El pastor Robert Potthoff le habla a su smartphone, en directo para Facebook: está situado detrás de las vallas, a pocos metros del escenario donde el presidente hablará dentro de cuatro horas. Ve afanarse a los agentes del secret service. “Son tipos fuertes”, dice, con una pizca de envidia, a sus amigos conectados a la red social, cuyos comentarios se multiplican en la pantalla.
Robert, pelirrojo de 31 años tocado con una visera en tonos militares, donde se puede leer Make America great again, ha conducido durante cuatro horas para poder verle directamente los ojos a Donald Trump. El presidente es su gran hombre. “Es un héroe, un John Wayne convertido en presidente, un verdadero personaje. Es incluso mejor que Ronald Reagan. No teme hablar de la fe cristiana que profesa. Su reforma tributaria le va a suponer a mi familia 4.000 dólares al año. Se ha sacrificado por nosotros”. Para algunos, Donald Trump tiene incluso poderes sobrenaturales. “Si hubiese sido entonces presidente, el 11 de septiembre nunca se habría producido”.
Robert Potthoff estuvo cinco horas bajo la lluvia para ser de los primeros en entrar al estadio de hockey de Charlotte. En su camiseta se puede leer Christians for Trump [Cristianos que respaldan a Trump]; este pastor de una iglesia evangélica de Lancaster (Carolina del Sur) piensa que Trump es un enviado del Todopoderoso. “Dios puso a Obama en la presidencia del país para que Trump fuera el siguiente”. De forma inesperada, propone rezar... no ha sido buena idea el comentario que ha dejado escapar este reportero sobre su ateísmo.
Un viernes de finales de octubre, Donald Trump llevó a Robert y a 8.000 seguidores a Charlotte (Carolina del Norte), la puerta de entrada al “Sur” estadounidense. La cuna, muy cristiana, de Billy Graham, un pastor muy conocido que murió el año pasado a la edad de 99 años. Una tierra que fue demócrata durante mucho tiempo, pero que está en manos, desde hace ocho años, de una extrema derecha que ha luchado contra las personas transgénero, que se ha negado a ampliar la cobertura sanitaria y que dinamitó el mapa electoral en beneficio propio.
Dos días antes, el presidente estaba en Wisconsin. Al día siguiente, tenía previsto viajar a Illinois. Hasta las elecciones intermedias del 6 de noviembre, Trump irá de mitin en mitin. Se ha desplazado para apoyar a dos candidatos republicanos amenazados. Uno de ellos, Mark Harris, un pastor con aires de viejo actor, combate el “comportamiento homosexual” y lamenta la “infección” liberal.
Un campeón de automovilismo anima al público. “Estas elecciones son cruciales, la Administración Trump debe continuar, perder no es una opción”. Los gritos atronadores y los habituales eslóganes se apoderan del estadio. “Build that wall!”, “CNN sucks!” [¡Construye el muro!, ¡la CNN apesta!]. Los partidarios de Trump vociferan cerca de las vallas, junto al espacio habilitado para los medios de comunicación. La cadena de cable concentra todos los ataques, pero los grandes grupos han recurrido todos a guardaespaldas como Tony, un hombre fornido y con coleta, contratado ese día para proteger a una periodista de la NBC. “Cada vez el ambiente está más tenso”, reconoce Tony, que permanece al acecho. “Hace cuatro o cinco meses, comenzaron a lanzar objetos a los periodistas. Comida, bebida. Trump los alienta. Las cosas sólo pueden ir a peor”.
En el momento en que Trump entra en escena, se desata la locura. Se pavonea en el escenario, mientras por los altavoces se puede escuchar “God bless the USA”, de Lee Greenwood. En la parte trasera del foso, tres miembros de los Proud Boys, un grupo masculinista que defiende la supremacía blanca y la violencia, se filma a sí mismos desgañitándose.
Durante una hora, el show transcurre en un tono beligerante: Trump pide un aplauso para el juez Kavanaugh, nombrado para el Tribunal Supremo a pesar de las sospechas de agresión sexual, y ataca a los “demócratas radicales que quieren imponer el socialismo” y “ofrecer sanidad gratuita a las caravanas de inmigrantes”. Sabe cómo desatar los abucheos contra los periodistas, esos “enemigos del pueblo”. Sin embargo, horas antes, el FBI detenía a uno de sus seguidores, sospechoso del envío de al menos tres paquetes bomba a la CNN y a una docena de destacados demócratas, todos ellos habitualmente objeto de ataques por parte del presidente.
