La ultraderecha de Estados Unidos consigue que cale su proyecto

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Algunos enseguida quisieron reducirlo a su peinado con forma de platillo volante naranja, sus gestos, sus groserías, sus tuits, sus palacios, sus miles de millones de dólares y sus obscenidades diversas. Era una forma de infundir calma después del shock que supuso, en noviembre de 2016, la elección de Donald Trump como 45º presidente de Estados Unidos. Un clown al frente de la primera potencia mundial, cierto, pero un clown.

Clownman, nos aseguraban los mismos, rápidamente entraría en vereda: la maquinaria del Congreso, su Gobierno y las agencias de seguridad americanas iban a aplacar al histrión metódicamente. Después del show de telerrealidad, que permitió a la derecha más reaccionaria hacerse con las riendas del Gobierno federal, la sana gestión conservadora iba a recuperar sus derechos. Donald Trump sólo se exhibiría de vez en cuando en la vitrina. Sería el presidente crisantemo encargado de excitar a los espectadores de Fox News y a las masas de paisanos revanchistas.

Transcurrido este primer año en el Gobierno Trump, es hora de constatar que los defensores de la tesis Clownman se han equivocado. Mucho. La reforma fiscal que el presidente acaba de aprobar en el Congreso –y ni un solo republicano se ha desmarcado en el Senado– no sólo es la primera victoria auténtica e importante de la política interior de Donald Trump. Por su magnitud (1,5 billones de dólares) supone un golpe fiscal sin precedentes desde hace más de 30 años, a raíz de las medidas la Administración Reagan. Sus principios –todo para las empresas y los ricos– la convierten en una victoria ideológica de esta ultraderecha americana desacomplejada que sólo tiene dos obsesiones.

La primera es desmantelar el Estado y las políticas públicas. En una tribuna publicada en The New York Times, Will Wilkinson, uno de los responsables del Niskanen Center, un centro de estudios próximo a los libertarios, pero crítico con esta ultraderecha republicana, recuerda que el senador republicano (tendencia libertaria y Tea Party) Rand Paul explicaba en 2015 que el Gobierno era “un diablo necesario”. “Si estás sometido a un gravamen fiscal del 100%, tienes un 0% de libertad... Si el gravamen es del 50%, en ese caso eres mitad libre-mitad esclavo”.

La incesante denuncia de los ingresos fiscales del Estado, en nombre de la libertad, se articula en esta segunda obsesión: reducir o eliminar todos los mecanismos de redistribución, proteger a los makers –los que hacen y crean– de los takers –los que obtienen beneficios, los “asistidos”, que dirían algunos. La libertad para tapar el individualismo feroz, la acción para ocultar la desigualdad organizada, a estos dos pilares se le añade un tercero. En cierto modo, Trump es un arquetipo de la protección de los intereses de esta oligarquía americana: el propio presidente será también uno de los grandes beneficiarios de esta reforma fiscal.

Trump ha vencido y lo ha hecho aplicando una parte importante de su programa. En muchos otros sectores, ocurre algo semejante. Generando polémica continuamente, las pantallas de humo que son Twitter, las operaciones de desvío de atención, los gritos y el ruidos…, el 45º presidente hace política y desarrolla los principales aspectos de su programa. La reforma fiscal también es un nuevo tornillo en el ataúd del Obamacare, esa reforma incompleta, que permitió que 20 millones de americanos accediesen a la sanidad.

A principios de mes, el Tribunal Supremo también validaba una nueva versión de su decreto antiinmigración, que prohíbe automáticamente el visado y la entrada a EE.UU. a los ciudadanos de siete países considerados enemigos de Estados Unidos. Hace una semana, salía al rescate de los poderosos intereses de los grandes actores de Internet al respaldar la anulación de las disposiciones que garantizan la neutralidad de la Red. Se trata de una ruptura histórica, la filosofía misma de internet –igualdad en el tratamiento y en el acceso de todos– que desaparece, abriendo la veda a una internet de los poderosos y a una internet de los pobres.

En 12 meses se han tomado multitud de medidas y de decisiones. Se ha llevado a cabo una purga en el Departamento de Estado y en la diplomacia americana; se han efectuado llamadas al orden regulares a ministros; se han derogado medidas medioambientales; suprimido mecanismos sobre el empleo, la educación, la sanidad; se ha echado un pulso a las agencias y a los servicios de seguridad. Y al mismo tiempo se ha proporcionado un apoyo activo a los gigantes del complejo militar-industrial: la crisis con Corea del Norte ofrece la oportunidad de vender a Japón y a Corea del Sur miles de millones de dólares de nuevo armamento...

