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Los libertarios Musk y Milei quieren dominar el debate económico

Elon Musk junto a Javier Milei y Donald Trump durante un acto el pasado mes de noviembre.

Romaric Godin (Mediapart)

Es un hecho que el neoliberalismo ha fracasado. Los principales ejes de las políticas aplicadas desde los años 80 –globalización, financiarización y represión social– han mostrado sus límites sociales, ecológicos y políticos. Pero este fracaso no significa el fin de la contrarrevolución a favor del capital que comenzó con el neoliberalismo. Al contrario, lo que está surgiendo parece más bien una aceleración de este fenómeno, con la aparición de una alternativa libertaria.

Al igual que en los años 80, el fenómeno bien podría comenzar en el sur del continente americano y desplazarse hacia el norte para extenderse a Europa y el resto del mundo. En 1981, Friedrich Hayek y Milton Friedman ensalzaron las virtudes de la política económica de Augusto Pinochet en Chile. El laboratorio chileno ya había inspirado las estrategias de choque de Margaret Thatcher y Ronald Reagan y propiciado la aparición de una referencia neoliberal a la que debía ajustarse el resto del planeta.

Esta vez, el shock ha venido de Argentina. El aniversario de la toma de posesión del presidente Javier Milei y su política de “motosierra” ha sido motivo de una avalancha de elogios en la prensa económica y financiera mundial. El empobrecimiento generalizado, la destrucción de los servicios públicos y el carácter no igualitario y reaccionario de su política se han convertido en detalles que apenas se mencionan. La “motosierra” mileísta ha conseguido lo esencial: reducir la inflación y recuperar el crecimiento del PIB. En otras palabras: volver a poner en marcha la acumulación de capital, a cualquier precio.

Han sido abundantes los elogios a Argentina en la mayoría de los periódicos conservadores y liberales del mundo occidental, desde el Temps suizo a Le Figaro francés y el Financial Times. A menudo, los elogios se han convertido en lecciones, como en este artículo del diario sueco Svenska Dagbladet, que pide que Milei se convierta en un ejemplo para ese reino escandinavo.

Este entusiasmo por el presidente argentino suele ir acompañado del mismo interés por el nuevo hombre fuerte de la próxima administración americana, Elon Musk, quien, por cierto, cultiva su amistad con el libertario porteño. Como jefe del “Doge” o Departamento de Eficiencia Gubernamental, el multimillonario también pretende recortar el gasto público americano con una motosierra.

Retórica de austeridad y fascinación tecnófila

En los círculos de la derecha europea, estas políticas se ven claramente como inspiraciones, como un medio de renovar un software ideológico que, es cierto, llevaba varios años agotándose. En Francia, Éric Ciotti, el líder de la derecha que se ha pasado a la RN, cultiva su cercanía a Javier Milei. En Le Figaro, anunció que en enero presentará en la Asamblea Nacional un proyecto de ley “motosierra” que incluye la reducción de las administraciones locales a sólo dos niveles, la supresión de las agencias gubernamentales y una desregulación masiva.

En Alemania, el partido liberal FDP, que fue miembro de la coalición “semáforo” que estalló este otoño, también se inspira en los métodos de Javier Milei y Elon Musk. El líder del partido, Christian Lindner, ex ministro federal de Economía, defendió claramente el método de Milei al lanzar su campaña. Y cuando Elon Musk afirmó en su plataforma X que sólo el partido ultraderechista AfD podía “salvar Alemania”, el mismo Christian Lindner respondió que él era en cierto modo el partido oficial de la visión que Musk tiene de la economía en Alemania, solicitando incluso una entrevista para convencer al fundador de Tesla.

Evidentemente, Éric Ciotti y Christian Lindner no son pesos pesados de la política francesa o alemana, pero hay que andar con cuidado. Los elogios de la prensa a Milei, el retorno de la retórica de la austeridad en Europa y la fascinación tecnófila de algunos por Elon Musk sientan las bases de una posible adhesión de una parte de la élite a las posiciones libertarias. Sobre todo porque en toda América esta ideología hunde sus raíces en la extrema derecha, corriente que gana terreno en Europa y sigue buscando una doctrina económica coherente.

