En un primer momento, Idomeni, en Grecia, cerca de la frontera con Macedonia, sólo era un campamento de tránsito con capacidad para acoger a 1.500 personas. Desde el cierre de la ruta de los Balcanes, a principios de marzo, se ha transformado en un campamento de acogida, pese a no contar con los medios necesarios. Tras un mes de bloqueo, un olor nauseabundo planea alrededor del perímetro oficial donde se concentran los servicios que ofrecen las ONG. La falta de instalaciones sanitarias no ayuda: “Idomeni no es un campamento, es una zona fronteriza en la que se hacinan 10.000 personas, entre ellas, al menos 4.000 niños, en condiciones humanitarias y sanitarias terribles”, se indigna Babar Baloch, portavoz del Alto Comisariado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur).
Suleimán viene de Siria. Este hombre aguarda, delante de la tienda de Médicos sin Fronteras, los medicamentos que necesita para sus hijos. “Paso la mitad del día esperando: al menos dos horas para poder ducharme, lo mismo para recibir algo de comida”. Sin embargo, a pesar de que las jornadas transcurren en condiciones insufribles, son muchos los que prefieren esperar aquí la eventual reapertura de la frontera.
Y pese a todo, saben que han tenido la suerte de entrar en la Unión Europea antes del 20 de marzo. Esa fecha fatídica marcó la entrada en vigor del acuerdo firmado dos días antes entre los veintiocho y Turquía, que prevé la deportación de los exiliados a suelo turco y que tiene como consecuencia, mientras se materializan las expulsiones, el bloqueo de los recién llegados detrás de las alambradas de espino, en las islas griegas.
El centro del campamento, situado en torno a la vías del tren, se ha convertido en una suerte de ágora donde se intercambian noticias. Allí se organizan las manifestaciones, en las que algunos enarbolan durante el día, ante las cámaras de televisión, pancartas en las que se denuncia el acuerdo con Turquía y la “traición” de Angela Merkel.
Ismael, que luce un bigote cuidado y visera y roza los cincuenta años, llegó a Idomeni hace casi un mes. Días atrás puso rumbo al campo de “reubicación” de Nea Kavala, situado a una quincena de kilómetros de Idomeni y concebido para descongestionarlo. Si embargo no se quedó: “Desde luego las condiciones son mejores allí, pero no soportaba verme encerrado entre alambradas y vigilado, día y noche, por soldados. Preferí volver. Al menos, aquí estoy en la primera línea”, dice. Este sirio, ¿cree en la posibilidad de ser reubicado en un país de la UE? “Sólo Dios lo sabe”, responde. Sin embargo, mientras espera, es en Idomeni donde hay que estar, “por si al final pasa algo”.
La inmensa ciudad improvisada vive al ritmo de los rumores. “Hemos oído que la frontera se abriría [...] y que la Cruz Roja y 500 periodistas de todo el mundo nos acompañarían”, explica un refugiado sirio. A mediados de marzo, la distribución de pasquines firmados por un misterioso grupo de voluntarios alemanes llevó a más de mil exiliados a atravesar un río, de aguas crecidas, en Chamilo, localidad próxima a Idomeni, para dirigirse a Macedonia. En la otra orilla les esperaba el Ejército. Todos fueron devueltos inmediatamente a Grecia tras ser violentamente agredidos.
Una nueva valla
Tesalónica (Grecia). Mientras tanto, en una zona aislada del puerto de Tesalónica, los obreros se afanan por instalar la valla que va a rodear el nuevo campo que está a punto de abrir sus puertas. Un primer grupo de un centenar de refugiados acaba de llegar: han sido transferidos en ferris desde la isla de Chios a Kavala, después en autobús hasta Tesalónica. Los refugiados llegados a las islas antes del 20 de marzo han sido transferidos rápidamente al continente para dejar sitio a los llegados a partir de esta fecha, susceptibles de ser devueltos a Turquía. Ya en Tesalónica, los refugiados teóricamente pueden pedir su “reubicación” a un país de la Unión Europea, un proceso de duración y de resultado incierto. De momento apenas hay 2.000 plazas para toda Grecia.
Este campamento de “reubicación” es el cuarto en abrir sus puertas en el Norte de Grecia, después de los de Nea Kavala, Herso y Diavata. “El campamento de Idomeni está saturado, por lo que hace falta más espacio para acoger a los refugiados que siguen llegando”, explica Fotini Keletsoglou, portavoz de la ONG Praksis. “Nadie sabe cuánto tiempo van a permanecer abiertos estos campamentos”, añade. El Gobierno de Tsipras trata de “aliviar” la zona fronteriza de Idomeni. “El problema es que los refugiados no quieren permanecer mucho tiempo en Tesalónica. No creen lo que se les dice, quieren ver con sus propios ojos la frontera cerrada, la barrera”, lamenta Odysseas Chiliditis, de la ONG Symbiosis.
