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Cómo luchar contra un incendio inapagable: lo que nos ha enseñado la ola de fuegos de este verano

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El aire es el mejor aliado de los bomberos, pero también puede ser su mayor enemigo. Javier Peto lo sufrió de primera mano el pasado julio mientras dirigía a su brigada en el incendio de la Serra do Courel, en Galicia. Según relata, estaban frente a lo que se conoce como un fuego de sexta generación: “Creó sus propias condiciones meteorológicas y durante varias horas estuvo fuera de capacidad de extinción”. 

Este técnico de la brigada helitransportada de San Xoan de Río se refiere a una nueva categoría de incendios que se comenzó a observar en 2017, pero que se hace más común cada año por las altas temperaturas, la sequía y el exceso de maleza en los bosques. 

Marcelino Núñez, delegado de la Agencia Española de Meteorología (AEMET) en Extremadura, explica que este cóctel genera llamas de hasta 20 metros de altura que queman las copas de los árboles y corren a gran velocidad por el monte. Al mismo tiempo, esta masa ardiente produce sobre el territorio una burbuja de aire muy caliente que asciende a la atmósfera. 

“El incendio genera su propia nube, pero como la humedad es mínima no precipita lluvias, que es lo que podría salvar al incendio”, dice. En su lugar, la masa de aire se enfría y rompe contra la superficie, generando corrientes de aire en todas las direcciones de hasta 100 kilómetros por hora que convierten un fuego controlado en algo caótico. “Genera ráfagas mortales para los bomberos, como si soplases sobre unas brasas”, afirma Núñez. 

Los registros evidencian la potencia de estos nuevos fuegos. El año pasado en estas fechas se habían producido 11 grandes incendios de más de 500 hectáreas en España, mientras que este verano ya suman 50, la mayor cifra desde 2006. 

Los estudiosos forestales reiteran que los superincendios son más comunes a medida que la región mediterránea sufre el cambio climático. Este año ha sido uno de los más secos del siglo y en julio la península sufrió una ola de calor de 18 días con anomalías de entre cuatro y cinco grados, un shock térmico que debilita la vegetación y facilita la circulación del fuego. 

Raúl Quílez trabaja en la extinción de incendios desde los años 90 y reitera que tanto los fuegos como la forma de enfrentarse a ellos han cambiado mucho en estas tres décadas. En el registro aparecen años catastróficos como 1994 o 1989, cuando ardieron más de 400.000 hectáreas en España, frente a las 230.000 que se han quemado en lo que va de año. 

Estas cifras han aireado a quienes defienden que incendios hay todos los veranos, y que antes eran mucho peores, un argumento que desmonta el experto: “Los operativos de extinción estaban mucho menos preparados y la ley era más permisiva con el abuso del fuego en el campo”. 

Mucho ha cambiado en la gestión forestal desde esa época, cuando la población rural era mayor y los propios agricultores y ganaderos eran los mejores guardabosques. “El monte se expande cuando la gente lo abandona y cada vez vemos masas más continuas y más homogéneas de vegetación”, opina este Doctor en Incendios Forestales por la Universidad de León. 

Quílez ha estudiado también la relación entre la sequía y los incendios, y asegura que existe una relación directa entre la falta de lluvias y la generación de fuegos catastróficos: “En zonas con un percentil de sequía por encima de 90 se generan incendios muy agresivos que superan la capacidad de respuesta de los bomberos”. 

Estas condiciones eran las que presentaba Castilla y León en el mes de julio, cuando ardieron en Zamora casi 70.000 hectáreas en los fuegos de Sierra de la Culebra y Losacio, dos de las peores tragedias que se recuerdan. Allí las temperaturas superaban los 40 grados y la humedad era prácticamente cero mientras las máquinas cosechadoras recogían el trigo. “La situación en esos casos es muy complicada porque la mínima chispa en esas condiciones desata un incendio”, cuenta Marcelino Núñez, de AEMET. Tras la oleada de incendios que asoló el mes pasado Castilla y León, el sindicato Comisiones Obreras y Greenpeace denunciaron ante la Fiscalía la inacción de la Junta en política de incendios, entre ellas la falta de efectivos y la falta de actividades de prevención durante todo el año.

Repensar la España rural 

Frenar el cambio climático sería la medida más efectiva para reducir la agresividad de los incendios, pero mejorar la gestión forestal es la segunda tarea pendiente. La clave sería lograr una organización rural como la del siglo pasado, pero asumiendo que la población quiere vivir hoy en las ciudades

Reducir la masa forestal es indispensable para que las llamas sean menos vigorosas y más fáciles de controlar, pero tampoco consiste en talar el bosque a diestro y siniestro, o permitir que los fuegos ardan para limpiar ecosistemas y que estos se renueven. 

