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Las mujeres y niños huyen, los hombres en edad de luchar se quedan: la tragedia del exilio en Beregsurány

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Corentin Léotard | Thomas Laffitte (Mediapart)

Beregsurány (Hungría) —

Beregsurány es un pequeño pueblo agrícola situado en la frontera ucraniana. Es uno de los cuatro puntos de paso de los 100 kilómetros de frontera entre ambos países. En el bar, cinco parroquianos que juegan a las cartas han visto aparecer a los refugiados por la carretera que rodea el pueblo. "Ayer, se veían pasar a familias enteras, pero hoy los hombres ya no cruzan la frontera", dice uno de ellos, debido a la movilización general decretada esa misma mañana. El domingo, 62.000 personas habían cruzado ya la frontera entre Ucrania y Hungría desde el estallido de la guerra. 

Unos cientos de metros más adelante, en el paso fronterizo alejado del pueblo, una joven llega andando con su hija de cuatro años, arrastrando una maleta. Está oscuro y hace frío, no más de tres grados. No rechaza el té caliente que le ofrecen en un pequeño puesto improvisado por tres amigos.

Han viajado casi 500 kilómetros desde Kalocsa, en el sur de Hungría, para distribuir los cerca de 250 bocadillos que ellos mismos han preparado. La joven –que no quiere dar su nombre de pila– intenta tranquilizar a su hija que llora. Ella misma apenas puede contener las lágrimas mientras explica su situación: su marido la llevó desde Ivano-Frankivsk, en el suroeste del país, hasta la frontera, pero ahora está sola con la pequeña.

Esta es la principal tragedia de este exilio: las mujeres y los niños cruzan, pero no así los hombres en edad de luchar. Desde el viernes por la mañana, las autoridades ucranianas se aseguran escrupulosamente de que ningún hombre de entre 18 y 60 años abandone el territorio. 

En el pueblo, los lugareños han convertido la casa de la cultura en un centro de acogida para refugiados. El alcalde limpia, con la mano, el polvo de la chaqueta que acaba de ponerse ante la inminente llegada de las autoridades departamentales. Todavía no lo sabe, pero el propio Viktor Orbán le honrará con su visita por la tarde. Al igual que Polonia y Eslovaquia al Norte, Hungría ha decidido dejar entrar a todo el mundo procedente de Ucrania.

El permiso de estancia de 90 días de que gozan los ciudadanos ucranianos/as en la UE se ampliará. Viktor Orbán, conocido por su celo antiinmigración, ha anunciado a bombo y platillo un despliegue humanitario acorde con los 600.000 refugiados que potencialmente esperan las autoridades. "Hasta ahora, no hemos visto nada", bromean los pensionistas, que se esfuerzan por hacer que su centro de acogida parezca algo, a pesar de la flagrante ausencia de autoridades públicas.

Relaciones con la diáspora activados

Oleksandra se calienta en el centro de acogida con sus dos hijos pequeños mientras espera dar con tres plazas para ir a Budapest, a tres horas y media en coche hacia el Oeste. "Nos despertaron el jueves hacia las cinco de la mañana con un bombardeo en el aeropuerto. Intentamos ir a la farmacia para conseguir medicamentos, pero había disparos en las calles". Fue en Soumy, una gran ciudad del noreste de Ucrania, a unos 20 kilómetros de la frontera rusa.

La familia se echó a la carretera para cruzar el país. Su marido condujo durante unas treinta horas entre los atascos, el llanto de los niños y las peleas de los adultos, dice. Hasta ayer mismo era propietaria de un negocio, pero sus dos almacenes llenos de productos chinos fueron destruidos.

Ahora está a salvo con sus hijos pero sin su marido. Pero es optimista y está decidida: mañana por la mañana tomará un avión en el aeropuerto de Budapest con destino a Estados Unidos y se instalará en casa de unos amigos en Virginia. Su hijo cumple este mismo día 13 años y sus compañeros le envían mensajes de "feliz cumpleaños" desde los sótanos donde se refugian.

Hay que tener los medios para salir, pero sobre todo hay que tener un lugar donde ir. Olena también tiene un billete de avión en el bolsillo, pero a Grecia. La joven, de unos 20 años y que trabajaba como gerente en una empresa de logística, ha decidido abandonar Ucrania para reunirse con su novio, "bueno, más bien [su] exnovio".