A Kim Luber no se le ocurriría intimidar a los periodistas. Kim, una mujer de 50 años que ha viajado con su hija Sara de 17 años, también llegó muy temprano ese día al mitin de Charlotte. Viste vaqueros y calza zapatillas Converse. En su juventud, votó a los demócratas porque está a favor del aborto. Se muestra mucho menos exaltada que el pastor Potthoff, pero su fervor pro-Trump es igual de vivo. “Le estoy agradecida”, dice. “Ha bajado los impuestos, dice que hay que detener a los inmigrantes ilegales y tiene razón cuando critica a los medios de comunicación, exageran y hablan mal de él”.
Kim se ha visto “sorprendida” por las protestas de los anti-Kavanaughs, “llamaron a las puertas de los senadores”. No le gustan las “actrices que dijeron #MeToo para acelerar sus carreras”. Como mujer, asegura haber tenido “siempre voz”. Teme las denuncias abusivas. “Tengo dos hijas y un hijo. También quiero defenderlo a él”.
El mundo de los partidarios de Trump está lleno de amenazas. Miedo a los inmigrantes, a los grandes cambios demográficos en curso, a las minorías que exigen igualdad. Norteamericano de “sangre caliente”, el pastor Potthoff lo reconoce sin medias tintas; Trump, “perseguido” por las minorías como “Jesucristo”, se hace eco de su propia angustia: “Actualmente, si eres blanco, anglosajón y protestante, eres odiado en América”.
Promesas cumplidas
El día después del mitin, a mediodía, Tina Forsberg aguarda, en el local y con pizzas, a los militantes republicanos de Greensboro, una pequeña localidad a una hora y media al norte de Charlotte. Han pasado la mañana repartiendo propaganda de Ted Budd, el congresista republicano saliente cuya reelección no está garantizada. Tina Forsberg, una mujer rubia, alta y elegante, es la vicepresidenta del partido local. Una gran silueta de cartón de Trump sonríe a sus espaldas. No tarda mucho en admitir que “lo pasó mal cuando fue elegido”. Como ella, numerosos republicanos no votaron a Donald Trump en las primarias, consideraban que era incompetente, histriónico o preocupante y no lo suficientemente conservador. Pero desde que resultó elegido, sin embargo, el apoyo partidista ha terminado por convertirse, a menudo, en adhesión.
Las figuras arrepentidas del Partido Republicano, como el editorialista Max Boot o el locutor Steve Schmidt, pueden denunciar perfectamente en los medios de comunicación el fanatismo y el extremismo del que antaño fue su mundo y los votantes moderados de los suburbios ricos se tapan la nariz cada vez más: las bases republicanas se congratulan de haber encontrado en él a un “líder” o, incluso, a un “combatiente” a quien se le perdona todo.
Tina coincide con que Trump “habla de forma cruda”, todo un eufemismo. Pero rápidamente se centra en los “resultados”, a saber: un recorte histórico de impuestos, la desregulación de la economía, el abandono de la protección del medio ambiente, los pequeños recortes al derecho al aborto, los múltiples guiños a los cristianos.
Asegura Tina que “de cara a estas elecciones, los republicanos están muy motivados”. Incluso los afectados por las “guerras comerciales” iniciadas por la Administración Trump. Don Willis, un productor de soja en una enorme granja en Tennessee, Estado vecino más al oeste, atiende nuestra llamada, mientras trabaja en el campo.
Desde que China ha subido los aranceles a la soja en un 25%, en respuesta a los 34.000 millones de dólares en gravámenes impuestos por la Administración Trump, Willis, cuya producción exporta a China la multinacional Cargill, ha perdido ingresos sustanciales.
“La Administración nos ha ayudado, pero a largo plazo, existe un fuerte temor a que no seamos capaces de recuperar nuestros mercados”. Willis espera que se encuentre “rápidamente” una solución, pero no culpa a Trump por “intentar resolver un desequilibrio comercial que existe desde hace mucho tiempo”. Y como “conservador”, también está encantado. “Trump hace lo que dijo que haría”, aplaude Willis. “Promesas hechas, promesas cumplidas”, proclaman las pancartas de los mítines del presidente.
Donald Trump gobierna la primera potencia mundial, su partido controla las dos Cámaras del Congreso y ahora también la Corte Suprema donde los jueces son vitalicios. Pero desde Charlotte a Atlanta, la gran ciudad de Georgia más al sur, los republicanos entrevistados a finales de octubre se describen a sí mismos como víctimas. Creen que Donald Trump desata los odios pese a ser elegido democráticamente y estar cumpliendo su programa. No soportan que los ministros del gobierno sean interpelados en los restaurantes. Odian las manifestaciones, el desorden y a los jugadores de fútbol negro que desafían el himno nacional, de rodillas, contra la violencia policial. Les gusta la bandera y los militares. “Salvamos a Estados Unidos”, se lee en algunas de las camisetas exhibidas en el mitin.