Para él, ayudar a los refugiados es algo personal. Hace un siglo, su abuelo vivió cuatro años “en un campamento como éste”, cuenta, después de ser expulsado de Asia Menor. Tras la guerra greco-turca, se autorizó el intercambio de población en virtud del Tratado de Lausana, de 1923. Más de un millón de cristianos de Anatolia tuvieron que salir de sus tierras mientras que medio millón de musulmanes de Grecia emprendían el camino inverso.
En el campamento de Diavata, donde 2.500 personas conviven en un cuartel militar situado entre un cementerio y el acceso a la autopista de las afueras de Tesalónica, un centenar de afganos aprovechan la presencia de periodistas para organizar una protesta y reclamar la apertura de las fronteras. No tendrán ninguna posibilidad de poder beneficiarse de una “reubicación” en los países de la UE. “Desde que nací no he tenido la suerte”, cuenta Ahmad, un adolescente pelirrojo de 16 años y tez clara. “Los talibanes me secuestraron. Mi padre vino a buscarme pero tuvo que darles dinero para que me dejasen libre. Después, vendió todos nuestros bienes para pagar este viaje. Estuvimos a punto de ahogarnos en alta mar. No tenemos nada en Afganistán y no quiero ni pensar que nos vayan a devolver a Turquía. Quisiera poder llevar la vida normal de un chico de mi edad, ir a la escuela, hacer deporte... pero por lo visto no es posible”, lamenta.
“No hay dónde ir”
Kozani (Grecia). “Los primeros refugiados llegaron por casualidad. Kozani está lejos de todo, apartado de los principales ejes de comunicación”, explica Giannis Kostarelas, responsable de comunicación del Ayuntamiento. “Sin embargo, el 22 de febrero, debido a una huelga de agricultores en contra de la reforma de las pensiones, todas las carreteras que llevaban a Idomeni quedaron bloqueadas, con lo que tres autobuses quedaron atrapados en un área de descanso de la autopista, cerca de Kozani”. El Ayuntamiento alojó a estos refugiados en el gimnasio de la ciudad, que es grande. Acto seguido, se impuso la solidaridad: los habitantes trajeron comida y ropa. “Los primeros refugiados se fueron al cabo de unos días pero ahora, tras el cierre de las fronteras, vemos bien que la gente se quede porque ya no hay dónde ir”, explica Giannis.
Ahora el gimnasio acoge a 500 personas, en su mayoría sirios y yazidíes de Irak. En el vestíbulo, en un televisor, el canal Al Jazira repite en bucle las mismas informaciones: la ruta de los Balcanes está cerrada, el campamento de Idomeni se encuentra atestado... Las noticias disuaden a aquéllos que quisieran acercarse a la frontera. De momento Kozani parece un buen lugar donde esperar… Un yazidí trata de explicar que, para él y para su familia, dar media vuelta es imposible y muestra su inquietud: ¿Podrán evitar ser expulsados a Turquía?
Diferentes equipos de voluntarios se han organizado para preparar y distribuir comida y limpiar las instalaciones. Decenas de habitantes de la ciudad se han movilizado, aunque los refugiados también han creado por sí mismos distintos equipos. Tres sirios –orgullosos de los chalecos amarillos de “refugiados voluntarios” que portan, en los que se puede leer escrito en rotulador negro “Me gusta Grecia”– velan por que se mantenga el orden en la fila que han formado los que esperan el reparto de comida caliente; los que hablan algo de inglés han sido ascendidos a intérpretes.
Los médicos y enfermeras que se ocupan del pequeño dispensario improvisado en los vestuarios también son voluntarios, y prestan atención sanitaria al término de sus respectivas jornadas laborales. El Gobierno ha abierto campamentos en todo el norte de Grecia, pero en Kozani la iniciativa la ha promovido el Ayuntamiento, que no recibe apoyo ninguno de las autoridades centrales, ni de las ONG internacionales o del Acnur. El esfuerzo sólo es posible gracias a la solidaridad de los ciudadanos. “El Norte de Grecia resultó muy castigado durante las Guerras Mundiales y la guerra civil. La población sabe lo que es ser refugiado. ¿Cómo podrían sustraerse a su deber de humanidad?”, espeta Giannis. El Ayuntamiento y los voluntarios se disponen a organizar la estancia de los refugiados. “Si se quedan tendrán que poder trabajar, que los niños sean escolarizados, pero no sabemos qué hacer, no recibimos consigna ninguna de las autoridades. ¡Tenemos que inventarlo todo nosotros mismos!”, agrega.
Konitsa (Grecia). La localidad de Konitsa se encuentra encaramada en las montañas de Pindo. El marco podría ser idílico si la crisis no hubiese hecho estragos, también aquí. La mitad de la población se fue a las principales ciudades y en la calle principal se suceden los escaparates vacíos. Tampoco se ven muchos paseantes.
