Ivana Skaiki podría recibir pronto el alta. Los injertos de piel han salido bien, dicen los médicos que la atienden. Fátima, su madre, no puede creerlo. No puede imaginarse a su bebé de 21 meses, vendada de pies a cabeza, tan frágil, tan débil, ya puede llevársela a casa. Le habría gustado que su estancia hubiera durado más en ese cascarón de cristal del sótano del hospital libanés Geitaoui, en pleno centro de Beirut.
Se trata de la unidad de grandes quemados más prestigiosa de Oriente Próximo. Es una burbuja aséptica, en el nivel -3, donde el personal garantiza una medicina de vanguardia, y donde el teléfono de Fátima no tiene cobertura, lo que aumenta su sensación de estar aislada del mundo y de su crueldad.
Fátima vela por su hija día y noche. Ha sufrido graves quemaduras por las armas israelíes, y la cubre de mimos, nanas y oraciones. “Por suerte Alá está ahí”, dice señalando al techo de la habitación vigilada por vídeo. En la pared hay un icono religioso del santo más famoso del Líbano, el maronita Charbel, a quien la Iglesia atribuye muchos milagros, y una pantalla de televisión con dibujos animados sin sonido.
Ivana, tumbada en la cama, con los brazos y las piernas abiertos, como una marioneta desarticulada, con sus ojos negros penetrantes, no le presta atención. Toda envuelta en rollos de vendas blancas, salvo parte de la cara, parte de la espinilla, los dedos de los pies y los de la mano derecha, sonríe y luego hace una mueca de dolor mientras intenta rascarse los labios resecos con el brazo. Su madre, que lleva un velo marrón sobre una túnica y unos pantalones azules, pidió que le hiciera una foto: “Muestre lo que Israel hace a nuestros hijos”.
Ivana estaba jugando en el balcón con su hermana mayor, Rahaf, de 7 años, en su casa de Deir Qanoun El Naher, cerca de Tiro, en el sur de Líbano, cuando –sin avisar a la población, repite su madre– explotó un misil en un edificio cercano el 23 de septiembre. Fátima estaba en la cocina, preparando el desayuno: pan, labneh y té.
No recuerda exactamente cómo ocurrió la tragedia, sólo que escaparon de la muerte, saltaron por la ventana, y que ella y su marido Mohammad deben “dar gracias a Dios” por haberles dado “el poder de salvar” a sus hijas. Uno agarró a Rahaf, el otro a Ivana. La casa y el coche volaron por los aires.
Los padres resultaron ilesos, pero sus hijas tenían quemaduras de tercer grado, la menor en el 70% del cuerpo y la mayor en la cara y las manos. Fátima enseña en su teléfono imágenes de “los buenos tiempos”, los primeros pasos de las niñas, sus caritas preciosas, sus cumpleaños, su felicidad, su inocencia, sus días en el río y en el mar.
Luego muestra “el vídeo del terror”, la piel ennegrecida, a tiras, destrozada en profundidad, la epidermis, la dermis, la hipodermis. “¿Qué crimen han cometido para tener que sufrir esto? Son niñas, no combatientes de Hezbolá”, insiste, embargada por el dolor.
El dolor de su hija es terrible. Los medicamentos no siempre consiguen calmarla. Su sueño se ve perturbado. “La quemadura es el dolor más insoportable”, le dijo un médico a Fátima. Se siente culpable por no ayudar a cambiar las vendas cada dos días. Pero es incapaz. “Es como quitar las vendas de las alas de una mariposa”.
Está “vacía por dentro” y “asustada” ante la idea de descubrir el alcance de las heridas. Tiene miedo por las infecciones, las cicatrices, la larga convalecencia una vez fuera de allí, ya no tienen techo ni trabajo y son desplazados.
Rahaf está con su abuela, que se ha refugiado en las montañas del Chouf, al sureste de Beirut. Su marido, que trabajaba en una carpintería y no tiene “absolutamente nada que ver con Hezbolá”, insiste, va y viene.
El 23 de septiembre, la familia fue evacuada a un hospital del Chouf. A Ivana la trasladaron a la capital en cuanto fue posible, al Hospital Universitario Geitaoui, el centro para quemaduras graves de guerra, con treinta años de experiencia y excelencia multidisciplinar, único en su género en Líbano y en la región.
