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Así expulsa el Ejército israelí a comunidades palestinas en territorios ocupados de Cisjordania

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Samuel Forey (Mediapart)

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La cisterna verde esmeralda brillaba en la parte baja del campamento de la familia Abu al-Kabash. Brillaba, porque las autoridades israelíes se la confiscaron, mientras Nitham contemplaba, impotente, el desastre: “Los soldados vaciaron el agua, luego se llevaron las cisternas. Ya no tenemos depósito, ni para nosotros ni para los animales. De momento, vamos tirando, es invierno. Pero este verano, ¿cómo nos las vamos a arreglar?”. El hombre, de 31 años, creció en este valle. Habla, con voz queda y tono uniforme, sentado en una tierra que se niega a abandonar.

La cisterna era el bien más preciado de los Abu al-Kabash. En el lugar conocido como Humsa al-Bqai'a, junto con la familia Abu al-Awawdeh, vive una comunidad de pastores de un centenar de integrantes, en el corazón de las tierras bajas del valle del Jordán.

En marzo, es Escocia en plena Palestina. Las colinas están cubiertas de una hierba suave sobre la que corren arroyuelos. Pero, pronto, los rayos del sol caerán con fuerza y transformarán el hermoso valle en un desierto árido. Entonces no quedará nada para beber. Sin embargo, hay un pozo a pocos cientos de metros de la aldea, pero el agua les está prohibida a los lugareños. Lo explota la empresa estatal Mekorot y se destina a las colonias de la región, donde viven unas 11.000 personas, según la ONG israelí B'Tselem.

La confiscación de la cisterna ha sido el último acto de una serie de presiones que dieron comienzo el 3 de noviembre de 2020. Ese día, los soldados destruyeron metódicamente los campamentos, en el mayor esfuerzo de demolición en Cisjordania desde 2016, según la OCHA, la agencia de coordinación humanitaria de Naciones Unidas.

Se desmantelan, destruyen o retiran tiendas de campaña, camas, paneles solares, cobertizos para animales y lonas para el forraje. Tres cuartas partes de la comunidad, 70 personas, entre ellas 40 niños, se quedan sin recursos con la llegada del frío. Los inviernos en el valle del Jordán son tan duros como los veranos calurosos. Un fuerte viento azota las colinas. Los aguaceros convierten la tierra seca en un barro tan pegajoso como fértil.

“Fue duro. Recibimos equipos de la comunidad internacional, pero temíamos que el ejército entrara en cualquier momento y lo rompiera todo. Los niños carecían de ropa y los animales, a causa del frío y la humedad, enfermaban. Se perdió toda una temporada”, explica Nitham, de 31 años.

El tiempo pasa. Las autoridades israelíes amenazan, pasan regularmente, sin intervenir. Pero en febrero volvieron en cinco ocasiones, demoliendo y confiscando algo más cada vez, hasta que no quedó nada. En cada ocasión, las comunidades se desplazan y salvan lo que pueden salvar, dejando las ruinas del campamento anterior temblar por las ráfagas de viento, recordatorios de una vida precaria, constantemente amenazada por las demoliciones, que pueden llegar mañana, en dos semanas, en dos años.

Aparecen algunos restos, aquí y allá: una estufa de hierro fundido, un sofá. Un cachorro se rasca la cabeza en un bidón de hojalata que le da cobijo. Voluntarios, ONG o particulares, aportan material –ropa, tiendas de campaña, calzado– con la esperanza de que no sea confiscado en una hora.

Sin embargo, estos palestinos viven en Cisjordania, en terrenos que alquilan por 1.500 shekels (algo menos de 400 euros) al año a propietarios también palestinos. Pero Humsa al-Bqai'a, desde los Acuerdos de Oslo, se encuentra en la zona C, un territorio gestionado por el Estado judío, más concretamente por la Administración civil, una agencia israelí que depende del Ministerio de Defensa.

Además, el lugar ha sido decretado zona militar, concretamente la número 903. Está prohibido construir aquí, ya sea una casa, una tienda de campaña o una simple valla, a menos que se tenga un permiso, que es casi imposible de obtener cuando se es palestino. Entre 2016 y 2018, solo 21 de las 1.485 solicitudes, el 1,41%, fueron aprobadas en el área C, según la ONG israelí Bimkom. Y dicha zona cubre el 90% del valle del Jordán.

Estas dificultades administrativas no parecen existir para los asentamientos israelíes a la entrada del valle, que casi cierran el acceso, con sus exuberantes cultivos, protegidos por invernaderos. Beka'ot, fundada en 1972, amplió su territorio en unos 70.000 metros cuadrados en la zona del campo de entrenamiento militar entre 2004 y 2020.

En los alrededores de Hemdat, habitada ininterrumpidamente desde 1997, se colocan vallas para proteger a las 10.000 ovejas de los colonos, según Bashar Majed Bani Odeh, dirigente palestino del valle del Jordán. Pero el asentamiento está situado entre una reserva natural y el campo de entrenamiento, donde incluso colocar una estaca requiere de una autorización.