Sin embargo, es a esta pequeña localidad de montaña –comunicada con Ioánina, capital de Epiro, por una deficiente carretera alpina–, donde el Gobierno heleno envió, el pasado 11 de marzo, a 162 refugiados sirios, inmediatamente después de haber desembarcado, en el puerto de El Pireo. Todos coinciden: “Nos metieron en autobuses, sin saber dónde nos llevaban. Pensábamos que nos dirigíamos a la frontera de Macedonia. El recorrido duró mucho tiempo, mucho, después nos vimos aquí”. Los refugiados han sido alojados, de forma digna, en un amplio centro de alojamiento dependiente del Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales. Ahmad, un adolescente de Damasco que viaja con su tío, hace de guía improvisado. Cada familia dispone de una habitación individual y los trabajadores, ayudados por voluntarios, sirven tres comidas variadas al día. En la avenida que lleva al edificio, los activistas han colgado banderolas: “Solidaridad con los refugiados: ¡Ni fronteras, ni naciones!”.
Sin embargo, la frontera albanesa se encuentra a apenas una decena de kilómetros. “Por supuesto que lo pienso, pero no quiero cruzar de forma ilegal. En Turquía, los guardacostas me dieron una paliza cuando trataba de embarcar rumbo a Grecia…”, dice Ahmad, que ya ha se empollado la geografía local en internet, pese a haber perdido su smartphone durante la agitada travesía. “En las entrevistas que he mantenido con los refugiados, todos me han dicho que se sentían seguros aquí. De momento, prefieren esperar”, confirma Katerina Boupoulou, directora del centro.
Los refugiados de Konitsa tienen la impresión de que han “llegado a tiempo”. “¿Es verdad que van a deportar a los que vayan llegando a las islas”, pregunta un sirio. Todos aprecian el confort y el descanso que les ofrece este tiempo de “pausa”.
Sin embargo el futuro se presenta incierto: ¿Permanecerán en la ciudad?, ¿será necesario pensar en la escolarización de los niños? La mayoría de los habitantes de Konitsa están haciendo gala de una verdadera solidaridad. Algunos como Arthur Stavros, responsable de urbanismo en el Ayuntamiento, no oculta su enfado: “No tenemos nada, nuestro hospital ha sido el que peor parte ha llevado, ni siquiera cuenta con una ambulancia y, de repente, el Gobierno tiene muchos medios para ayudar a los refugiados… ¿Por qué lo hace?, ¿para conseguir dinero de Europa?”, se pregunta.
Al instalar de forma deliberada a los refugiados tan cerca de Albania, el Gobierno, ¿pretende presionar a la UE, alimentando expresamente los temores de la apertura de una “ruta albanesa”? De momento, los agentes de aduanas no han visto nada pero, el 20 de marzo, otro grupo de 1.200 refugiados también fue instalado en otro campamento de Ioánina, a una treintena de kilómetros del puesto fronterizo de Kakavia, el principal punto de paso entre los dos países.
“Aquí la gente recibe mejor trato que en Calais”
Kapshticë (Albania). Entre Grecia y Albania hay cuatro fronteras abiertas. La de Kapshticë es la más septentrional, en la región del lago de Prespa, que comparte con la vecina Macedonia. La frontera se encuentra en un eje que une las ciudades de Kastoria (Grecia) y de Korçë (Albania). El jefe de la Policía –que pide permanecer en el anonimato– acaba de salir de una reunión diaria con sus homólogos griegos, como cada mañana. Nada que señalar.
“En 2011 y 2012 dejamos de recibir refugiados… Cada semana, cogíamos a algunos afganos, palestinos, argelinos... pero, desde que se abrió el corredor de los Balcanes, ¡nadie pasa por Albania!”. De momento el cierre de la ruta de los Balcanes todavía no ha desviado el flujo. “¿Por qué los refugiados que están en Grecia tendrían que pasar por aquí? Para ellos, es más lógico ir al puerto de Igumenitsa o a la isla de Corfú y tratar de llegar directamente a Italia… Si les dejamos pasar se quedarán bloqueados más arriba, en Montenegro o en Croacia, y no tendrán cómo acceder al mar desde Albania”, comenta.
El jefe de Policía empezó su carrera coincidiendo con las revueltas de 1997. Entonces cientos de personas atravesaban a diario el Adriático, que se estrecha a la altura de Albania meridional. Entre Vlorë y Brindisi, en Italia, no hay más de 40 millas náuticas (unos 74 km). “Albania ha promulgado una ley especial que prohíbe tener embarcaciones privadas. Aunque los traficantes quisieran relanzar el tráfico, no encontrarían barcos para hacerlo posible”. De hecho los gomones –las zodiac que emplean los traficantes–, fueron destruidas y desde 1997 la Guardia di Finanza italiana asume directamente la seguridad de las costas albanesas con varias lanchas que registran cualquier embarcación sospechosa.