Aquí, la lección de los años 70 es importante. En aquellos años, los neoliberales eran también vistos como grupos marginales extremistas. Pero fueron capaces de ofrecer una salida al sistema capitalista apoyándose en ejemplos como el de Chile, en una lucha cultural y en la presión concreta del mundo económico. Desde este punto de vista, los libertarios están en una posición aún mejor. La oposición radical al capitalismo que existió en su momento prácticamente ha desaparecido, la extrema derecha se mueve bien en los medios de comunicación y los mercados financieros son los principales defensores de los métodos libertarios.

Porque, en realidad, lo esencial no es tanto el grotesco apoyo de un Ciotti o un Lindner a Milei como la dinámica propia del capitalismo contemporáneo necesaria para entender el entusiasmo por la visión libertaria. Para entenderlo, tenemos que repasar la historia del neoliberalismo y lo que lo diferencia del libertarismo.

La síntesis neoliberal y sus límites

Como vimos anteriormente, el neoliberalismo es una forma de gestionar el capitalismo que surgió en la década de 1980 como forma de aumentar la tasa de beneficios. En el centro de su acción se encuentra el sometimiento del Estado al servicio del capital y de sus rendimientos. Lo que ahora se ha puesto en marcha son las políticas que favorecen la acumulación de capital: liberalización de la circulación de bienes y capitales, privatizaciones, mercantilización de ciertos servicios públicos, ayudas directas o indirectas (rebajas fiscales) a las empresas y debilitamiento del mundo laboral.

El neoliberalismo no es fundamentalismo de mercado en el sentido de que el mercado es sólo una forma de apoyo estatal al capital. El neoliberalismo es una doctrina híbrida, una síntesis de tres corrientes económicas. La primera de ellas es el neokeynesianismo, es decir, el keynesianismo que acepta lo esencial de la teoría neoclásica al tiempo que defiende la idea de las imperfecciones del mercado que requieren la intervención del Estado. En este marco se inscriben la actuación de los bancos centrales tras la crisis de Internet y la crisis de 2008, y el apoyo que prestaron durante la crisis del covid de 2020.

La segunda es la corriente neoclásica, a la que se puede vincular el monetarismo, que defiende la eficacia de los mercados a largo plazo, con figuras como Robert Lucas, fallecido en 2023, y que considera que el papel del Estado es garantizar su “neutralidad” en los mercados para permitir que la competencia y el dinero funcionen correctamente.

La tercera corriente, siguiendo los pasos de Friedrich Hayek y Ludwig von Mises, es la corriente libertaria. Se trata de un movimiento complejo y diverso pero que, en pocas palabras, defiende la superioridad del mercado como institución social frente al Estado. Su visión es la de una sociedad atomizada de individuos soberanos y propietarios que resuelven sus conflictos a través del mercado.

El neoliberalismo no es ninguna de esas tres doctrinas, que discrepan en puntos esenciales, pero es una síntesis que permite poner en marcha políticas que responden a las necesidades de la acumulación de capital. Y esta síntesis tenía muchas ventajas. Permitía presentar el neoliberalismo como el fruto de un supuesto “estado de la ciencia económica” dispuesto a marginar a sus oponentes en el campo de la “heterodoxia” económica y del “populismo” político. Pero la diversidad de influencias también permitía mantener un debate interno que daba la impresión de la existencia de una alternativa interna.

Tomando prestada una frase de La sociedad del espectáculo (1967) de Guy Debord, podría decirse que en el neoliberalismo, es decir, en la forma que ha adoptado el capitalismo desde finales de la década de 1970, “la división que se muestra es unitaria, mientras que la unidad que se muestra está dividida”. Siempre iba a haber disputas internas, ya que el neoliberalismo no realizaba plenamente el proyecto de las escuelas en las que se inspiraba.

