La caída del gobierno de Barnier demuestra que el capitalismo sólo quiere negociar con la austeridad

El primer ministro francés, Michel Barnier, habla durante la sesión semanal de preguntas al gobierno, en la Asamblea Nacional.

Romaric Godin (Mediapart)

El fracaso del gobierno Barnier es, ante todo, el fracaso de un intento de gestionar en el marco parlamentario las contradicciones internas del capital. Con el  nombramiento del ex comisario europeo como primer ministro, Emmanuel Macron intentaba crear un bloque capaz de lograr un compromiso en el seno del capital francés. Y es ese el compromiso que ha fracasado.

El punto de partida de todo este asunto es, por supuesto, el desastre dejado por la gestión de Bruno Le Maire en el ministerio de Economía y, en términos  generales, por la política neoliberal aplicada por Emmanuel Macron desde 2017. Al bajar masivamente los impuestos para las empresas y los propietarios de capital, pero también al subvencionar fuertemente una gran parte de la base productiva de Francia, esta política esperaba crear un repunte del crecimiento.

Pero ha ocurrido lo contrario. El crecimiento ha disminuido considerablemente en cinco años. Es cierto que las cifras han sido halagüeñas durante un tiempo, en comparación con las de algunos vecinos, pero eso sólo se debía a que la producción estaba masivamente subvencionada. La base productiva subyacente estaba en ruinas, y el hundimiento de la productividad francesa tras la crisis sanitaria fue un claro síntoma de ello. Lógicamente, los ingresos fiscales no seguían el ritmo del crecimiento porque éste sólo se compraba con políticas de apoyo al capital.

Ante tal situación, se formaron dos bandos dentro del capitalismo francés. Por un lado, los sectores productivos se hicieron muy dependientes de las reducciones fiscales y de las subvenciones, es decir, del presupuesto del Estado. Ante la ausencia de crecimiento de la productividad y el insuficiente crecimiento de las exportaciones (el capitalismo francés se centra principalmente en la demanda interna), esa es para ellos la única forma que tienen de obtener beneficios a corto plazo.

Por otro lado, están los círculos financieros que, faltos del apoyo incondicional de los bancos centrales tras la crisis sanitaria, buscan otra vez garantías para sus inversiones y exigen la vuelta a la disciplina de mercado. Esos intereses se ven además presionados por la debilidad del crecimiento, sin el que la rentabilidad será menor y los Estados más frágiles. Por eso el mundo financiero exige una rápida consolidación presupuestaria, aunque ello suponga subir algunos impuestos de sociedades y reducir las subvenciones. Obviamente, no se trata de que exijan retocar la reforma fiscal del capital de 2018, que les beneficia directamente.

Esta división en el capital no es exclusiva de Francia, sino que se extiende por todo el capitalismo mundial. El primer síntoma fue la caída de la primera ministra británica Liz Truss en septiembre de 2022, arrastrada por una minicrisis de deuda tras querer volver a rebajar los impuestos a las empresas. Pero el sector financiero, que es extremadamente poderoso y tiene una gran influencia en la opinión pública dada la financiarización de las economías, ha sabido después organizarse en torno a un movimiento libertario que ha ganado las elecciones en Argentina y en Estados Unidos.

Nuestro capitalismo de bajo crecimiento produce, pues, tensiones internas en el capital. Si el crecimiento es débil, cualquier ganancia se obtiene a expensas de otro sector. Es un juego de suma cero en el que todo el mundo intenta barrer para casa. En este contexto es muy difícil llegar a compromisos, pues nadie está dispuesto a ceder terreno ante el escaso margen de maniobra. El Estado se convierte así en un campo de batalla de esos intereses, a los que hay que añadir un tercero en discordia, el mundo del trabajo.

¿Qué políticas son posibles?

¿Qué opciones hay en un escenario así? En teoría, hay tres. La primera es que el mundo del trabajo se oponga frontalmente al capital aplicando una política de subida de impuestos a las dos facciones enfrentadas con la esperanza de que se produzca una recuperación de las finanzas públicas capaz de calmar a los mercados financieros. En realidad, esta opción implica ir más lejos en la medida en que el trabajo está, en un mundo capitalista, dominado por el capital.

El riesgo de una contraofensiva en forma de doble crisis financiera y económica obliga a una política de transformación, es decir, a construir una sociedad en la que se pueda prescindir del capital. Este no es el caso actual.

La segunda opción trata de sortear la dificultad de la primera organizando una alianza entre el mundo del trabajo, o una parte mayoritaria de él, y una de las facciones del capital contra la otra facción. A grandes rasgos, se trataría de garantizar una parte de la protección social a cambio de un aumento de los impuestos sobre las empresas o el capital financiero. La dificultad aquí es en parte la misma que en la primera opción: la situación económica es tan tensa que una respuesta de la otra facción del capital podría provocar una crisis.

La última opción es construir un compromiso dentro del capital para garantizar los intereses de ambos grupos haciendo que pague el trabajo mediante la destrucción del Estado del bienestar y la introducción de nuevas reformas estructurales. Esta es la opción ideal para el capital. El capital productivo mantiene su acceso al dinero público y, con la austeridad, ve la posibilidad de reducir el coste de la mano de obra y acceder a nuevos sectores cedidos por el Estado a la privatización. De esta forma, el capital financiero ve garantizadas sus inversiones por la reducción del déficit producida por la destrucción del Estado del bienestar, y preservadas sus ventajas fiscales.

Naturalmente, esta fue la opción que Emmanuel Macron intentó promover con el nombramiento de Michel Barnier. Pero su tarea se vio complicada por la situación política. El problema de la opción de compromiso interno del capital es que es devastadora para la sociedad. En un contexto democrático, y más aún en el contexto francés, es políticamente difícil de aplicar, a pesar del constante ruido mediático a favor de la austeridad.