Precisamente este verano se ha debatido mucho sobre la llamada paradoja de la extinción, que defiende que apagar todos los incendios lo más rápido posible provoca que en los montes de zonas con tendencia a quemarse crezcan arbustos y plantas, de manera que el día que ardan será imposible controlar las llamas por la cantidad de combustible que hay en ellos. 

“No me gusta hablar del término limpieza, porque el monte no está sucio”, opina Andrés Bravo, que estudia la diversidad de los bosques en el Museo Nacional de Ciencias Naturales. 

El investigador forestal defiende que hay que contrarrestar el abandono del campo para evitar que los montes aumenten su densidad de forma descontrolada, pero hay que hacerlo de manera responsable. Al igual que se deben crear claros en el bosque que faciliten la extinción del fuego, debe haber zonas con mucha vegetación porque son hábitats necesarios para la biodiversidad. 

Bravo propone desarrollar el sistema de triada, que divide el uso del suelo rural en función de tres usos: uno dedicado a la explotación económica, otro multifuncional y otro protegido. Sería similar al llamado paisaje en mosaico, que consiste en dividir una zona rural en parcelas donde existan bosques, prados, tierras ganaderas y cultivos, de forma que si se desata un fuego, no pueda salir de la zona arbolada.

“Hay que estudiar la creación de pequeños núcleos rurales” recomienda Juli G. Pausas, del Centro de Investigaciones sobre Desertificación del CSIC, ubicado en Valencia. Este experto también resalta la importancia de recuperar las zonas abandonadas del interior, pero sin duda se necesita voluntad política. “Es muy fácil decir que el mundo rural está abandonado y que hay que recuperar los pastores y la agricultura, pero para eso evidentemente tiene que haber políticas para incentivar este proceso”.

Nuevos métodos para apagar nuevos incendios 

Los grandes incendios que alteran las condiciones medioambientales llegan a alcanzar dimensiones incontrolables, tanto por la extensión como por la altura de las llamas, lo que supone un nuevo reto para los efectivos en tierra.

Javier Peto asegura que una vez que las llamas alcanzan los dos metros poco se puede hacer, y que en un incendio de sexta generación echar agua o pegar con batefuegos es una tarea inútil. “Solo puedes alejarte un kilómetro y atacarlo indirectamente, aunque si va rápido ni siquiera tienes tiempo para construir un cortafuegos”. 

En esos casos, la mejor contramedida que es adelantarse y crear un contrafuego, un pequeño incendio controlado, de forma que cuando las dos llamas se encuentren, se succionen mutuamente y es posible que se apaguen. “Para combatir estos incendios no necesitamos más medios, necesitamos más formación. Los fuegos de sexta generación son demasiado grandes y con ellos no valen las estrategias de los pequeños”, resume. 

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Desde el aire, Jorge Gómez también observa el peligro de estas grandes llamas. Pilota un helicóptero antiincendios y esta semana ha trabajado en la extinción de las llamas de Bejís, en Castellón, donde ya han ardido más de 20.000 hectáreas. “Es el quinto año que llevo aquí y sin duda este verano ha sido el más complicado”, apunta. 

En su caso, para que la balsa de agua que suelta sobre el incendio sea efectiva, tiene que posicionarse a una altura de cuatro metros sobre las llamas. El calor ahí arriba es tan extremo, que si no se arriesga lo suficiente el agua se evaporaría antes de llegar al fuego y su trabajo sería en vano.

Gómez echa en falta el apoyo tecnológico en los incendios, especialmente en las telecomunicaciones, que podrían mejorar la organización de los efectivos aéreos. Pero sobre todo, señala el problema que sufren las empresas privadas que participan en la extinción del fuego a través de contratos con las comunidades autónomas, ya que trabajan con presupuestos de hace años que no incorporan la subida del precio del combustible. El piloto señala que este problema provoca que algunas flotas con décadas de experiencia buscan ya trasladarse al extranjero: "Lo primero es asegurar el potencial que tenemos en España, y luego mejorarlo".

El aire es el mejor aliado de los bomberos, pero también puede ser su mayor enemigo. Javier Peto lo sufrió de primera mano el pasado julio mientras dirigía a su brigada en el incendio de la Serra do Courel, en Galicia. Según relata, estaban frente a lo que se conoce como un fuego de sexta generación: “Creó sus propias condiciones meteorológicas y durante varias horas estuvo fuera de capacidad de extinción”. 

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