Surgieron entonces batallas superficiales que salpicaron la vida política de los últimos treinta años con los duelos Sarkozy/Hollande, Clinton/Bush o Schröder/Merkel. Pero estas batallas no cambiaron nada importante, porque la gestión neoliberal del capitalismo les iba bien a todos: la centralidad del Estado y de los bancos centrales podía satisfacer a los neokeynesianos; la desregulación, a los neoclasicistas; y la destrucción del Estado social, a los libertarios.

Con la crisis de 2008, la síntesis se hizo cada vez más difícil de construir. La escuela neoclásica, la de las “expectativas racionales”, perdió toda credibilidad y los neokeynesianos ganaron en importancia, sobre todo con las políticas monetarias no convencionales aplicadas por los principales bancos centrales en la década de 2010. En esa época el capital en su conjunto todavía podía beneficiarse: el sector financiero se mantenía a duras penas por la política monetaria, que también permitía al Estado ayudar al sector privado.

La ruptura de la unidad neoliberal

Pero este periodo iba a alterar la relación de fuerzas en el seno del capital, sin llegar, bien al contrario, a salir del ciclo de débil crecimiento. Con la crisis sanitaria se hizo evidente el fracaso del plan de rescate neoliberal,  se agravaron los problemas de rentabilidad y el panorama cambió radicalmente. Para mantener la tasa de beneficios, un gran número de empresas, sobre todo en la industria y el comercio, han pasado a depender de las ayudas estatales, mientras que la demanda sigue siendo débil y la productividad continúa cayendo. Al mismo tiempo, otro sector del capital ha salido reforzado de estas crisis.

Apoyándose en los bancos centrales y en la debilidad de la actividad que sacude las áreas competitivas, algunos sectores se han fortalecido y han logrado adquirir la capacidad de extraer rentas y beneficios independientemente de los mercados de bienes y servicios. Es el caso, por ejemplo, de las grandes empresas tecnológicas, que han creado lo que algunos autores llaman un “tecnofeudalismo” en el que esos grupos organizan la dependencia de la economía a sus datos.

Cuando el neoliberalismo entró en crisis y el Estado adquirió cada vez más importancia, los libertarios se independizaron y criticaron la lógica neoliberal estatista

Pero en realidad estos sectores “rentistas” de la economía son mucho más amplios. Desde hace varios años, el geógrafo británico Brett Christophers, de la Universidad de Uppsala, documenta el auge del capitalismo “rentista”, sobre todo en el Reino Unido. En Our Lives in Their Portfolios (Nuestras vidas en sus carteras) y The Price is Wrong (El precio es incorrecto), extiende este análisis al sector financiero, ahora dominado por los gestores de activos, y al sector energético. Pero puede aplicarse el mismo fenómeno a las infraestructuras (por ejemplo, en Francia, el sector de las autopistas) o a los servicios públicos (distribución de agua o electricidad).

El periodo inflacionista de 2022-2023 puso de manifiesto la capacidad de ciertos sectores para mantener sus beneficios subiendo los precios, incluso cuando las ventas disminuían. Es una muestra de esta capacidad rentista en el nuevo espacio capitalista. Sin embargo, los intereses de estos sectores se alejan cada vez más de los de los sectores competitivos. Mientras que estos últimos dependen de los flujos de apoyo público para sobrevivir, los sectores rentistas prefieren favorecer el desmantelamiento del Estado y la desregulación para reforzar su control de la economía y su captura de las fuentes de valor. En la actualidad, estos sectores son suficientemente considerables gracias a la ayuda del Estado como para poder cambiar su lógica y, a partir de ahora, tratar de ejercer su dominio sobre el Estado.