“Donald Trump preside el ataque más devastador contra el Estado administrativo norteamericano que esta nación ha conocido nunca”, escribe Jon Michaels, profesor de derecho en UCLA. “Detrás de Trump se activan los deconstructores, movidos por la pasión de la desregulación. Desregulación política y administrativa. Se ha descompuesto toda la trama institucional del Estado federal, una combinación que el exestratega de la Casa Blanca, Steve Bannon, llama la “deconstrucción del Estado administrativo”.

Balance internacional espeluznante

La reforma fiscal de Trump va a permitir que esta máquina ideológica acelere más. Como destaca Greg Kaufmann, investigador en el Center for American Progress, es comparable a un fusil de dos tiempos. Primero es probable, dice, que Estados y ciudades recorten, por su parte, los ingresos fiscales. De modo que, la explosión de los déficits públicos derivada de tales bajadas de impuestos deriven en un shock. ¿Cuál? Por supuesto, la supresión de programas de ayuda y de redistribución y el hundimiento de todas las políticas públicas de solidaridad.

Hace dos meses, el senador republicano de Arizona Jeff Flake renunciaba a la reelección y lo justificaba en estos términos: “No puedo ser garante de la socavación ordinaria de nuestros ideales democráticos, los ataques personales, las amenazas contra nuestros principios, libertades, instituciones, los desprecios flagrantes de la verdad y de la decencia”. Porque el Make America Great Again, lema de campaña de Trump, no es más que una cortina que oculta mal el gran banquete al que están invitados los intereses privados más poderosos.

Las decisiones en materia de política extranjera de Donald Trump también han favorecido notablemente esos mismos intereses. La América aislacionista y vengativa que reivindica el 45º presidente coincide también con los objetivos de las petroleras, de los vendedores de armas, de algunos medios financieros e industriales.

En este ámbito también Trump ha desarrollado su programa hasta la provocación. El último episodio es, evidentemente, el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel. Al dar la espalda a 70 años de políticas norteamericana, al fingir que sigue apostando por la “solución de dos Estados” en el conflicto árabe-israelí, mientras que todo apunta a lo contrario, el Trump Power se burla de los palestinos y del mundo. Sobre todo, corre el riesgo de sumir a la región en un nuevo conflicto generalizado.

Deseada retirada (aunque no sea efectiva) del acuerdo del clima; retirada del acuerdo después de 15 años de negociaciones sobre la cuestión nuclear iraní; retirada de la UNESCO; amenaza de salida de la OTAN; alejamiento de Europa mediante la puesta en escena de relaciones execrables con Angela Merkel; liquidación del tratado de librecomercio trasatlántico; reanudación de vínculos con las peores dictaduras del mundo árabe; rechazo a cualquier gestión mutua con las otras potencias afectadas por las crisis siria o iraquí; voluntad reafirmada de construir un muro en la frontera mexicana; crisis nuclear norcoreana que alcanza picos críticos...

El balance es espeluznante, en la medida en que evidencia la puesta en marcha de un verdadero plan político, destinado a hacer de Estados Unidos ya no una hiperpotencia que participa de la marcha del mundo en un marco multilateral (la América de Obama), sino una superpotencia sobremilitarizada y agresiva, que amenaza con reducir a la nada a sus enemigos.

Los europeos se felicitaron discretamente durante un tiempo de esa retirada americana, de esta pérdida de influencia y de credibilidad. Hoy empiezan a preocuparse y con razón. No por un Donald Trump demasiadas veces descritos como “imprevisible”, sino por un Trump que se convierte en un obstáculo mayor en el mantenimiento del equilibrio mundial y que no duda en generar nuevas fracturas, en Oriente Medio y en América Latina.

La sociedad americana ¿podrá acabar, gracias a sus múltiples movilizaciones, con esta marcha hacia lo peor y esos ardores guerreros? Los demócratas, gracias a sus últimas victorias, ¿sabrán recuperar al electorado americano en las elecciones de mitad de mandato, en noviembre de 2018, y conquistar el Congreso? No parece probable. A día de hoy, sólo un asunto amenaza realmente a Donald Trump: el Russiagate y las sospechas de connivencia, en un telón de fondo donde no faltan los negocios y la corrupción, con el régimen de Vladimir Putin. El procurador Mueller, la Justicia, las agencias americanas, en resumen, esa parte del Estado americano vilipendiado por Trump puede encontrar ahí la revancha. La respuesta, en los próximos meses.

 

Traducción: Mariola Moreno

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