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Un pabellón para el 'Aquarius': la prueba de fuego para Macron

Hace cinco años, un arrastrero basurabasura procedente de Libia zozobraba cerca de Lampedusa, Italia. A medida que avanzaban las labores de rescate, el número de ataúdes apilados en un hangar pasaba de 50 a 100, a 200, a 300, hasta llegar a 366. El 3 de octubre de 2013, horrorizada, Europa se prometió: “Nunca más”. En este impulso de compasión general, la comisaria de Asuntos Interiores de la UE, Cecilia Malmström, se comprometía a “proponer a los Estados miembros la organización de una importante operación de seguridad y rescate en el Mediterráneo”. Nunca vio la luz.

Italia, sola, durante meses, se puso manos a la obra, recurrió a sus propios efectivos de la Marina y lo sufragó todo antes de tirar la toalla; se trataba de la operaciónMare Nostrum. Desde entonces, nada o casi nada. A la UE le gusta señalar que sus operaciones en el Mediterráneo, ya sea el control fronterizo (Frontex) o la lucha contra los traficantes de inmigrantes (Sophia), también sirven para salvar vidas, ya que los buques militares implicados deben prestar asistencia a los barcos identificados en su ruta o a aquellos que se encuentran en dificultades. Pero se hace ad hoc, a la buena de Dios.

La UE nunca ha puesto en marcha una misión de asistencia real, con buques dedicados, debidamente equipados. Ni después de Lampedusa en 2013 ni después del descubrimiento del pequeño cuerpo de Aylan (de 3 años) varado en una playa turca en 2015, en el punto álgido de la crisis de los refugiados.

De hecho, los únicos navíos de rescate que cruzan el Mediterráneo son los fletados por ONG. O mejor dicho, que cruzaban. Mientras que en la primavera de 2017 había una decena de ellos frente a las costas libias, en septiembre el Aquarius se encontró a raíz de la detención de buques humanitarios en Malta en particular, y la incautación del Iuventa en Italia (donde parte de la tripulación está siendo procesada por “ayudar y atraer a la inmigración ilegal”).

Y lo peor está pasando ahora. En el mismo momento en que atracaba en Marsella, este jueves, después de dos semanas en el mar y de 58 vidas salvadas, el Aquarius debía permanecer amarrado, con la prohibición expresa de navegar. Porque Panamá, como es sabido, acaba de retirarle su pabellón, sólo un mes después de habérselo concedido. Y ello después de que Gibraltar hubiese hecho lo propio a mediados del verano.

Según ha reconocido, el Estado panameño, paraíso fiscal descarado y distribuidor inveterado de banderas de conveniencia (hasta el punto de registrar una quinta parte de la flota comercial mundial), ha cedido a la presión de Roma, donde gobiernan desde junio ministros de la extrema derecha. Entonces, ¿quién va a hacerlo? ¡Francia, mi capitán! No a las banderas de conveniencia, sí a las banderas de compasión.

Si Emmanuel Macron quiere poner en práctica el “humanismo realista” que teorizó recientemente ante los obispos de Francia, debe registrar al Aquarius (en total 29.523 migrantes salvados desde que comenzó a navegar en 2016). Varios investigadores y políticos, algunos miembros de la mayoría, ya han instado al Gobierno a actuar en esta dirección, desde Barbara Pompili (diputada del LREM) a Juliette Méadel (exministra socialista), desde Alain Madelin (ex gobiernos de Balladur y Juppé) hasta el ecologista Daniel Cohn-Bendit, todos firmantes de una tribuna en Le Monde. “No otorgar al Aquarius una nueva bandera [...] es convertirse en culpable del delito de denegación de ayuda a personas en peligro”, escriben los autores. “¡Un pabellón francés para el Aquarius, ahora!”, proclama también el movimiento de Benoît Hamon, Génération-s. Mientras que Ian Brossat, líder de los comunistas en las elecciones europeas de mayo próximo, considera que “sería un honor para Francia”.

Por su parte, Jean-Luc Mélenchon acaba de hacer un llamamiento a la manifestación convocada para este sábado 6 de octubre, promovida por SOS Méditerranée y Médicos Sin Fronteras (fletadores del barco) para exigir “las medidas necesarias para que el Aquarius pueda reanudar su misión”. El miércoles, varios grupos de derechos humanos (entre ellos Amnistía Internacional) también pidieron a Emmanuel Macron que “actuara rápidamente”.

De hecho, existe esa urgencia. Si bien el número de salidas de las playas libias ha disminuido considerablemente en 2018 (1.325 en agosto, por ejemplo, el indicador más bajo desde 2012), paralelamente la tasa de mortalidad en el mar se ha disparado. Según cálculos de Matteo Villa, investigador de un think tank italiano (ISPI), la proporción de personas ahogadas o desaparecidas ya era del 2,4% en el período de enero de 2017 a mayo de 2018 (fecha de llegada al poder del nuevo gobierno italiano), pero aumentó al 5,5% entre junio y agosto de 2018. En otras palabras, la mortalidad se ha más que duplicado desde la llegada de Matteo Salvini al Ministerio del Interior.