Kim, nuestra madre de familia, ni siquiera entiende que se pueda percibir agresividad en las palabras de Trump. “No creo que ataque a la gente”, opina. “No es políticamente correcto, eso es todo. Es el presidente del pueblo. Habla como nosotros y nos habla directamente, algo que realmente valoro”. Allí donde la mayoría de los medios de comunicación y la oposición ven provocaciones, corrigen los errores de facto de un presidente mentiroso, recuerdan las gradaciones de una retórica cada vez más sombría, “nacionalista” y racista, subrayan sus mensajes codificados (por ejemplo, antisemitas), ellos lo ven como una franquicia “refrescante”. Su propia manera de recordarnos los “valores republicanos”.
Algunos incluso disfrutan viendo a los “medios de comunicación dominantes” dar por sentado cualquiera de sus palabras, señales, en su opinión, de parcialidad informativa. Cada reacción indignada es, a su entender, prueba de que Trump ha acertado. Cuando se les presenta ejemplos de insultos del presidente, la respuesta viene a ser la misma: “Me gustaría que tuiteara menos"; “no estoy de acuerdo con todo lo que dice”. Suficiente para no apoyar todo lo que dice. Lo suficientemente vago como para no ser una crítica.
Si insistimos en recordar la violencia, fáctica, de las palabras de Trump, inmediatamente se refieren a los ataques procedentes del “otro lado”, de los demócratas honestos y los “medios de comunicación dominantes” metidos en el mismo saco. El personaje puede molestarles, los republicanos disfrutan del show, como si todo esto fuera un gran juego de televisión. Como si no quisieran ver, absortos en una burbuja informativa autónoma, donde casi siempre se cita como referencia a Fox News, el canal de cable con acentos de conspiración.
Tómese como ejemplo a Jim Syfan. Jim, que lleva un sello en el dedo y botas de piel de serpiente, es un empresario de éxito; empezó “en una casa móvil” y ahora dirige una empresa de transporte con 350 empleados. Sigue a diario las cadenas “del otro lado” y tiene problemas para tragarse sus “tonterías”. Hablamos con él en un café en Gainesville, Georgia, ciudad muy republicana del norte de Atlanta. A las 8 de la mañana de un día laborable, un horario adaptado a la vida infernal de los estadounidenses, Jim y 300 personas más acudieron a escuchar a Brian Kemp, el candidato republicano a gobernador de Georgia.
En el Longstreet Cafe, los Diez Mandamientos del Antiguo Testamento están impresos en los vasos de plástico. Un gran rótulo, en la calle, es lo bastante elocuente: “Jesús dijo: ‘Orad por los que os persiguen’”. Kemp, el actual secretario de Estado de Georgia (y responsable electoral), hace campaña como un mini-Trump contra la demócrata Stacey Abrams, que podría convertirse en la primera gobernadora negra de la historia del país.
En uno de sus vídeos de campaña políticamente incorrectos, interpreta a un tipo duro, jura que subirá a la parte trasera de su camioneta a “criminales ilegales”, si se cruza con ellos; muestra su arma y disecciona las leyes con bisturí: “Estas elecciones son una batalla por el alma de Georgia”, afirma esta mañana Kemp a sus seguidores, delante de un cartel que dice Put Georgians first [Los georgianos primero], declinación del eslogan America first de Trump. Kemp –toda una celebridad reciente en el país por sus constantes esfuerzos dirigidos a purgar listas electorales de decenas de miles de afroamericanos– es la encarnación típica del representante republicano electo con Trump, alineado con la retórica de ultraderecha, que se ha convertido en la línea dominante del partido.
En las primarias republicanas, Trump borró a los candidatos que no siguieron esta línea y muy pocos lograron salir adelante. El partido presenta a las elecciones a una decena de supremacistas blancos reconocidos. Entre ellos, el congresista de Iowa Steve King, filonazi, cuyas teorías de la conspiración se le han vuelto en su contra tras el atentado de Pittsburgh, la peor masacre antisemita de la historia de Estados Unidos. Inmediatamente, los donantes han tomado distancias. Pese a todo, King, congresista electo desde hace 15 años, tiene muchas posibilidades de ser reelegido. ___________
Ver másLas políticas de Trump pasan factura a los republicanos en la Cámara de Representantes aunque conservan el Senado
Traducción: Mariola Moreno
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El pastor Robert Potthoff le habla a su smartphone, en directo para Facebook: está situado detrás de las vallas, a pocos metros del escenario donde el presidente hablará dentro de cuatro horas. Ve afanarse a los agentes del secret service. “Son tipos fuertes”, dice, con una pizca de envidia, a sus amigos conectados a la red social, cuyos comentarios se multiplican en la pantalla.