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Paul Auster: “Soy mi propio conejillo de Indias”

Paul Auster, en una foto de archivo.

Como escribió Edna O'Brien —en una frase que Philip Roth destaca en su obra El animal moribundo (2001)—, "el cuerpo contiene la biografía tanto como el cerebro". Ahí está la clave que aborda Diario de invierno, según Paul Auster, el relato de la relación que mantiene un hombre con su cuerpo, del dolor al placer, de las cicatrices al sexo. "Es en tu propio cuerpo donde todo empieza y es en tu propio cuerpo donde todo termina".

Diario de invierno, aparecido en 2012 en Estados Unidos y que en España publica Anagrama, es el cuarto volumen autobiográfico que firma Paul Auster, tras La invención de la soledad (1982), El cuaderno rojo (1993) yEl diablo por el rabo (1996). El escritor explica que recientemente ha concluido una quinta obra, titulada Report From The Interior —Informe del interior— que conforma una especie de díptico con Diario de invierno, centrado en esta ocasión en el cerebro, ya no en el cuerpo, el despertar de la conciencia al mundo.

Cinco volúmenes autobiográficos que se suman a su obra de ficción, completamente diferente, fragmentaria, no lineal ni cronológica. Cinco, muchos para alguien que dice estar poco interesado en sí mismo y que solo se convierte en protagonista para hacer de "conejillo de Indias". En este Diario de invierno solo recurre al  para disociarse de su primera persona y estar en relación directa con el lector. El único I del libro se corresponde con la dirección de su estudio, sin que tenga relación alguna con un yo —similar al A de su obra La invención de la soledad—. No decir yo para hablar mejor de sí mismo, consigo mismo.

Porque es de Paul Auster de lo que se habla en este diario de invierno, variación musical al estilo Schubert, sobre las experiencias físicas, las sensaciones: el descubrimiento de la sexualidad, los golpes recibidos y dados, brazos rotos, chichones y moratones, el placer y el dolor, el duelo imposible de la madre que se traduce en lo que él llama su "falsa crisis cardiaca", sus vértigos insondables, sus desprendimientos de córnea.

Hablar del cuerpo para pensar, porque su cuerpo no ha dejado de traicionarle: Auster "esclavo consentidor de Eros", adolescente que solo satisface su apetito sexual "batiendo el récord norteamericano de masturbación", Auster y su madre, Auster y su mujer (la escritora Siri Hustvedt), Auster, de 64 años cuando escribía este Diario de invierno, quiere "hablar inmediatamente antes de que sea demasiado tarde" — "ya no queda mucho tiempo".

«Un hombre que lleva una herida en su interior desde el principio mismo»

Entrevistarse con Paul Auster para hablar de este nuevo opus autobiografico es, en un primer momento, escuchar un mensaje que repite con independencia de las preguntas que se le formulen: esto es una obra literaria que vale para su empleo singular del —que se ha impuesto a la tercera persona en el momento de escribir—, una variación musical sobre el invierno, que debe interpretarse como un estadio mental, un texto extremadamente diferente a sus anteriores ensayos autobiográficos. Se evoca La invención de la soledad y Auster se crispa: el New York Times  ha vapuleado Diario de invierno, en nombre de la "obra maestra" publicada en 1982.

Sin embargo, hay que tomar como punto de partida La invención de la soledad para ver cómo el yo es como un puzzle y la obra, un mosaico, variaciones sobre el mismo tema en torno a las "colisiones con el mundo", de una herida fundamental (el informe al padre), expuesta con profusión en La invención, y que queda reducida a una frase confusa en su Diario de invierno: "Sin duda eres una persona precaria y dolida, un hombre que lleva una herida en su interior desde el principio mismo". "Sin duda" para quien ha leído a Auster y entiende el intertexto, ninguna explicación para los demás lectores sobre este dolor esencial de no haber podido demostrarle al padre, muerte antes de conseguir los primeros éxitos, que la escritura era una vía posible, el dolor de seguir escribiendo frente a este muro de silencio y de misterio.

Estas son las páginas más densas del Diario de invierno: las que evocan un año 2002 de duelo (la madre, la estupefacción frente a un cuerpo inerte que le ha dado la vida) y la vergüenza (un accidente de coche estúpido, Auster era el que iba al volante y toda su familia que salva la vida de milagro), las que callan lo que grita entre líneas. Las que esquivan, como la página dedicada al nuevo rostro de Nueva York, después de la "visita" del 11 de septiembre de 2001 de los "asesinos sanguinarios", como eco al silencio de su obra novelesca sobre el atentado, mientras que Nueva York se convierte en el centro.

Encontrar la música del azar

La fuerza de este Diario de invierno radica ahí, en esos silencios, en las omisiones, en la imagen de las Torres que «palpitan en la memoria, aún presentes como un agujero vacío en el cielo». Y arrojar luz a estos "agujeros vacíos" permite la forma fragmentaria: podría leerse como un pudor —no aparece ningún o casi ningún nombre propio en el libro, Siri Hustvedt aparece como "tu mujer", Art Spiegelman (uno de los pocos nombres que sí se citan) no lo hace por su ingente obra, sino que es el trasunto de Auster, fumador empedernido al que le "gusta toser"— o como una torpeza, si tenemos en cuenta que se ha criticado mucho el listado de direcciones que elabora Auster en varias decenas de páginas, contra sus letanías de "cuántas".

Sin embargo, ahí está el interés literario de este libro: rendir cuentas a pesar de la medida imposible, identificar elementos azarosos que tejen una vida, esos encuentros que cambian el curso y vienen paradójicamente a darle unidad a una obra. Todo, en este Diario de invierno es movimiento, un ir y venir, una forma de destacar lo que es imposible, fundamental a la hora de hablarse.

Este caos es lo que convierte a Diario de invierno en un nuevo punto de partida, un libro que vuelve magníficamente al origen: la madre, un espectáculo de danza que le hizo ver, en 1978, lo que iba a significar para él la escritura. Auster desvela allí, por omisión, su obsesión por seguir el rastro, su angustia por la pérdida: los fragmentos del Diario son como las "imágenes más pequeñas" de La invención de la soledad, "inmutables, ocultas bajo el lodo de la memoria, ni enterradas ni del todo recuperables. Y sin embargo, cada una de ellas es una efímera resurrección, un momento que de otro modo se hubiera perdido".

Variación musical y nemotécnica, en este Diario de invierno se sirve de "lugares e imágenes como catalizadores del recuerdo de otros lugares y de otras imágenes". Tal y como subraya su título original, Winter Journal, se trata menos un diario que de un viaje, el libro de una memoria de sí mismo como del mundo, de las habitaciones al cuerpo, des los aviones de Brooklin, en una exploración que el escritor persigue en cada una de sus obras, a imagen de estos fragmentos, algunos tan insignificantes aparentemente, otros tan pesados —el sentido se revela en los intersticios, en esta búsqueda incasable de un lugar: "Cuentas la historia, la misma de siempre, la obsesión que se ha introducido en tu alma, hasta convertirse en parte integrante de tu existencia" (Invisible).

Traducción: Mariola Moreno

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