“Aquí han sido tratadas víctimas de todos los conflictos de Oriente Próximo –Siria, Irak, Yemen, etc.”, afirma solemnemente Naji Abirached, director médico del CHU desde hace quince años.
Cardiólogo formado en París (Francia) y familiarizado con “las grandes tragedias del Líbano, todas las cuales han pasado por este hospital: la guerra civil, las guerras israelíes, la explosión del puerto de Beirut”, el doctor Abirached nunca había visto “tantas víctimas de quemaduras en masa entre la población civil, muchas de ellas niños, ni lesiones tan graves, con quemaduras de tercer y cuarto grado que cubren más del 60-70% de la superficie corporal”.
Para hacer frente a la afluencia de víctimas, la unidad ha triplicado su capacidad. “Hemos pasado a 25 camas, y están constantemente ocupadas”, explica el médico. “Es un reto logístico, médico, humano y financiero. Son pacientes graves que necesitan cuidados muy precisos, muy cercanos, de vanguardia, y eso tiene un coste. Permanecen de cuatro a seis semanas, a veces con un pronóstico vital reservado debido a la superficie afectada y al grado de la quemadura”.
Naji Abirached ha tenido más de una oportunidad de ejercer en el extranjero, “de abandonar el barco que se hunde”, como describe a su maltrecho país, ”que va de desastre en desastre”. Ha rechazado todas las ofertas, incluso recientemente. Aunque para él sería muy cómodo desde el punto de vista financiero y de la seguridad. “Si todos nos vamos del Líbano, ¿quién quedará para librar la batalla?” se pregunta.
En Geitaoui, uno de los primeros hospitales del Líbano, casi centenario y dirigido por una congregación de monjas maronitas, que está en alerta blanca desde que Israel atacó los buscas de Hezbolá, la batalla es doble: la urgencia es salvar vidas y pieles, y la unidad de quemados pende de un hilo porque cuesta mucho mantenerla, unos 500.000 dólares al mes sin contar los honorarios de los médicos.
En el diario libanés L'Orient-Le Jour, el escritor Dominique Eddé –“un amigo mío”, dice Naji– lanza un “llamamiento de ayuda a las víctimas de quemaduras”, pidiendo a la diáspora en particular que haga donaciones a Geitaoui: “Cuando arde el Sur, cuando arde la Bekaa, es todo Líbano el que arde. Es su piel la que está en peligro”.
En la planta de dirección, el equipo al mando –una monja, sor Hadia Abi Chebli, que creó la unidad de quemados, y un cirujano, el profesor Pierre Yared– trabaja activamente en red. La situación es grave. “No sabemos cuánto tiempo podremos aguantar”, dice sor Hadia.
Teme que el personal, “a punto de agotamiento”, se marche al extranjero, a países árabes o a Europa, “para encontrar seguridad y estabilidad”. “El Estado es prácticamente inexistente”, explica. “Lo que nos da el Ministerio de Sanidad es simbólico comparado con las necesidades reales. Sólo podemos sobrevivir con nuestro propio esfuerzo. Todas las donaciones son bienvenidas.”
“A la comunidad internacional le importa un bledo el Líbano”, añade Pierre Yared. “Tenemos un proyecto con el Ministerio de Asuntos Exteriores francés, pero estamos esperando a que se materialice, como la conferencia humanitaria del Presidente francés. Se han prometido millones de euros en ayuda, pero hasta ahora no hemos recibido nada”.
El profesor Yared enumera las crisis “dramáticas y extraordinarias”: la devaluación de la libra libanesa de 1.500 a 90.000 por dólar, la caída del producto interior bruto del país en casi el 70%, la quiebra de los bancos, el paro, la pobreza, la fuga de cerebros, la explosión del puerto que devastó parte de la ciudad y el hospital, que tuvo que ser reconstruido en plena pandemia. Y luego la guerra entre Israel y el movimiento chiita libanés, una guerra limitada al Sur y a la llanura del Bekaa, que se ha convertido en “una guerra contra el Líbano”.
Se confiesa “agotado, física, moral y emocionalmente”, como su pueblo, como los sanitarios. “Estamos hartos de la guerra, la sufrimos desde 1973”. Sor Hadia pidió a los nutricionistas que se aseguraran de que el equipo de la unidad de quemados tengan comida y un descanso de al menos una hora.
