"I can’t breathe" ("No puedo respirar"). Esta frase se ha convertido en el grito de guerra de manifestaciones masivas y espontáneas contra la violencia policial, cuyas primeras y principales víctimas, en la vida cotidiana, son las personas racializadas.
La pronunció Eric Garner, el 17 de julio de 2014, antes de morir estrangulado, tras ser inmovilizado por un agente de policía de Nueva York. También la dijo George Floyd, el 25 de mayo de 2020, antes de morir asfixiado por un policía de Mineápolis, quien le aplastó el cuello con la rodilla. "No puedo respirar". Estas fueron también las últimas palabras de Adama Traoré, el 19 de julio de 2016, en Beaumont-sur-Oise, antes de morir a causa de un placaje ventral efectuado por los gendarmes. Estadounidenses o franceses, los tres tenían en común ser de piel negra.
Sí, el racismo nos asfixia, impide que la sociedad respire, florezca, avance. Su propagación, su contagio, su expresión nos conciernen a todos y todas, seamos o no sus víctimas. Porque el racismo es una máquina de guerra contra la afirmación autónoma de la vitalidad popular, el caballo de Troya de su despojo y sumisión. Al echar al fuego a chivos expiatorios, al acostumbrar a la gente a la discriminación, al permitir la violencia, difunde el veneno de una desigualdad natural, ligada a la apariencia o al origen. Y, en consecuencia, legitima un cuestionamiento general de la igualdad de derechos.
La historia europea es testigo de ello, puesto que el racismo ha sido parte integrante de la proyección de nuestro continente en el mundo, de su acumulación de riquezas, de su hambre de dominación, hasta el punto de alumbrar al monstruo del crimen contra la humanidad. Haciendo frente a esta verdad, y por lo tanto saldando su herencia, evitaremos el retorno, inevitablemente criminal, de una jerarquía de la humanidad. Sí, el camino hacia nuestra modernidad es indisociable de las ideologías de naciones y civilizaciones superiores a otras, y por lo tanto de pueblos y culturas inferiores.
Pavimentada por la esclavitud (esclavitud y explotación forzada de las poblaciones africanas), la conquista (toma de posesión y anexión violenta de territorios en todos los continentes), el exterminio (aniquilación de los primeros pueblos, especialmente los indios americanos), el colonialismo (negación de la igualdad de derechos a los pueblos indígenas), el imperialismo (carrera por el poder mundial, impulsada por la xenofobia y el nacionalismo), el antisemitismo (cristalización del racismo imperialista en el odio a la humanidad mediante la demonización de los judíos –otro, diferente, cosmopolita, diáspora–, etc.).
El nazismo se encuentra, en efecto, al final de la cadena, como recordó Aimé Césaire en su Discurso sobre el colonialismo: "Este es el gran reproche que dirijo al pseudohumanismo: haber rebajado durante demasiado tiempo los derechos humanos, haber tenido, tener todavía una concepción estrecha y fragmentada, parcial y sesgada y, en definitiva, sórdidamente racista […] Al final del capitalismo, deseoso de sobrevivirse, está Hitler. Al final del humanismo formal y la renuncia filosófica, está Hitler".
Cualquier tolerancia del racismo es otro paso hacia el desastre. Toda aceptación, silencio, indiferencia, minimización, negación de los crímenes racistas, y más aún cuando son cometidos por representantes de la ley y del orden, precipita el advenimiento de poderes autoritarios, poniendo en tela de juicio los derechos y libertades fundamentales. Lejos de ser una lucha secundaria de los retos democráticos, sociales o ecológicos, el antirracismo es una preocupación universal ya que proclama el rechazo inflexible de las ideologías desiguales.
Caldo de cultivo de la dominación económica, el darwinismo social de ganadores, victoriosos, poderosos y otros "primeros de la cuerda", es un primo hermano de las ideologías racistas. Elogia la competencia, la contienda y la rivalidad mientras que el antirracismo defiende la solidaridad, la fraternidad y la ayuda mutua. ¿Cómo, desde este punto de vista, no destacar que el formidable estallido en torno al caso Adama, esta enorme manifestación del martes 2 de junio, vino precedida, el sábado 30 de mayo, del éxito de la Marcha de la Solidaridad, que también fue prohibida?
A la protesta contra la invisibilidad oficial de los crímenes racistas, esta negación que redobla su violencia, le seguía el desfile de los invisibles, esos trabajadores indocumentados que alimentan la máquina económica, esos sin derechos, muchos de los cuales han permitido que la vida siga adelante en una nación confinada por el coronavirus, esos exiliados, migrantes y demandantes de asilo que nos recuerdan que hay que respetar aquello que Francia glorifica pero no respeta, a saber: "Los hombres nacen y son libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales sólo pueden basarse en la utilidad común" (artículo 1° de la Declaración de 1789).