La Policía italiana debe enviar refuerzos para ayudar a “proteger” las fronteras de Albania, pero para el jefe del puesto de Kapshticë se trata de una cooperación “normal”. Su país tiene el estatus oficial de candidato a la integración europea y participa en numerosas iniciativas regionales. Él mismo ya ha trabajado en las fronteras de Macedonia, Serbia y Hungría. “Estuve allí a finales de agosto, cuando cerraron la frontera. En Albania nunca hemos tratado a la gente así”, asegura.
Tabanovce (Macedonia). No es fácil acceder al campamento “de tránsito” de Tabanovce, en la frontera entre Macedonia y Serbia. Las acreditaciones para periodistas se entregan a cuentagotas e incluso los trabajadores humanitarios deben informar de sus pasos a la Policía, que vigila la entrada. Una alambrada alta, coronada de espinos, rodea las tiendas y, desde el 20 de marzo, los refugiados no pueden salir. Según Goran Stojanovski, el responsable del “centro de crisis”, causaban problemas en el pueblo vecino. La otra razón para vallar esta zona es la presencia de traficantes que, procedentes de las localidades vecinas de Vaksince y Lojane, ofrecían sus servicios a los refugiados. El Ejército macedonio ha reforzado sus efectivos y vigila la zona día y zona.
De todas formas en el campamento “se les da de todo”, dice Goran Stojanovski: comida, ropa, medicamentos... Y si quieren comprarse algo basta con dirigirse a la Cruz Roja. “Aquí la gente recibe mejor trato que en Calais. Cuando los migrantes llegan a Francia o a Alemania, todos dicen que el país del que guardan mejor recuerdo es Macedonia”, continúa este hombre, de unos 40 años, con un físico propio de un jugador de rubgy. Sin embargo las condiciones sanitarias cada vez son peores en Tabanovce, hasta el punto de que los refugiados sufren una plaga de sarna.
Ante la falta de medios, los voluntarios de Cruz Roja sólo atienden las urgencias. “A mi mujer le han trasplantado un riñón. Casi no le quedan medicinas. Si no se las dan va a morir”, se lamenta Amir, afgano. “Macedonia no es responsable de esta situación. Son los países de la UE los que han decidido cerrar las fronteras”, subraya Goran Stojanovski. “En la cumbre celebrada entre Europa y Turquía no se habló de nosotros, los refugiados que permanecemos bloqueados en los campamentos. Todo el mundo nos ha olvidado”, lamenta Yama, que era periodista en Herat, una importante ciudad al oeste de Afganistán.
A unos metros de allí, desde el 7 de marzo, unas 300 personas han sido abandonadas a su suerte en tierra de nadie, entre Macedonia y Serbia. Nadie tiene acceso a estos refugiados. Sólo Acnur y Cruz Roja tienen autorización para entrar, a discreción del ejército. Al otro lado de la frontera, en Miratovac, 600 personas se encuentran en condiciones de encierro menos estrictas, pero también están bloqueadas. Muchas de ellas son “repatriados”, trasladados contra su voluntad desde el noroeste de Serbia tras decretarse el cierre de la frontera croata.
Más al norte, en Serbia, hay 1.300 refugiados, y 190 de ellos se encuentran acampados desde hace un mes en el área de descanso de la autopista de Adaševci, no lejos de la frontera croata. Cada día, nuevos refugiados, sobre todo afganos, cruzan la frontera búlgaro-serbia. Acto seguido, si no tienen dinero, continúan a pie por la autopista en dirección a Croacia o a Hungría.
Estos hombres y mujeres entraron a tiempo en la UE, pero los Balcanes son un laberinto tal que corren el riesgo de extraviarse en él. El 27 de marzo un joven afgano de 23 años murió en Vrčin, no lejos de Belgrado. El conductor se dio a la fuga.
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Traducción: Mariola Moreno
Leer el texto en francés:
En un primer momento, Idomeni, en Grecia, cerca de la frontera con Macedonia, sólo era un campamento de tránsito con capacidad para acoger a 1.500 personas. Desde el cierre de la ruta de los Balcanes, a principios de marzo, se ha transformado en un campamento de acogida, pese a no contar con los medios necesarios. Tras un mes de bloqueo, un olor nauseabundo planea alrededor del perímetro oficial donde se concentran los servicios que ofrecen las ONG. La falta de instalaciones sanitarias no ayuda: “Idomeni no es un campamento, es una zona fronteriza en la que se hacinan 10.000 personas, entre ellas, al menos 4.000 niños, en condiciones humanitarias y sanitarias terribles”, se indigna Babar Baloch, portavoz del Alto Comisariado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur).