos tendrá como misión “verificar” la identidad de los candidatos cuando emprendan el regreso. Es decir, garantizar que eran residentes de Birmania antes del éxodo de agosto de 2017. Una tarea que para muchos resultará muy difícil, cuando no imposible, de demostrar. Como musulmanes, que no pertenecen a ninguna de las 135 etnias nacionales, hace décadas que se declararon apátridas y no disponían de ningún documento de identidad. En cuanto a sus títulos provisionales de residencia, la mayoría los han perdido presas del pánico a la hora de emprender su huida ante las masacres. Y las autoridades de Naypyidaw no están en condiciones de acoger a los refugiados rohinyás más antiguos, que se hacinan en otros campos de Bangladesh desde el éxodo, hace un cuarto de siglo.
A la acusación de “limpieza étnica”, el Gobierno responde exigiendo “pruebas”
De hecho lo que inició el gobierno birmano en 2017 y que hoy todavía prosigue es una verdadera “limpieza étnica”, acusa Andrew Gilmour. “La naturaleza de la violencia ha pasado del derramamiento de sangre y de la violación colectiva, el año pasado, constata, a una campaña de terror y de hambruna forzada que parece concebida para expulsar a los rohinyás de sus hogares a Bangladesh”. “Lo peor está por venir”, confirmaba hace tres semanas Yanghee Lee. “Porque los militares buscan terminar su obra inacabada, es decir, expulsar a todos los rohinyás de Myanmar”.
Así lo cree también Amnistía Internacional tras una larga investigación, cuyos resultados acaba de publicar en forma de informe muy documentado de 25 páginas. Según este documento que incluye análisis de imágenes satélite, vídeos y fotos sobre el terreno, testimonios de rohinyás sobre el terreno o en Bangladesh y entrevistas con activistas o expertos, el Gobierno birmano está “reconstruyendo el Estado de Rakáin” sin los rohinyás.
Al arrasar con bulldozer los pueblos incendiados; al destruir incluso las construcciones que no habían sido pasto de las llamas, en concreto las mezquitas; con la construcción en su lugar de pueblos llenos de campamentos y acuartelamientos para el Ejército y la Policía de fronteras; con la adaptación de pueblos nuevos para habitantes no rohinyás; con la apertura de nuevas rutas, la inversión en industrias en las que no tienen cabida los rohinyás y con la creación, para eventuales repatriados, de campos rodeados de alambradas de espino, el Gobierno pone en evidencia, según Amnistía, que pretende perpetuar e institucionalizar el régimen de apartheid que impone a los rohinyás desde al menos 2012.
Amnistía ilustra con fotos, por ejemplo, que el pueblo de Kan Kya, en la región de Maungdaw, reducido a cenizas en las masacres del verano de 2017 ha sido transformado en base militar, dotado de helipuerto; que en el pueblo de Inn Din, antaño de población mixta, los barrios rohinyás, íntegramente quemados, han sido reemplazados por un acuartelamiento para la policía de fronteras. El informe también constata que en varios lugares, tierras abandonadas por los rohinyás, han instalado a budistas de una étnia local. Además, denuncia un “acaparamiento de tierras” que hace sembrar una duda seria sobre la voluntad de las autoridades birmanas de aplicar realmente el programa de regreso de refugiados.
En el informe provisional que acaba de dirigir al Consejo de los Derechos Humanos de Naciones Unidas, a la espera de contar con el documento final, cuya versión final se prevé esté disponible en otoño, el jurista indonesio Marzuki Darusman, presidente de la Comisión de información internacional sobre Birmania, confirma las observaciones de Amnistía. Según los testimonios recabados por los miembros de la comisión, a lo largo de 600 entrevistas, al menos 319 localidades han sido total o parcialmente destruidas por las llamas en las inmediaciones de las localidades de Maungdaw, Buthidaung y Rathedaung, mientras que su población era masacrada.
“La violencia ha sido extrema, las consecuencias humanitarias desastrosas y el impacto sobre la vida de la gente, devastador”, escribe Marzuki Darusman. “Las autoridades de Myanmar debían garantizar que todas las alegaciones de violaciones de las autoridades de violaciones de los derechos del hombre y de abusos diversos eran objeto de investigaciones completas, independientes, imparciales de manera inmediata. No ha sido así. La respuesta del Gobierno de Myanmar y del Ejército a los acontecimientos y a estas alegaciones ha sido completamente inadecuado y suscita graves preocupaciones […]. Numerosos rohinyás con los que nos hemos entrevistado en las últimas semanas han manifestado un terror real a la idea de ser repatriados a Myanmar a corto plazo y están muy angustiados por el futuro. Lo han perdido todo. Se preguntan qué les espera en Myanmar. Esta gente no puede ser devuelta al otro lado de la frontera si el Estado de Rakáin no acomete cambios muy importantes. Incluidos en materia de Justicia, indemnización y reconciliación. Un elemento clave de la solución a poner en lugar es la cuestión de su ciudadanía”, continúa Marzuki Darusman.
El problema es que el Gobierno de Naypyidaw, a día de hoy, ha rechazado todas las peticiones para abrir una investigación independiente e imparcial sobre la violencia desatada en 2017 y las consecuencias de ésta, incluida las solicitudes presentadas por la ONU. Como también ha quedado descartada cualquier posibilidad de revisión del estatus rohinyás, bajo supervisión internacional. Con el apoyo de China, las autoridades birmanas se han mostrado incluso indiferentes a la hipótesis de que se estén cometiendo “crímenes contra la humanidad”, tal y como adelantaba, en diciembre pasado, una resolución de Naciones Unidas.
En cuanto a la acusación de “limpieza étnica” realizada, hace un mes por al Alto Comisariado para los Derechos Humanos de la ONU, el Gobierno birmano ha respondido exigiendo “pruebas claras”. Un cinismo frente al que Aung San Suu Kyi, que recibió en 1991 el Premio Nobel de la Paz por su lucha valiente contra la dictadura militar, ha permanecido, otra vez, en silencio. Sin duda se encuentra ocupada preparando la elección al frente del Estado birmano de una persona de su entorno, Win Myint, que sucedió el 28 de marzo a otro de sus amigos Htin Kyaw, quien dimitió para “descansar”. ______________
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Traducción: Mariola Moreno
Leer el texto en francés:
En unos días, semanas como mucho, las primeras lluvias del monzón azotarán Bangladesh. Al este del país, donde se ha concentrado en las colinas de Cox Bazar la mayoría de los 700.000 refugiados rohinyá, expulsados de Birmania desde agosto de 2017, las precipitaciones mensuales, durante la estación húmeda, a menudo superan los 2.500 mm.