Esta divergencia ha dado lugar a dos políticas diferentes que rompen la aparente unidad del neoliberalismo. Una, que apoya al sector competitivo, necesita el déficit público para proporcionar subvenciones, recortes fiscales y apoyo a la demanda, y una reglamentación estricta para mantener unas condiciones de competencia sostenibles. La otra, afiliada al sector rentista, defiende las privatizaciones para proporcionar nuevos monopolios privados, la desregulación masiva para eliminar todos las trabas a los monopolios, en particular en los sectores de la energía y la tecnología, y la austeridad para garantizar los fondos y los rendimientos de las finanzas. En ambos casos, se trata de que el capital mantenga una alta rentabilidad a pesar del débil crecimiento. Pero la estrategia es diferente.

La opción libertaria

El movimiento libertario siempre ha sido un polizón del neoliberalismo. Las ideas de Hayek, Rothbard y von Mises son, en sentido estricto, heterodoxas, pues rechazan los fundamentos de la “ciencia económica”, en particular la racionalidad de los agentes. Lógicamente, cuando el neoliberalismo entró en crisis y el Estado adquirió cada vez más importancia, los libertarios se independizaron y criticaron la lógica neoliberal del Estado.

En los años 2010, este mensaje interesaba poco al capital. Pero con la nueva dependencia, el sector rentista del capital vio en el pensamiento libertario una forma de impulsar sus intereses. Dado que los libertarios podían presentarse como opositores al sistema, como ha ocurrido en Argentina, también tenían la capacidad de movilizar a una población descontenta con la crisis, pero incapaz de plantearse una crítica al sistema capitalista.

Detrás de su discurso tranquilizador, el fundamentalismo de mercado es siempre una justificación de las oligarquías capitalistas y de la sumisión del Estado a ellas

Lógicamente, el libertarismo se ha convertido en un vehículo político e ideológico de los intereses de los sectores rentistas, permitiendo movilizar a las clases sociales víctimas de la desaceleración económica. El discurso del mérito natural, del Estado hipertrofiado e ineficaz, del peligro de la deuda pública, de la corrupción de las élites estatales, todo ello abre camino entre las personas que han sido abandonadas por unos servicios públicos deficientes y que se sienten amenazadas por el empobrecimiento.

No deja de sorprender que el discurso del fundamentalismo de mercado sea movilizado por oligarcas y monopolios. Pero se trata sólo de una paradoja aparente. En realidad, el libertarismo considera que el mercado es el único lugar donde se alcanza la verdadera justicia. Por lo tanto, sólo puede validar el triunfo de quienes son considerados los “mejores” por el mercado y que, en consecuencia, se apresuran a resguardarse, de facto, de toda competencia. En este sentido, detrás de su discurso tranquilizador, el fundamentalismo de mercado es siempre una justificación de las oligarquías capitalistas y de la sumisión del Estado a ellas.

Además, el pensamiento libertario es el pensamiento de la desigualdad por excelencia. Su crítica al Estado se basa en la idea de que la redistribución perturba la justicia al alterar la desigualdad natural entre las personas. También por esta razón dicho pensamiento es intrínsecamente antidemocrático –la regla de la mayoría es ineficaz frente al mercado– y a menudo racista –la desigualdad entre grupos de individuos se justifica por sus diferentes capacidades de desarrollo–.

Podemos ver así cómo se ha llegado a la situación actual. El discurso libertario resurge con fuerza con el apoyo de los grandes depredadores económicos modernos, los de las finanzas y la tecnología, y encuentra naturalmente una salida política en la extrema derecha, que también juega con el miedo a la degradación individual y la justificación de las desigualdades naturales.

Hay que reconocer que, en la década de 2010, la extrema derecha fue a menudo intervencionista. Fue asumiendo la crítica nacionalista al neoliberalismo como logró captar al electorado víctima de sus políticas y de la crisis. Pero el fracaso del estatismo neoliberal y la fragmentación del mundo económico le obligan ahora a reconstruir un discurso económico coherente, aunque busque el apoyo de la oligarquía económica.

Lo importante para los sectores rentistas es pues imponer la agenda libertaria a estas fuerzas en ascenso. Esto puede hacerse por dos vías. La primera es a través del apoyo financiero y/o verbal directo de multimillonarios libertarios a esas fuerzas políticas. Elon Musk ha apoyado a Donald Trump y, en diciembre, mostró su apoyo al AfD, el partido de extrema derecha alemán, y al Partido Reformista británico.