Los franceses han rechazado de plano las políticas de Emmanuel Macron y reclaman servicios públicos más sólidos y salarios más dignos. Claramente, no están de acuerdo sobre los medios para lograrlo, pero la austeridad violenta en favor del capital no tiene ningún apoyo en la sociedad.

Lógicamente, los partidos de la oposición que deseen llegar al poder no podían aceptar este compromiso interno con el capital sin perder toda credibilidad ante el electorado. Por eso, los intentos de unir a los socialistas o a la Agrupación Nacional a esa opción estaban condenados al fracaso. Michel Barnier se dio cuenta pronto e intentó construir una cuarta vía: la que consistiría en “comprar” el derecho a instaurar la austeridad con algunas medidas fiscales.

Esta estrategia estaba a medio camino entre un compromiso interno dentro del capital y un compromiso entre una facción del capital, en este caso el capital financiero, y el mundo del trabajo. Se redujeron las subidas de impuestos que afectaban a la base productiva, pero se utilizaron para justificar importantes recortes del gasto público. El objetivo era construir una mayoría política a favor de la austeridad. El proyecto de Ley de Finanzas para 2025 es el producto de ese intento.

Pero eso era subestimar el estado real del capitalismo francés. Como hemos dicho, en un juego de suma cero es imposible el compromiso. La oposición no podía aceptar la austeridad a cambio de subidas temporales de impuestos que garantizan la mayor parte de las ganancias obtenidas por el capital desde 2017. Y, por su parte, el capital no podía aceptar ninguna concesión, dada, como hemos visto, su situación.

Desde hace dos meses, el Medef (la patronal francesa, ndt) no para de gritar como un descosido porque se plantean algunas subidas de impuestos, mientras que el capital financiero presiona en el mercado de tipos para lograr una reducción drástica del déficit. Políticamente, eso se ha reflejado en el mal humor de los macronistas y su falta de entusiasmo para apoyar al ejecutivo.

La construcción del presupuesto se convirtió entonces en un rompecabezas imposible de resolver: cualquier concesión por un lado conllevaba un desequilibrio que hacía perder al Gobierno su mayoría o la confianza de los mercados. La anunciada caída en desgracia de Michel Barnier es una clara muestra de la imposibilidad de resolver esta situación en un marco parlamentario y democrático.

El imposible desenlace democrático

La conclusión que cabe extraer de este asunto es evidente. En primer lugar, en la situación económica actual, el capital no está dispuesto a aceptar ninguna concesión al mundo del trabajo y del Estado social. Su exigencia es la austeridad violenta, la única manera de mantener el flujo de dinero del Estado al capital productivo garantizando al mismo tiempo los intereses del capital financiero.

En segundo lugar, no existe una mayoría política a favor de tales políticas en el contexto actual. Este es un punto importante: ningún partido de la oposición tiene interés en preservar la presencia de Michel Barnier en Matignon a costa de perder credibilidad antes de las próximas elecciones presidenciales. Esto no tiene nada que ver con las políticas futuras. No cabe duda de que la RN (o una parte del centro-izquierda) está dispuesta a llevar a cabo las políticas exigidas por el capital. Pero lo que está en juego para el capital es preservar sus posibilidades de llegar al poder. Apoyar esa política de austeridad antes de las elecciones presidenciales sería suicida.

Desde el punto de vista del capital, las cosas están quedando muy claras. Como para ellos la austeridad social es la única opción aceptable y la sociedad no la quiere, hay que imponerla. En otras palabras, la única política posible es una política autoritaria.

La actual crisis política en Francia refleja este hecho: la democracia y el parlamentarismo se están convirtiendo en obstáculos para el capitalismo francés. Por supuesto, este fenómeno no es nada nuevo; es el producto de un largo proceso en el que, durante los dos mandatos de Emmanuel Macron en el poder, no ha dejado de crecer el autoritarismo al servicio del capital. Pero a medida que 2024 se acerca a su fin, no puede haber más dudas.

Hay dos resultados posibles. O bien una suspensión de facto de los órganos democráticos, como ocurrió durante la crisis de la deuda de la eurozona en varios países entre 2010 y 2015. En este caso, el resultado de las elecciones es irrelevante; la presión de los mercados financieros conduce a una unión de facto de las fuerzas políticas en torno a la política deseada por el capital. Un gobierno técnico o un gobierno de unidad nacional podrían asumir esta opción. Pero la izquierda también puede desempeñar ese papel si es necesario, como en Grecia en 2015 o en Sri Lanka hoy.

La segunda opción es la de la extrema derecha. En este caso, la austeridad se esconde detrás de una política de represión contra las minorías. En el actual “juego de suma cero”, una parte del mundo del trabajo puede entonces adherirse a la opción deseada por el capital con la única ventaja de ver a una parte de la sociedad peor tratada que él mismo.

El contexto cultural y político actual hace que esta opción sea posible en Francia, y que una parte del capital pueda apoyarla. Recordemos que durante la campaña legislativa de junio, el presidente de la RN, Jordan Bardella, preparó el terreno con su “auditoría de las finanzas públicas” previa a cualquier política de austeridad severa, que ahora finge rechazar.

El contexto francés no está aislado. Confirma que la situación actual está acabando con la ilusión de que capitalismo y democracia son inseparables. Antes bien, el reto consiste ahora en darse cuenta de que los intereses del capital nos conducen a un callejón sin salida, y comprender que la defensa del Estado de derecho y de las libertades exige luchar por una profunda transformación económica y social.

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Traducción de Miguel López

 

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