La víspera recibieron la visita de representantes de compañías de seguros privadas. “Los libaneses ya no pueden pagar sus primas. Esto va a repercutir negativamente en los hospitales, ya que el flujo de caja de las compañías de seguros va a disminuir, lo que repercutirá en el nuestro, que ya ha sufrido un descenso de la actividad regular de más del 30%”.
Cada vez que se da el alta a un paciente con quemaduras graves, las familias ruegan a la administración que lo mantengan ingresado. “Tenemos todavía a una mujer que ha perdido a su marido y su hogar, el tiempo suficiente para encontrarle un lugar donde ir”, dice Naji Abirached. También tenemos a un hombre con más del 70% de quemaduras y una traqueotomía, que está prácticamente en coma. Necesita cuidados crónicos, pero ningún hospital quiere hacerse cargo.”
En Geitaoui, “hacemos cosas extraordinarias con nada”, resume Tony Zeatair, director de cuidados y ex jefe de la unidad de covid, que se ha transformado en un anexo de la unidad de quemados. Por su nombre, a menudo se le confunde con un chiíta, dice, pero es cristiano. Gracias a su fe encontró la fuerza para levantarse tras la explosión en el puerto de Beirut que casi le cuesta la vida.
“Estaba en el segundo piso, tratando de disuadir a un colega de que se exiliara a Irak, cuando el 4 de agosto de 2020, hacia las seis de la tarde, me cayeron tres puertas encima. Perdí el conocimiento y cuando abrí los ojos había sangre por todas partes. Pensé que era un ataque israelí”, relata desde el octavo piso, desde donde se divisa el puerto a menos de un kilómetro en línea recta. Su mujer, enfermera y embarazada en aquel momento, sólo sufrió rasguños. Ahora tienen tres hijos.
En esta mañana de octubre, prepara su ronda por las salas y tiene previsto visitar a Jinane, de 49 años, que tiene quemaduras en el 35% de la superficie corporal. Atendida inicialmente en un hospital del sur, donde la situación era “catastrófica”, fue trasladada a Geitaoui.
Perdió a sus dos hijas gemelas, que murieron en el bombardeo de su casa, así como parte de su oído y la movilidad de su brazo izquierdo, fracturado. Está sujeta por una placa de clavos ya que no se puede operar hasta que la piel haya cicatrizado. Su marido está junto a ella, sano y salvo. Había venido a Beirut para matricular a sus hijas en la universidad.
Susurra: “Nosotros no somos de Hezbolá, sólo somos civiles”, y se pregunta “por qué ella está viva y sus princesas no”. También le gustaría ver en un espejo lo que las armas israelíes le han hecho en la cara.
Su marido no sabe qué decir. “El trauma psicológico a veces es más grave que el trauma físico para una víctima de quemaduras”, afirma Tony Zeatair. “Hay que reconocerse y aceptarse después de la quemadura”.
En el nivel -3, una madre, envuelta en un gran chador negro, está inconsolable. Llora de dolor y de rabia. Sus hijas la rodean. Llaman a un guardia de seguridad. Ha venido a ver a su hijo de 21 años, estudiante de medicina casi en coma, tan quemado por un bombardeo que está irreconocible.
Ver másNetanyahu no quiere testigos: el ejército israelí intensifica sus ataques a los cascos azules en el Líbano
Mientras las mujeres habían huido de la aldea familiar en el sur del Líbano, él se había quedado en casa con su hermano de 19 años, que no sobrevivió. “Israel miente. No eran combatientes de Hezbolá. Eran mis hijos”.
En la habitación de al lado, Ivana llora cada vez más. Su madre, Fátima, no sabe cómo calmarla. Le mete una patata frita en la boca. Su golosina favorita, junto con las galletas de chocolate.
Traducción de Miguel López
Ivana Skaiki podría recibir pronto el alta. Los injertos de piel han salido bien, dicen los médicos que la atienden. Fátima, su madre, no puede creerlo. No puede imaginarse a su bebé de 21 meses, vendada de pies a cabeza, tan frágil, tan débil, ya puede llevársela a casa. Le habría gustado que su estancia hubiera durado más en ese cascarón de cristal del sótano del hospital libanés Geitaoui, en pleno centro de Beirut.