Luchar sin descanso contra el racismo es estar del lado de los que hacen los trabajos más penosos, defendiendo una exigencia social sin fronteras, sin guerra fratricida de los oprimidos entre sí, en la unión contra adversarios comunes. En todo el mundo, la movilización contra la violencia policial es el camino de esta convergencia, expresando la conciencia aguda de que estas represiones estatales buscan acabar, amordazar y sofocar las protestas, las revueltas y el enfado populares. En Francia, esta realidad la sufrieron en sus carnes los chalecos amarillos, algunos de ellos perdieron un ojo o una mano durante las cargas policiales, corriendo así la misma suerte que los jóvenes de los barrios populares atacados por razón de raza.
Que esto ocurra cuando la humanidad se enfrenta a una pandemia universal, no es casual. Porque la enfermedad es también un revelador social. "Según que poderoso o miserable seas / si eres juzgado, te harán parecer justo o culpable": la moraleja de Los animales enfermos de peste, esta fábula de La Fontaine sobre una epidemia ("No todos murieron, pero todos fueron golpeados"), atañe precisamente a la cuestión de la injusticia y la desigualdad social. La negación del racismo sistémico en Francia ha permitido así invisibilizar las desigualdades e injusticias vinculadas al origen étnico. Y, así, pasar por alto el tributo pagado al covid-19 en las clases populares (Seine-Saint-Denis, el departamento más pobre de Francia, fue el más afectado), por las minorías.
Es hora de parar, de decir stop, de para de forma definitiva esta carrera hacia el abismo, en la que el racismo, de palabra y de obra, es el acelerador. Alentar, tolerar o negar el racismo es lo mismo: dejar que prolifere. Sólo hay una diferencia de grado entre un presidente estadounidense explícitamente supremacista blanco, un incendiario que sopla las brasas del odio racial, y un presidente francés indiferente a la suerte de las numerosas víctimas de la violencia policial, sin una palabra de compasión o de indignación, pero en revancha extremadamente cauteloso ante un ideólogo racista encarnado por Eric Zemmour, condenado por ello en los tribunales, pero a quien le dan cuartelillo medios de comunicación que incitan al crimen.
Francia no tiene ninguna lección que dar a Estados Unidos, si bien tiene la responsabilidad de erigirse y poner fin al racismo aquí mismo, en su país. En medio de la emoción mundial provocada por el asesinato de George Floyd, el prefecto de Policía de París, convertido en el símbolo de un Estado en guerra con la sociedad, se ha apresuarado a negar la evidencia de prácticas, comportamientos y violencia racistas en la institución policial, al tiempo que prohibía y calumniaba las manifestaciones de solidaridad. Las sucesivas revelaciones de Mediapart/Arte y Streetpress sobre la espantosa trivialización del racismo en el seno de la policía deberían bastar para descalificarlo.
Si fuese necesario una enésimo símbolo para mostrar hasta qué punto, a través del combate antirracista, se juega nuestro destino común, lo encontraríamos en el papel de una prensa libre e independiente, aquella que los poderes tolerantes con el racismo cuestionan, recelan o suprimen. A través de ella, las mentiras sobre la violencia policial son desenmascaradas, como nuestras revelaciones sobre el caso Legay en Niza. A través de ella, se documenta la discriminación cotidiana y ordinaria, sirvan de ejemplo nuestras investigaciones inaugurales sobre los controles por motivos raciales o las cuotas en el mundo del fútbol. A través de su información, el público se va dando cuenta poco a poco de los vínculos entre todas las formas de discriminación, ya sean racistas, antisemitas, sexistas u homofóbicas, como lo demuestran las grabaciones de los policías de Ruán que hemos revelado.
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Hacemos este trabajo porque es nuestro oficio, en nombre de un derecho fundamental, el derecho a saber todo aquello que es de interés público, que garantiza el ejercicio de la soberanía popular. Pero también lo hacemos porque cualquier tolerancia del racismo nos resulta insoportable. Porque es el combate de nuestras vidas, ¿cómo podríamos seguir respirando si el racismo nos asfixia?
Traducción: Irene Casado Sánchez (Mediapart) / Edición: infoLibre
Leer el texto en francés:
"I can’t breathe" ("No puedo respirar"). Esta frase se ha convertido en el grito de guerra de manifestaciones masivas y espontáneas contra la violencia policial, cuyas primeras y principales víctimas, en la vida cotidiana, son las personas racializadas.