La segunda es la creciente presión de los mercados financieros sobre los países más expuestos. La amenaza de una crisis financiera lleva entonces a la oposición a defender una política libertaria para descalificar la gestión anterior y proponer una “solución” a la crisis. La presión ejercida sobre Francia y, fuera de Europa, sobre Brasil recientemente, entra en esta categoría.

Luchas internas en el capital, devastación generalizada

Pero el fenómeno está ocurriendo ahora y el futuro aún no está escrito. En Europa o en América Latina, donde el Estado tiene una tradición bien consolidada, sigue siendo fuerte la resistencia a las modas libertarias. De ahí que, por el momento, sean partidos insignificantes como los de Éric Ciotti o Christian Lindner los que se declaran abiertamente libertarios. El RN en Francia, por ejemplo, se mantiene muy discreto sobre el caso Milei, a diferencia de Vox en España.

Pero la guerra cultural ha comenzado, y con recursos considerables, en la que Elon Musk es un actor clave. Giorgia Meloni escenifica su “amistad” con él y los grupos parlamentarios a los que pertenecen RN y AfD le han propuesto para el Premio Sájarov en el Parlamento Europeo. El atractivo de Elon Musk tiene el potencial de llevar a la extrema derecha europea al redil libertario. Más aún ahora que va a mandar en Estados Unidos.

Sin embargo, la hipótesis de una gestión libertaria del capitalismo deja más interrogantes abiertos de los que responde. La renta pretende alinear a los sectores productivos para captar la mayor parte posible del valor producido. Para ella, el reto consiste en asegurar su hegemonía sobre la economía, y esto puede lograrse, por ejemplo, imponiendo impuestos adicionales a determinados sectores productivos con el fin de amortizar la deuda pública en beneficio del sector financiero. Puede parecer paradójico a primera vista, pero hay que recordar que el libertarismo es ante todo un discurso que sirve de pantalla a intereses sectoriales. En Argentina, por ejemplo, han sido sacrificados el sector de la construcción y parte de la industria en beneficio del agronegocio y las finanzas.

Por eso no pueden funcionar compromisos como el que intenta Emmanuel Macron desde 2022. La idea macronista, fiel a la tradición neoliberal, era un compromiso centrado en la oposición al mundo del trabajo: las subvenciones y los recortes fiscales podían ir de la mano de la austeridad y la desregulación si conseguían recortar los servicios públicos, las transferencias sociales y los derechos laborales. Pero las tensiones en el seno del capital son tales que este compromiso parece imposible y ha fracasado con el gobierno Barnier.

La estrategia libertaria consiste, pues, en que los sectores productivos se sometan a su programa con la esperanza de garantizar su supervivencia “protegiendo” a los sectores rentistas. Es lo que ocurrió en Argentina y lo que está a punto de ocurrir en Estados Unidos con la adhesión de los grandes grupos industriales y comerciales al trumpismo.

Pero estas políticas no resuelven el problema esencial. Para capturar valor, hay que producirlo. Y aunque el libertarismo pueda ilusionar en un país asolado por la crisis como Argentina, no ofrece ninguna solución a la crisis de un capitalismo que, desde hace cincuenta años, vive de expedientes que se agotan uno tras otro y que, cuando produce crecimiento, como en Estados Unidos recientemente, es incapaz de producir bienestar y seguridad social y ecológica.

El libertarismo determinista frente a la democracia

En este sentido, las soluciones libertarias no representan más que una huida hacia adelante en la explotación del trabajo y de la naturaleza. Una huida hacia delante que beneficia a ciertos sectores pero que aumentará aún más las contradicciones internas del capitalismo, es decir, su crisis. Como escribe Brett Christophers: “Si la renta es el destino lógico del capital, entonces la devastación económica y social puede ser, a su vez, el destino final de la renta”.

 

Traducción de Miguel López

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