Unos Juegos Olímpicos perpetuos, una auténtica pesadilla democrática

La Torre Eiffel con los anillos olímpicos en la ceremonia de apertura de Paris 2024.

Jade Lindgaard (Mediapart)

Todos los días, desde el 27 de julio, canadienses, holandeses, estadounidenses o españoles pasean a pie o en bicicleta a lo largo del Canal Saint-Denis. Se ríen, sonríen a los transeúntes, preguntan por direcciones, escuchan música y a veces se cuelgan una bandera nacional al cuello. Van al Estadio de Francia, con alegría.

Todos los días pasan por debajo del puente Stains, a la altura de la estación de metro Aimé-Césaire. Y cada vez que lo hacen, caminan a lo largo de los 43 bloques de hormigón almenado colocados por las autoridades para impedir que vuelvan a acampar allí las personas que fueron evacuadas el 17 de julio por la policía para "limpiar" las orillas del río antes del comienzo de la fiesta.

Es uno de los lugares más emblemáticos de la ambivalencia olímpica del verano de 2024. Los Juegos Olímpicos son magníficos. Pero, ¿para quién y a qué precio?

Las dos semanas de los Juegos han transcurrido en un péndulo constante entre el júbilo y el espanto. Habitantes de siempre de Belleville que se maravillan de ver una carrera ciclista en su barrio; también gente que pierde contratos con París 2024, probablemente por su activismo.

Las fan zones están llenas de gente que ríe y llora junta ante las retransmisiones de los acontecimientos; en un año han sido desalojadas 5.200 personas de las casas ocupadas y campamentos callejeros de Île-de-France y enviadas a las regiones sin solución habitacional.

Los transportes públicos funcionan sin problemas y el personal de acogida es elogiado por su buen humor; las emisiones de CO2 de los Juegos Olímpicos de París (JOP), un mínimo de 1,58 millones de toneladas, equivaldrán a lo que emiten 150.000 personas en Francia en un año.

Algunos de los atletas medallistas han sido niños de acogida o han crecido en barrios pobres; el precio de las entradas para la ceremonia de clausura de los Juegos oscila entre 250 y 1.600 euros, por encima del salario mínimo.

Oficialmente ha sido la tregua olímpica, y la delegación ucraniana ha ganado dos medallas de oro (sable y salto de altura) y una de bronce (lucha grecorromana), que se han convertido en símbolos de la resistencia frente a la agresión militar rusa; los bombardeos israelíes no han cesado en Gaza, y el 10 de agosto, víspera de la clausura de los Juegos, tuvo como objetivo una escuela convertida en refugio llevándose la vida de casi un centenar de personas según un primer balance.

La boxeadora camerunesa Cindy Ngamba ganó la primera medalla  (bronce) del equipo de refugiados; la bailarina de break afgana Manizha Talash, conocida como "B-girl Talash", fue descalificada por el Comité Olímpico Internacional (COI) por llevar una capa con la inscripción "Liberad a las mujeres afganas".

El departamento 93 estaba encantado con la "gran fiesta popular" que los Juegos Olímpicos habían traído a su territorio; el metro cuadrado de las propiedades en venta en la villa olímpica ha duplicado la media del departamento, anuncio de una inevitable gentrificación.

El público se maravillaba con el pebetero y su llama olímpica de leds y vapor de agua flotando sobre las Tullerías; los niños del barrio de Pleyel, en Saint-Denis, sufriendo los tubos de escape de la autopista construida justo al lado de su escuela para los Juegos Olímpicos.

Un imaginario colectivo partido en dos

La lista es interminable. ¿Qué conclusiones podemos sacar sobre el alcance de este evento? ¿Habrán quedado reparadas las divisiones y el odio que alimentaron los resultados récord de la extrema derecha en las últimas elecciones, como parecía prometer la ceremonia inaugural? ¿La alegría y la felicidad de vibrar juntos en una carrera puede crear un deseo duradero de un destino común y una voluntad de tratarse con humanidad y dignidad?

El relato de los Juegos Olímpicos de 2024 es ambivalente. Lo bueno no puede existir sin lo malo, y lo negativo es corolario de lo positivo. Lo uno no puede separarse de lo otro. ¿Qué le importa a un imaginario colectivo estar tan dividido?

¿Quién escucha las quejas, la rabia y el dolor de los que han sido expulsados de la fiesta?

Una situación puede ser a la vez agradable y nefasta. Uno puede disfrutar bebiendo Coca-Cola o vodka, aunque no sea bueno para la salud; uno puede adorar viajar a lugares lejanos, aunque volar sea malo para el cambio climático; uno puede querer bañarse en el Sena, pero no conseguir mantenerlo limpio, aunque le encante estar en el agua. Las emociones, por fuertes que sean, no bastan para moldear la realidad.

En 2015, los investigadores Stefan Aykut y Amy Dahan hablaron de un "cisma de la realidad" al describir las negociaciones sobre el clima, porque querían reducir los gases de efecto invernadero pero sin abordar a sus principales emisores, las industrias de combustibles fósiles. Habían creado un teatro del discurso sin ninguna conexión directa con el problema a resolver.

A su manera, París 2024 habrá sido un cisma de la realidad: hay una disociación entre el espectáculo, emocionante, absorbente y popular, y las condiciones en las que se produce, brutales, excluyentes, costosas e injustas. Es una auténtica ruptura. Tanto para los organizadores como para los responsables políticos ha sido un inmenso éxito. El orgullo y la alegría se expresan por doquier, en las cenas familiares, entre colegas, con los vecinos, en las redes sociales y en los medios de comunicación. Pero, ¿quién escucha las quejas, la rabia y el dolor de los que han sido expulsados de la fiesta?

Si se considera aceptable el precio a pagar en términos de "limpieza social", elitismo comercial (precio de las entradas, merchandising y alojamiento en París) y destrucción del medio ambiente (clima, árboles talados en el Parque Georges-Valbon, huertos urbanos destruidos en Aubervilliers y contaminación atmosférica en Saint-Denis), corremos el riesgo de rebajar los criterios democráticos, sociales y ecológicos.

Porque si un gobierno puede optar por semejante acontecimiento sin consultar a la población, cediendo a las exigencias de una asociación plagada de acusaciones de corrupción (el COI), comprometiendo al menos 10.000 millones de euros de dinero público sin transparencia sobre el coste final y haciendo promesas ecológicas insostenibles, ¿por qué no seguir adelante? Por ejemplo, prorrogando las excepciones creadas por las leyes olímpicas: restricciones al derecho de manifestación, derogaciones de las leyes urbanísticas, generalización de la videovigilancia algorítmica, aumento de las tarifas de transporte, acoso a los sin techo, helicópteros que sobrevuelan las ciudades por la noche, kilómetros de barreras para impedir el paso a los peatones y zonas vedadas al público.

Los malos datos sobre la calidad del agua del Sena que querían ocultar los organizadores de los Juegos Olímpicos

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Al igual que otros grandes proyectos –autopistas, Gran París, líneas de tren de alta velocidad–, los Juegos Olímpicos no son un mero acontecimiento pasajero, sino una forma de ejercer el poder: menos pobres en las calles, más policía en todas partes, todo para aparentar y nunca un momento para rendir cuentas. Es una forma especial de gobernar basada en excepciones y en contra de la soberanía popular.

¿Y si los gobernantes le cogieran el gusto? ¿Y si el pueblo se acostumbrara? Como en la película Un día sin fin, imaginemos por un momento unos Juegos Olímpicos perpetuos que nunca terminaran. Una pesadilla democrática.

Traducción de Miguel López

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