Al igual que otros jóvenes, espera poder seguir ganando un sueldo con el teletrabajo. Esto explica por qué en Budapest y otras grandes ciudades de los países vecinos, los alquileres de Airbnb florezcan. En cuanto a Lyudmila, profesora de alemán, y sus dos hijos, que vivían cerca del aeropuerto de Boryspil, objetivo de los ataques, les esperan amigos en Alemania. Tampoco les acompañará su marido.

A falta de intérpretes, la barrera del idioma suele ralentizar la atención a los refugiados, pero por suerte para ella, un señor jubilado que se ofrecido como conductor para transportarlos también habla alemán. El viaje a Nyíregyháza, a una hora en coche, será más agradable. 

La diáspora de trabajadores ucranianos, decenas de miles de ellos dispersos por Europa Central y Alemania, es la columna vertebral de esta movilización del exilio. Una verdadera flota automovilística ha llegado a las fronteras orientales de Polonia, Eslovaquia, Hungría y Rumanía.

Vehículos matriculados en muchos países europeos, sobre todo en Eslovaquia y la República Checa, pero también en Alemania e Italia, se agolpan a los lados de la carretera que lleva a la frontera y en aparcamientos improvisados.

Angelika, de Munkatchevo, en Transcarpacia, ha venido desde Praga, donde vive desde hace 27 años, para poner a salvo a sus hijas y nietos. "Confiamos en nuestro Gobierno, pero no lo que va a pasar en Ucrania en las próximas semanas no va a ser nada bonito. Crucé la frontera para ir a buscar a mi familia a Ucrania yo mismo", dice este hombre de 60 años. Una vez hechas las maletas, sólo quedan por cargar en la furgoneta los dos cochecitos.

Los húngaros se libran del reclutamiento

La situación es diferente para los entre 100.000 y 150.000 miembros de la minoría de habla magiar que viven en la región de Transcarpatia, justo al otro lado de la frontera. Gracias a los pasaportes distribuidos generosamente por Budapest en los últimos diez años, los hombres pueden salir del país. Como en las guerras yugoslavas de los años 90, los jóvenes húngaros huyen del reclutamiento para una guerra que no es la suya. Decenas de miles de ellos abandonaron Vojvodina, la región norte de Serbia, y la mayoría nunca regresó. 

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Bertalan, al que entrevistamos en un albergue al que llegó el viernes, espera poder volver rápidamente al otro lado de la frontera, pero si la situación se prolonga, repatriará a su mujer y a su hijo de 10 meses. Este contable teletrabajará mientras tanto. "No conozco a nadie en Hungría que vaya a luchar por un gobierno que no respeta sus derechos", dice, en referencia a una ley lingüística que restringe el uso del húngaro en Ucrania y envenena las relaciones entre Budapest y Kiev. "No tenemos miedo de los rusos, sino de los ucranianos que nos ponen las cosas difíciles", llega a decir Eva, una costurera que viaja con su hija. Desde el sábado, un número creciente de familias romaníes, de habla magiar, también huyen a Hungría. 

Se ha organizado un gran movimiento de solidaridad para recoger a las personas en coche en la frontera y alojarlas en Budapest. En la parte trasera del coche que les lleva a la capital húngara, Natalia, su amiga Irina y su hijo de cuatro años están profundamente dormidos, agotados por su viaje de dos días desde Ivano Frankivsk, al otro lado de los Cárpatos. Están a salvo en España desde el domingo, con la hermana y la madre de Natalia.

Texto en francés:

Beregsurány es un pequeño pueblo agrícola situado en la frontera ucraniana. Es uno de los cuatro puntos de paso de los 100 kilómetros de frontera entre ambos países. En el bar, cinco parroquianos que juegan a las cartas han visto aparecer a los refugiados por la carretera que rodea el pueblo. "Ayer, se veían pasar a familias enteras, pero hoy los hombres ya no cruzan la frontera", dice uno de ellos, debido a la movilización general decretada esa misma mañana. El domingo, 62.000 personas habían cruzado ya la frontera entre Ucrania y Hungría desde el estallido de la guerra. 

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