La familia Abu al-Kabash intentó acudir a la vía judicial. Su abogado, Tewfiq Jabbari, rememora una larga batalla legal en la que Kafka parece recurrir a Orwell: “Presenté siete denuncias en su nombre, la primera en 2012. Empezamos por impugnar las órdenes de demolición, pidiendo poder presentar al menos permisos de construcción, lo que la Administración civil ha rechazado hasta la fecha. Llegamos a presentarlas y nos las deniegan. En 2017, se presentó un plan detallado para legalizar la existencia de la comunidad dentro de la propia zona militar, como hace Israel con sus colonias. En 2019, el tribunal afirma que no es competente y que hay que negociarlo con las autoridades militares. Retiro la denuncia para dirigirme el ejército, pero en octubre de 2020 rechazan el recurso. Unos días después, Humsa al-Bqai'a fue demolida. El pasado mes de febrero presenté una nueva denuncia para legalizar la existencia de tres campamentos construidos fuera de la zona militar, pero en la zona C. De paso, pedí la demolición de los puestos de avanzada de los colonos israelíes construidos en la misma zona, la 903, por lo tanto ilegal, según la ley israelí”.

Por si fuera poco, el Tribunal Supremo ordenó que se detuviera la demolición de estos asentamientos construidos fuera de la zona C.

La ley israelí no es la única que se contradice. “La presión sobre Humsa al-Bqai'a no tiene precedentes. Toda la comunidad corre el riesgo de ser desplazada, lo que constituye una violación muy grave del derecho internacional”, señala un dirigente de una organización humanitaria. Israel, como potencia ocupante, no puede trasladar por la fuerza a la población civil de un territorio ocupado por ningún motivo.

“Soy pastor, no sé hacer otra cosa”

El padre de Nitham, Ismail, vuelve de la mezquita: es viernes, día de oración. Tuvo que caminar desde la carretera. Los pastores ya no pueden utilizar sus vehículos en el valle por miedo a que también sean confiscados por las autoridades israelíes. Supone hora y media de trayecto a pie. “Ahora, dos horas. Soy mayor”, dice Ismail, de 63 años.

Dobla su chaqueta caqui, se apoya, se tumba en el suelo y enciende un cigarrillo, que encadena con otro sin pensarlo. Detrás de él, a lo lejos, por la pista construida por la gobernación palestina, pasan los quads de colonos israelíes que se dirigen al picnic de fin de semana en plena zona militar. La escena le hace encogerse de hombros. “El ejército lleva mucho tiempo intentando expulsarnos. Quieren que vendamos nuestros animales y trabajemos en Israel como empleados”.

El hombre, nacido en 1953, es tan viejo como el exilio de su familia. Los Abu al-Kabash se asentaron en la zona después de la Nakba, el éxodo palestino que se produjo tras la guerra árabe-israelí de 1948. Son originarios de Samu'a, al sur de Hebrón. El lugar estaba en la línea divisoria entre Israel y Jordania.

Muchas familias de pastores, aldeanos y beduinos se trasladan con sus rebaños. “Anduvimos errantes durante mucho tiempo, hasta aquí, este lugar del valle del Jordán, donde había tierras libres hasta donde alcanzaba la vista para apacentar nuestros rebaños. He nacido y me he criado aquí, en estas colinas”, rememora el viejo pastor. Primero se establecieron en Ruwak, más cerca del río Jordán. Con el paso de los años y las estaciones, llevan una vida de nómadas.

Los israelíes se instalaron en la región en 1967, construyendo puestos de avanzada, a veces convertidos en bases militares o colonias. Pero la presión sobre las comunidades comenzó en los años 90, especialmente cuando se hizo la división de las zonas A, B y C. “Muchos pastores se fueron a establecer en Tammoun o Jiftlik. No teníamos otro sitio al que ir. Nos instalamos en Hadidiyah”, cuenta Nitham, el hijo.

No queda nadie en Ruwak. Las presiones vuelven. En el verano de 2007, comenzaron de nuevo las demoliciones y las confiscaciones. A partir de ese momento, les incautan las cistenas. Los pastores tuvieron que pagar fuertes multas –unos 1.000 euros– para recuperarlas, al igual que el resto del material.

Después de Hadidiyeh, los Abu al-Kabash eligieron Humsa al-Bqai'a, lejos de los asentamientos israelíes, lejos de la carretera, lejos de todo. En este valle aislado, esperan estar a salvo. Pero la Administración civil vuelve regularmente, demuele y confisca, y sigue presionando a estas comunidades vulnerables y aisladas. En 2014, vuelve a llevarse la cisterna. Y las presiones siguen, todavía.

“Estas comunidades son poco numerosas, pero ocupan un vasto territorio con su modo de vida pastoril. La estrategia israelí no consiste en atacar a los pastores directamente, sino en atacar su modo de vida, apuntando a sus tiendas, sus ovejas y su agua. Al expulsarlos, la Administración civil extiende su control sin mucho esfuerzo”, explica Ahmad Heneiti, antropólogo de la Universidad palestina de Bir Zeit especializado en el valle del Jordán.

Poco a poco, las familias abandonan estos pastos. Najeh Awda al-Kaabneh es un beduino fuerte, cuya familia también huyó al sur de Hebrón después de 1948. Al pasar estrecheces, con sus ocho hijos, intentó establecerse con su familia en 2015 en Ruwak, de donde los pastores se vieron obligados a salir en la década de 1990. Fue expulsado. Se instaló en Hadidiyeh.

En 2018, la Administración civil le amenazó con confiscarle el tractor, su única posesión: “Fue demasiado. No quería correr ese riesgo. Nos fuimos una noche de agosto. Tuvimos un accidente en la carretera. Varias personas resultaron heridas. Desde entonces, me he instalado en Jiftlik. Tengo hermanos que viven aquí. Uno de ellos me dio un terreno para que pudiera construir una casa. Sin ellos, todavía estaría errando por el valle del Jordán”.

Jiftlik, al oeste de Humsa, está en la zona C, pero es el único pueblo de la región cuyo plan director fue aprobado por las autoridades israelíes en 2005. Esto no ha impedido que se produzcan algunas demoliciones, pero Najeh al-Kaabneh, a sus 49 años, puede disfrutar de una relativa paz. Conoce a los Abu al-Kabash. “Lo siento por ellos. Que les demuelan el campamento en pleno invierno... A diferencia de mí, ellos no tienen adónde ir”, suspira el beduino.

Del lado israelí, la respuesta es escueta. “En las últimas semanas, el personal de la Administración civil se reunió con residentes palestinos de Humsa y les explicó los peligros de permanecer dentro de la zona militar y les ofreció otro espacio fuera de ella. A pesar de la oferta, los residentes se negaron a trasladar de forma independiente las tiendas de campaña instaladas ilegalmente y sin los permisos y aprobaciones necesarios”, respondió el portavoz de la Administración civil.

El otro espacio ofrecido por las autoridades israelíes está en Ein Shibli, al norte de Humsa, donde Ismail reza los viernes. La localidad se encuentra en la zona B, bajo control palestino con la cooperación israelí en materia de seguridad. La zona C comienza a la salida del pueblo, donde hay dos casas, demolidas el 10 de marzo.

Jamil Khalil al-Omari, de unos cincuenta años, se encuentra frente a ella, desesperado: “Nosotros también fuimos pastores. Pero estábamos hartos de que los israelíes nos echaran. Así que vendimos nuestras ovejas y, con el dinero, construimos estas casas. Hoy no nos queda nada”.

Dueño de este terreno, no consiguió un permiso de construcción israelí. Él también huyó después de 1948 y trató de encontrar refugio en el valle del Jordán. La Ley Militar 1797 ordenaba la destrucción y prohíbe a los palestinos impugnar las órdenes de demolición que la Administración civil emite para las nuevas construcciones. Entre los escombros de las casas en ruinas se encuentra una cisterna, aplastada como si hubiera sido golpeada por un puño gigante. Es de color verde esmeralda, como la de los Abu al-Kabash.

“En los terrenos militares de la zona C hay 38 comunidades de pastores como las de Humsa al-Bqai'a. Hemos visto muchas cosas, familias atacadas de forma aislada, pero no tanta voluntad de expulsar a todo un grupo. Si se desplaza a este grupo, se corre el riesgo de sentar un precedente que podría amenazar a todas las demás comunidades, más de 6.000 palestinos”, advierte un dirigente de una organización humanitaria.

“¿Por qué iba a ir a Ein Shibli? ¿Para ver mi casa destruida?”, inquiere Ismail Abu al-Kabash. El anciano se encierra en su silencio y fuma. Para su hijo, la familia no puede volver al pueblo de origen, en Samu'a: “Allí no hay sitio para los animales. Mi hermano es profesor en una escuela, mis tíos trabajan en el lado israelí. Pastorear es lo único que sé hacer”.

Los últimos supervivientes, junto con los Abu al-Awawdeh, de una comunidad de pastores perseguidos sin descanso, atrapados en el valle que era su precario refugio, los Abu al-Kabash no están seguros de poder pasar el verano. “Necesitaremos agua. Y ni siquiera podemos traer comida para las ovejas. Se detiene a cualquier tractor que intente entrar en el valle. Nueve coches que vinieron a ayudarnos han sido confiscados por las autoridades”, cuenta Nitham, junto a sus tres hijos pequeños, que reflejan la mirada preocupada de sus mayores. Si se marchan, no habrá más palestinos en el valle de Humsa al-Bqai'a.

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Traducción: Mariola Moreno

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