Los datos preliminares sugieren incluso que pudo alcanzar el 19% en septiembre... Es decir, 19 migrantes muertos por cada 10 migrantes que pasaron por Italia y 71 interceptados en el mar por la guardia costera libia. Una vez en tierra, son enviados a centros de detención, que sin duda son gestionados por el gobierno oficial, pero donde los abusos siguen siendo generalizados (desnutrición, trabajos forzados, palizas e incluso tortura) y donde los traficantes a veces siguen operando. Los supervivientes de estas prisiones siguen dando testimonio de esto: prefieren ahogarse antes que ser enviados de vuelta a este infierno.

Así que este es el momento de la verdad para Emmanuel Macron. Durante todo el verano, para justificar su negativa a abrir los puertos franceses al Aquarius, para acoger estos “cargamentos" de milagros cuyo color Italia ya no quiere ver, el Elíseo explicó que Francia no era hostil a la acogida de los refugiados, sino todo lo contrario. A tenor de estas palabras, Francia simplemente trataría de hacer lo evidente: hacer cumplir el derecho marítimo internacional, que prevé un desembarco en el “puerto seguro” más cercano para, posteriormente, ayudar al país de desembarco para que no quede solo para soportar esta carga.

En seis ocasiones, durante el verano, París formó parte de un pool de países voluntarios que se repartió a los supervivientes del Aquarius aspirantes al estatus de refugiado, luego a los de Open Arms o Lifeline, algunos de los cuales aterrizaron en Malta y otros en España. Emmanuel Macron, al participar y luchar para que se ponga en marcha la solidaridad europea (en oposición al Reglamento de Dublín, que sólo imponía al país de entrada la tramitación de estas solicitudes de asilo), afirmó honrar los valores y la tradición de acogida de Francia. En definitiva, “humanismo realista”.

Además de que este enfoque merecería en gran medida contradicciones y críticas (sobre todo en lo que se refiere al destino de los denominados inmigrantes “económicos”), ahora está siendo sometido a una prueba de sinceridad. Si Emmanuel Macron realmente quiere participar, si no abre sus puertos, en la acogida de los refugiados que huyen de Libia y logran entrar en aguas internacionales, los buques humanitarios deben seguir estando allí para localizarlos, recuperarlos y desembarcarlos en suelo europeo, sea cual sea. Si Emmanuel Macron cree como mínimo en su límite, debe ayudar al Aquarius a recuperar un pabellón. De lo contrario, existe el riesgo de contradecir el propio discurso y revelar hipocresía.

¿Hay alguna posibilidad de eso? El pasado mes de junio, el presidente francés apoyó las decisiones del Consejo Europeo de reforzar el cuerpo de guardacostas libio y, en primer lugar, de formarles para que respeten mejor los derechos humanos y de los refugiados, si creemos en los elementos lingüísticos. Pero la UE e Italia también están financiando sus equipos, lo que permite a los libios interceptar a una proporción cada vez mayor de inmigrantes lanzados desde sus playas.

En el mismo Consejo Europeo, el presidente francés dejó pasar, sin pestañear, el proyecto de creación de “plataformas de aterrizaje” en las orillas meridionales del Mediterráneo, donde los inmigrantes interceptados en el mar por los barcos europeos pueden ser devueltos (si bien los países del Magreb ya han dicho que no, el actual canciller austriaco sueña ahora con un acuerdo con Egipto).

Una vez, frente a la prensa, Emmanuel Macron llegó incluso a culpar a los barcos de las ONG por jugar “el juego de los contrabandistas”. Por lo tanto, es comprensible que los equipos del Aquarius confíen tanto en el Vaticano como en Suiza, dos países no pertenecientes a la UE, fuera de la UE, fuera del proyecto europeo, para recuperar el derecho a salvar vidas. Y esto seguiría siendo la gota que colma el vaso.

 

Traducción: Mariola Moreno

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Hace cinco años, un arrastrero basurabasura procedente de Libia zozobraba cerca de Lampedusa, Italia. A medida que avanzaban las labores de rescate, el número de ataúdes apilados en un hangar pasaba de 50 a 100, a 200, a 300, hasta llegar a 366. El 3 de octubre de 2013, horrorizada, Europa se prometió: “Nunca más”. En este impulso de compasión general, la comisaria de Asuntos Interiores de la UE, Cecilia Malmström, se comprometía a “proponer a los Estados miembros la organización de una importante operación de seguridad y rescate en el Mediterráneo”. Nunca vio la luz.

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